El peligroso “ultrapatriotismo”
Vamos a escuchar discursos vacíos de contenido con el peligro
latente del nacionalismo, un concepto estrecho, limitado, falto de
empatía y por tanto intolerante, que a nada bueno conduce
Creo urgente profundizar ya en averiguar donde estamos y cómo podemos entendernos sin que parezca una sumisión o una rendición o una aniquilación ideológica
Creo urgente profundizar ya en averiguar donde estamos y cómo podemos entendernos sin que parezca una sumisión o una rendición o una aniquilación ideológica
España es un país
diverso y mestizo. A nuestro rostro se asoman los rasgos de antepasados
íberos, celtas, romanos, musulmanes, judíos y cien razas más que
conforman a todos los españoles. Es nuestra seña de identidad, el
conjunto de todos los que nos han hecho lo que somos. Quien no lo sienta
así no es un verdadero español o no sabe dónde vive.
Cuando la simbología o la reivindicación en exclusiva de los símbolos patrios –ya sea Els Segadors
o el Himno nacional, la Señera o la bandera de España- se convierten en
patrimonio exclusivo de uno u otro grupo, cabe ponerse en alerta: vamos
a escuchar discursos vacíos de contenido y con el peligro latente del
nacionalismo, un concepto estrecho, limitado, falto de empatía y por
tanto intolerante, que a nada bueno conduce, cuando además es
excluyente. Lleva solo al enfrentamiento y a la apropiación indebida de
aquellos elementos que definen a la nación y por tanto pertenecen a los
ciudadanos que la componen, ya sea de origen o porque se han subido al
barco de otro país que han hecho suyo y del que ya forman parte. En este
caso, con iguales derechos y obligaciones. Nadie tiene más potestad por
una tierra por el hecho de haber nacido en ella, sobre quienes la
trabajan o la hacen prosperar, y, por ende, no puede haber ciudadanos de
primera o segunda categoría, o sin categoría. Un país que establezca
estas diferenciaciones no puede llamarse democrático.
Esa es la realidad. Negarla conduce al esperpento. Ahí
tenemos al president de la Generalitat, el honorable Joaquim Torra, que
vive como muchos de sus colegas independentistas inmerso en una fábula
continua cuya moraleja va variando según conviene pero siempre con el
mismo argumento base: “España nos oprime. Con la independencia la vida
será mejor y los problemas se diluirán como por arte de magia”. En tal
situación, Torra adereza el cuento con teorías supremacistas y
trasnochadas. En algún caso ha pedido disculpas. Pero ni él ni los que
le acompañan se apean de su posición sino que, por el contrario, tiran
de la cuerda para ver si les cae el castigo que esperan para avanzar en
el martirologio, imprescindible para sus fines.
En este marco incomparable de conflicto entra en escena el “ y tú más”.
Ahí es donde salta al ruedo el espontáneo Albert Rivera, con la
intención de hacerse fuerte en el mismo y dirigir la corrida. Y me
centro en el símil taurino porque el espectáculo que prodigó en la
presentación de su plataforma “España Ciudadana” el domingo 20 de mayo
entra en la más vieja tradición de la España de charanga y pandereta… devota de Frascuelo y de María que resumió magistralmente en poema Antonio Machado.
La puesta en escena del pretendiente a la Moncloa incluía bandera
española en ristre y letra de himno a cargo de la cantante Marta Sánchez
que cantó entre lágrimas en términos de góspel, dando pie para que
Rivera lanzara soflamas españolistas que en apariencia, pretendían dar
contrapunto a las intenciones del separatismo catalán pero que, no nos
quieran engañar, ocultaban intereses electorales. Hizo lo mismo que
Torra pero a la inversa, en busca de su propia rentabilidad. El
resultado fue de un nacionalismo tan evidente, tan inquietante y
peligroso como el que exhibe el sector catalán en el Govern. Ambos nos
llevan a una exaltación de nacionalismos nacionales, que solo ven tal
concepto en los periféricos. Con el agravante de la simpleza y la falta
de perspectiva. Olvida Rivera cuando cita a Obama que Estados Unidos es
una república federal. No recuerda cuando cita a Macron –porque no sabe o
no quiere- de la existencia en Francia de los corsos y de otros pueblos
históricamente enfrentados. Y, sobre todo, cuando él y sus compañeros
de partido hacen ostentación de tanto rojo y gualda en las muñecas y en
las solapas excluyen a quienes sentimos España en las venas, diversas y
plurales.
La avezada y muy conservadora periodista
Isabel San Sebastián interrogó a la cantante Amaia, representante
española en Eurovisión, sobre si sentía orgullo por ello: “¿Orgullo?
Pues también… Sí, porque queremos a nuestro país a nuestra manera,
porque no existe sólo una manera de querer a un país. Y sí, si no, no
estaríamos aquí”, contestó muy dignamente la joven navarra, que se llevó
un aplauso cerrado en las redes sociales. Tiene razón y me consta que
cada vez más jóvenes se rebelan ante el hecho de no poder lucir con
gusto el emblema de su país por el rapto descarado que ejercen los
partidos de derechas.
“
No se puede confundir nacionalismo con patriotismo", intentaba
justificarse Rivera el martes en una entrevista de la Cadena Ser. Antes
que él, la portavoz nacional del partido, Inés Arrimadas, ya tuvo que
salir al paso ante las críticas recibidas: “El nacionalismo es Torra, es
sentirse superior…” Olvidan los miembros de Ciudadanos que en su origen
se aproximan al Partido Popular del que ahora dicen que reniegan con la
intención de superarlo en votos y ocupar su puesto. ¿Pero de qué
manera? Esa línea roja que está a punto de atravesar el líder de la
formación naranja le acerca peligrosamente a las posturas extremas,
excluyentes y en las que tienen cabida la intolerancia y la
arbitrariedad. Por mucho que lo califique de “patriotismo cívico”, el
nacionalismo asoma su feo hocico detrás de los pliegues de la enseña que
ya están secuestrando. Se la están arrebatando al Partido Popular que
la muestra en grandes dimensiones en su sede central de Génova 13 en
Madrid, sede cuya ampliación esta cuestionada judicialmente por el
empleo de dinero sucio y a punto de que se reconozca así en sentencia.
Antonia Díaz Rodríguez, doctora en Economía, titular de este
departamento en la Universidad Carlos III y especializada en el estudio
de la desigualdad económica, relataba en un interesante artículo
publicado en eldiario.es en 2017,
cómo la cohesión social se basaba en la Edad Media en la existencia de
estamentos inmutables; la religión fue la clave en el Renacimiento; en
el Estado absolutista lo era el rey y concluía: “Tras la emergencia del
Estado liberal, nuestra única argamasa social es la igualdad, entendida
como igualdad de oportunidades para poder ser plenamente libres en
nuestra búsqueda de la felicidad. La existencia del Estado de Derecho,
con su equilibrio de poderes y respeto a las minorías, depende de
nuestra cohesión social”.
Añadía algo que me parece
muy definitorio de la situación que vivimos en Europa y en el mundo:
“Pero si no nos sentimos iguales no nos sentimos libres, la cohesión
social desaparece y, con ella, la fe en el Estado de Derecho. Esta es la
razón de la emergencia de esos partidos protofascistas. Y por eso son
tan peligrosos para la democracia”.
Plantea una
visión que sin duda alguna suscribo. Es imprescindible que apostemos por
una verdadera integración plural y diversa, pero igualitaria, federal y
universalista. Es tiempo de que hable la sensatez, porque, en esta
espiral de vértigo a la que nos están arrastrando unos y otros, las
cosas se crispan y exacerban. Veo con preocupación sucesos que van más
allá de las palabras, como los enfrentamientos en algunas playas
catalanas entre partidarios de exhibir cruces y lazos amarillos y
quienes se oponen a ello. Altercados entre ciudadanos que han llegado a
las manos por los conceptos que les están imbuyendo de forma insensata.
¿Y los políticos? ¿Es que no hay ningún servidor público que ejerza la
función para la que ha sido elegido y frene esta escalada de insultos y
desencuentros? ¿O es lo que unos y otros están buscando?
Crispación es la palabra dominante. Se cuela en las televisiones, en
las conversaciones y en los móviles. Estoy harto de los grupos de
WhatsApp insultantes. Cada vez me canso más de programas en que los
tertulianos gritan para no dejar oír los razonamientos del otro. O mesas
redondas televisivas en las que la presentadora tiene que realizar
ímprobos esfuerzos para que seis representantes de grupos políticos
–individuos a los que se supone especialmente formados para que fluya el
debate- sean capaces de hablar entre sí. Una misión imposible.
Creo urgente profundizar ya en averiguar donde estamos y cómo podemos
entendernos sin que parezca una sumisión o una rendición o una
aniquilación ideológica. Deberíamos superar el ámbito de las emociones
en el que nos movemos y que determina una superficialidad epidérmica,
una terrible falta de profundidad. El mundo debe moverse por la
reflexión y por las convicciones. Estos dos elementos son lo que
permiten una mayor profundización en los problemas y nos impulsan a un
análisis más sosegado que nos lleva finalmente al encuentro.
Lo cierto es que ninguno de los grupos políticos españoles con
representación parlamentaria están trabajando por ese encuentro; cada
cual ha abierto las compuertas a las propias emociones y a la
confrontación. Y han cerrado el paso al dialogo por el que antes
apostaban.
No sé si es que hasta hace escaso tiempo
vivíamos en el mundo de la falsedad y ahora hemos encontrado la verdad
más completa. Si fuera así, tendremos que hallar las causas, analizarlas
y establecer el resultado, alejados del ultrapatriotismo que algunos
propugnan.
Si el show rijoso de Albert Rivera, que
hasta ahora se ha movido en el marco constitucional, fuera no una
anécdota sino el preludio de una deriva populista, nos haría sentir que
se aproxima, si no corrige prontamente, al espectáculo patético de
Joaquim Torra, que avanza cabalgando a lomos de un caballo desbocado
hacia la nada rumbo al precipicio de un futuro político que esta
amortizado antes de empezar.
Mientras todo esto
ocurre, pienso en Donald Trump; miro hacia Italia; el futuro de Francia
inquieta; Turquía produce escalofríos; Rusia observa con mirada
interesada… Y si España aún aspira a ser ejemplo de integración con la
comunidad latinoamericana, ¿alguien cree que este es el camino?.
Y, en el sitio de nadie entre fronteras, refugiados y desplazados por
los intereses económicos de las potencias mundiales son víctimas de la
inconsistencia y el desinterés que exhibimos. El problema es que si no
frenamos este avance de despropósitos todos podemos vernos como ellos.
Los Derechos Humanos buscan refugio y la paz tiene un futuro triste. La
semilla de la xenofobia, la amoralidad y el odio que habitúa sembrar la
política neoliberal, florece con los nacionalismos. Es urgente frenar su
crecimiento, si estos no son integradores, plurales y respetuosos con
la diversidad de todos.
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