Un Marx para municipalistas
Gerardo Pisarello
Llega, como otras tantas efemérides,
el segundo centenario del nacimiento de Karl Marx. Podría ser una fecha
más, pero no lo es. Porque un nombre como el suyo nunca deja de
interpelar. De interrogarnos críticamente sobre los tiempos que nos
están tocando vivir.
He seguido de cerca a Marx desde que era adolescente. Siempre de manera laica y libre. Como se sigue y se quiere a un clásico. He sido de Marx como he sido de Montaigne y de Tom Paine, de Bertrand Russell y de Simone de Beauvouir, de Cortázar, de Rita Levi-Montalcini o de Nina Simone. Y me he sentido, como se sentía él, de la piara de Epicuro.
De Marx aprendimos muchas cosas. Una de las principales, a mirar la historia “desde abajo”. Él lo hizo desde muy joven. Fue sensible a toda clase de abusos e injusticias. Y eso lo llevó a tomar partido. Y a hacerlo a favor de los más débiles y desposeídos. Nunca actuó así por caridad, sino porque creía en la autonomía moral y en la potencialidad creativa de los seres humanos.
Como buen ilustrado, fue un admirador del progreso científico y tecnológico de su época. Y le parecía indignante que esa conquista colectiva de la humanidad quedara en manos de unos pocos. Se rebeló contra una forma de producir riqueza alienante, que condenaba a la mayoría a la precariedad y la explotación para poder subsistir. No se trataba de un lamento moral. Marx creía firmemente que el grado de riqueza generado socialmente hacía posible vislumbrar una sociedad en la que, como dejó escrito con apenas 29 años, “el libre desarrollo de cada uno será la condición del libre desarrollo de todos”.
No deja de impresionarnos, todavía hoy, la pasión, el rigor y la agudeza con los que “El Moro”, como le motejaban cariñosamente sus hijas, se acercó a la realidad de su tiempo. Fue un escritor prolífico, brillante y con una curiosidad desbordante. Hizo aportaciones luminosas en el campo de la economía, de la historia, de la filosofía. En su biblioteca no faltaron las obras científicas más avanzadas de su tiempo –como las de Darwin–, ni tampoco las novelas de Balzac o las poesías de Goethe. En las modestas casas en las que le tocó vivir, era usual encontrarlo junto a sus hijas y su mujer, Jenny, recitando las obras de Shakespeare.
Renunciando a una vida de privilegios y en medio de privaciones materiales considerables, estudió con detenimiento a autores a los que respetaba, como David Ricardo o Adam Smith, aunque tuvieran ideas diferentes a las suyas. En cambio, atacó con sarcasmos y sin contemplaciones a los filisteos, a quienes consideraba política e intelectualmente deshonestos. Fue un pensador radical, que iba a la raíz de los problemas. Estaba claramente comprometido con la transformación social pero fue muy autoexigente en sus análisis. Corregía y revisaba sus escritos una y otra vez y adoptó como lema favorito el de las personas librepensadoras de todos los tiempos: “De omnibus dubitandum” (Dudar de todo).
Esa actitud vital e intelectual contrasta con el sectarismo y el dilentantismo de muchos de los que lo han combatido, incluso sin leerlo, y de una parte no desdeñable de los que todavía hoy se denominan “marxistas”. Cometió errores, incurrió en contradicciones y ambigüedades, pero nunca pretendió hacer de su obra un catecismo indiscutible. Siempre defendió la necesidad de alianzas amplias que permitieran profundizar la democracia y cuando escuchaba tonterías que lo invocaban como fuente de autoridad, afirmaba: “yo no soy marxista”.
El número de cuestiones que Marx anticipó o en las que tuvo aproximaciones originales es sorprendente. A dos siglos de su nacimiento, sigue siendo un pensador básico para entender los grandes problemas de nuestro tiempo: la contradicción entre el carácter social de la producción –sobre todo de la científica– y la apropiación privada, excluyente, de sus beneficios. La polarización entre clases (la contraposición entre el 1% y el 99% denunciada por Occupy Wall Street y el 15-M, o entre el 30-40% superrico y el resto, como prefiere Saskia Sassen). El carácter vampirizador de la especulación financiera (la metáfora gótica del “vampiro” está muy presente en la obra de Marx). La tendencia de las relaciones capitalistas a globalizarse y a convertirlo todo en una mercancía, desde los bienes comunes como el agua o la tierra, hasta los afectos o la vida misma.
Obviamente, hay muchas cuestiones que Marx no pudo o no supo prever. Atisbó, por ejemplo, algunas cuestiones ambientales, pero en el fondo fue un pensador productivista que en ocasiones asumió una idea de progreso poco crítica. Esto le impidió censurar con más dureza fenómenos como el saqueo colonial de las periferias o anticiparse a otros como los límites ecológicos de la biosfera.
También fue hijo de su tiempo en las cuestiones de género. Defendió, como Fourier, que los avances de una sociedad debían medirse por la manera en que trata a la mujer y por los derechos que le reconoce. Pero no dedicó al tema la centralidad que merecía, aunque su hija Eleonor sí sería una gran activista y teórica del socialismo feminista.
Visto desde nuestra realidad, sería interesante saber que diría Marx sobre el papel de las ciudades en el actual mundo globalizado y sobre el municipalismo como potencial herramienta de cambio. Tampoco aquí es posible encontrar una reflexión sistemática. Pero eso no quiere decir que no haya en su obra análisis sugerentes sobre la cuestión urbana.
En parte, sus preocupaciones sobre las ciudades le venían de su amigo y compañero Friedrich Engels, quien escribió ensayos excelentes sobre las deplorables condiciones de vida de las clases populares en grandes urbes como Manchester o sobre sus dificultades para acceder a una vivienda digna. Pero Marx también pensó sobre la democracia urbana a partir de algunas experiencias que lo marcaron sensiblemente, como las que tuvieron lugar en algunas ciudades suizas y norteamericanas de su época, o en la propia Comuna de París, hacia 1871.
La Comuna, de hecho, fue una experiencia “municipalista” que lo impresionó mucho. Y aunque fue consciente de sus errores y limitaciones, también vio en ella concreciones importantes de su ideal de democracia política y social: la temporalidad y revocabilidad de los cargos institucionales, la generalización de cooperativas de producción y consumo, la condonación de deudas por impago de alquileres, la gratuidad de la educación pública, la extensión de la ciudadanía a los extranjeros y el rechazo del chauvinismo, la participación directa de la gente de los barrios en los asuntos públicos.
Ciertamente, Marx consideraba que este tipo de experiencias no podía subsistir mientras los viejos aparatos estatales, con sus inercias autoritarias, burocráticas y nacionalistas, no fueran destruidos y reemplazados por otro tipo de institucionalidad republicana. Pero le permitieron vislumbrar algunas alternativas concretas que servirían incluso para cuestionar los frágiles regímenes representativos de nuestro tiempo.
En realidad, el proyecto de cambio social que Marx defendió continúa vivo y bien podría inspirar, enriquecido y actualizado, soluciones nuevas a nuevos problemas. Es verdad que a lo largo del siglo XX se cometieron auténticas barbaridades en nombre del “marxismo”. Sin embargo, también es innegable que el capitalismo desembozado del siglo XXI está llevando a la humanidad de desastre en desastre y que urge construir alternativas civilizatorias que nos libren de ese destino. Posiblemente hoy no es tan fácil dar un nombre único a estas alternativas. Pero todas tendrían que ver, de un modo u otro, con la democratización de la democracia. Con su extensión a la esfera política y, de manera muy señalada, a la esfera económica (incluida la del trabajo doméstico).
Las experiencias más estimulantes de democracia radical, de innovación social y económica, de lucha contra el cambio climático, se están produciendo hoy en las ciudades. Y los intentos más creativos de escalarlas, son las alianzas, las redes, entre ciudades y pueblos, pequeños y grandes, en defensa de las libertades básicas, de los bienes comunes, y de la creación de nuevas instituciones republicanas. “Ciudades rebeldes del mundo, uníos!” sería una consigna del siglo XXI que el genio de Tréveris bien podría haber hecho suya.
He seguido de cerca a Marx desde que era adolescente. Siempre de manera laica y libre. Como se sigue y se quiere a un clásico. He sido de Marx como he sido de Montaigne y de Tom Paine, de Bertrand Russell y de Simone de Beauvouir, de Cortázar, de Rita Levi-Montalcini o de Nina Simone. Y me he sentido, como se sentía él, de la piara de Epicuro.
De Marx aprendimos muchas cosas. Una de las principales, a mirar la historia “desde abajo”. Él lo hizo desde muy joven. Fue sensible a toda clase de abusos e injusticias. Y eso lo llevó a tomar partido. Y a hacerlo a favor de los más débiles y desposeídos. Nunca actuó así por caridad, sino porque creía en la autonomía moral y en la potencialidad creativa de los seres humanos.
Como buen ilustrado, fue un admirador del progreso científico y tecnológico de su época. Y le parecía indignante que esa conquista colectiva de la humanidad quedara en manos de unos pocos. Se rebeló contra una forma de producir riqueza alienante, que condenaba a la mayoría a la precariedad y la explotación para poder subsistir. No se trataba de un lamento moral. Marx creía firmemente que el grado de riqueza generado socialmente hacía posible vislumbrar una sociedad en la que, como dejó escrito con apenas 29 años, “el libre desarrollo de cada uno será la condición del libre desarrollo de todos”.
No deja de impresionarnos, todavía hoy, la pasión, el rigor y la agudeza con los que “El Moro”, como le motejaban cariñosamente sus hijas, se acercó a la realidad de su tiempo. Fue un escritor prolífico, brillante y con una curiosidad desbordante. Hizo aportaciones luminosas en el campo de la economía, de la historia, de la filosofía. En su biblioteca no faltaron las obras científicas más avanzadas de su tiempo –como las de Darwin–, ni tampoco las novelas de Balzac o las poesías de Goethe. En las modestas casas en las que le tocó vivir, era usual encontrarlo junto a sus hijas y su mujer, Jenny, recitando las obras de Shakespeare.
Renunciando a una vida de privilegios y en medio de privaciones materiales considerables, estudió con detenimiento a autores a los que respetaba, como David Ricardo o Adam Smith, aunque tuvieran ideas diferentes a las suyas. En cambio, atacó con sarcasmos y sin contemplaciones a los filisteos, a quienes consideraba política e intelectualmente deshonestos. Fue un pensador radical, que iba a la raíz de los problemas. Estaba claramente comprometido con la transformación social pero fue muy autoexigente en sus análisis. Corregía y revisaba sus escritos una y otra vez y adoptó como lema favorito el de las personas librepensadoras de todos los tiempos: “De omnibus dubitandum” (Dudar de todo).
Esa actitud vital e intelectual contrasta con el sectarismo y el dilentantismo de muchos de los que lo han combatido, incluso sin leerlo, y de una parte no desdeñable de los que todavía hoy se denominan “marxistas”. Cometió errores, incurrió en contradicciones y ambigüedades, pero nunca pretendió hacer de su obra un catecismo indiscutible. Siempre defendió la necesidad de alianzas amplias que permitieran profundizar la democracia y cuando escuchaba tonterías que lo invocaban como fuente de autoridad, afirmaba: “yo no soy marxista”.
El número de cuestiones que Marx anticipó o en las que tuvo aproximaciones originales es sorprendente. A dos siglos de su nacimiento, sigue siendo un pensador básico para entender los grandes problemas de nuestro tiempo: la contradicción entre el carácter social de la producción –sobre todo de la científica– y la apropiación privada, excluyente, de sus beneficios. La polarización entre clases (la contraposición entre el 1% y el 99% denunciada por Occupy Wall Street y el 15-M, o entre el 30-40% superrico y el resto, como prefiere Saskia Sassen). El carácter vampirizador de la especulación financiera (la metáfora gótica del “vampiro” está muy presente en la obra de Marx). La tendencia de las relaciones capitalistas a globalizarse y a convertirlo todo en una mercancía, desde los bienes comunes como el agua o la tierra, hasta los afectos o la vida misma.
Obviamente, hay muchas cuestiones que Marx no pudo o no supo prever. Atisbó, por ejemplo, algunas cuestiones ambientales, pero en el fondo fue un pensador productivista que en ocasiones asumió una idea de progreso poco crítica. Esto le impidió censurar con más dureza fenómenos como el saqueo colonial de las periferias o anticiparse a otros como los límites ecológicos de la biosfera.
También fue hijo de su tiempo en las cuestiones de género. Defendió, como Fourier, que los avances de una sociedad debían medirse por la manera en que trata a la mujer y por los derechos que le reconoce. Pero no dedicó al tema la centralidad que merecía, aunque su hija Eleonor sí sería una gran activista y teórica del socialismo feminista.
Visto desde nuestra realidad, sería interesante saber que diría Marx sobre el papel de las ciudades en el actual mundo globalizado y sobre el municipalismo como potencial herramienta de cambio. Tampoco aquí es posible encontrar una reflexión sistemática. Pero eso no quiere decir que no haya en su obra análisis sugerentes sobre la cuestión urbana.
En parte, sus preocupaciones sobre las ciudades le venían de su amigo y compañero Friedrich Engels, quien escribió ensayos excelentes sobre las deplorables condiciones de vida de las clases populares en grandes urbes como Manchester o sobre sus dificultades para acceder a una vivienda digna. Pero Marx también pensó sobre la democracia urbana a partir de algunas experiencias que lo marcaron sensiblemente, como las que tuvieron lugar en algunas ciudades suizas y norteamericanas de su época, o en la propia Comuna de París, hacia 1871.
La Comuna, de hecho, fue una experiencia “municipalista” que lo impresionó mucho. Y aunque fue consciente de sus errores y limitaciones, también vio en ella concreciones importantes de su ideal de democracia política y social: la temporalidad y revocabilidad de los cargos institucionales, la generalización de cooperativas de producción y consumo, la condonación de deudas por impago de alquileres, la gratuidad de la educación pública, la extensión de la ciudadanía a los extranjeros y el rechazo del chauvinismo, la participación directa de la gente de los barrios en los asuntos públicos.
Ciertamente, Marx consideraba que este tipo de experiencias no podía subsistir mientras los viejos aparatos estatales, con sus inercias autoritarias, burocráticas y nacionalistas, no fueran destruidos y reemplazados por otro tipo de institucionalidad republicana. Pero le permitieron vislumbrar algunas alternativas concretas que servirían incluso para cuestionar los frágiles regímenes representativos de nuestro tiempo.
En realidad, el proyecto de cambio social que Marx defendió continúa vivo y bien podría inspirar, enriquecido y actualizado, soluciones nuevas a nuevos problemas. Es verdad que a lo largo del siglo XX se cometieron auténticas barbaridades en nombre del “marxismo”. Sin embargo, también es innegable que el capitalismo desembozado del siglo XXI está llevando a la humanidad de desastre en desastre y que urge construir alternativas civilizatorias que nos libren de ese destino. Posiblemente hoy no es tan fácil dar un nombre único a estas alternativas. Pero todas tendrían que ver, de un modo u otro, con la democratización de la democracia. Con su extensión a la esfera política y, de manera muy señalada, a la esfera económica (incluida la del trabajo doméstico).
Las experiencias más estimulantes de democracia radical, de innovación social y económica, de lucha contra el cambio climático, se están produciendo hoy en las ciudades. Y los intentos más creativos de escalarlas, son las alianzas, las redes, entre ciudades y pueblos, pequeños y grandes, en defensa de las libertades básicas, de los bienes comunes, y de la creación de nuevas instituciones republicanas. “Ciudades rebeldes del mundo, uníos!” sería una consigna del siglo XXI que el genio de Tréveris bien podría haber hecho suya.
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