Democracia de audiencia
Publicada 21/05/2018
Infolibre
A mediados de los noventa el politólogo Bernard Manin
desarrolló la idea de democracia de audiencia como la tercera gran
transformación del gobierno representativo, tras la democracia de
partidos. La democracia de audiencia se caracteriza, según Manin, por el protagonismo personal de los líderes políticos,
con los que establecemos una relación a través de los medios de
comunicación. Cuando vemos a Irene Montero vemos a Irene Montero y no a
Podemos, cuando vemos a Cristina Narbona vemos a Cristina Narbona y no
al PSOE, si miramos a Inés Arrimadas la vemos a ella y no a Ciudadanos, y
si por la pantalla aparece Soraya Sáenz de Santamaría vemos a Soraya
Sáenz de Santamaría y no al Partido Popular.
Digamos que es la forma como se ha denominado a ese momento de la democracia presidido por la personalización de la política, con una ciudadanía que mira una pantalla-escenario donde los partidos políticos actúan como máquinas de propaganda para ganar elecciones, con la consabida dependencia de los medios de comunicación, auténticos mediadores de la relación entre representantes y representados. Esto podría ser así en los años 90. Hoy, la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación ha modificado algunas de estas características, pero otras perviven. Dos destacan de forma especial: la dinámica de progresiva autonomización de los líderes, que les lleva a perder la capacidad para leer e interpretar el estado de ánimo y de opinión de sus electores, y la dificultad de preguntarse qué hay detrás de los hechos o actuaciones de una persona cuando los focos se dirigen exclusivamente a su rostro.
En el caso Cifuentes se dan estos elementos. ¿Cómo fue posible que, una vez desvelado el escándalo, la entonces presidenta de la Comunidad de Madrid, conocedora de su vulnerabilidad, no calibrara el alcance que podría tener el asunto y se empeñara en negarlo con una evidente actitud de provocación? Posiblemente pensó que frente a la Gürtel, la Púnica y el resto de escándalos de corrupción, su máster era un asunto menor que no daría para tanto. Se equivocaba.
Por otro lado, no deja de ser curioso que todos los focos apuntaran hacia su persona y apenas unos pocos reparasen en la estructura –supuestamente– montada entre el Instituto de Derecho Público de la URJC y el Partido Popular, gracias a la cual dicho Instituto tenía entre sus alumnos a personas "de prestigio" que a cambio de su nombre y poco más obtenían un postgrado. De la misma forma, apenas nada hemos sabido de quién o quiénes fueron los que guardaron a buen recaudo esa dichosa cinta de vídeo y que amagaron con seguir desvelando otros secretos. Todo apunta a que Cifuentes, además de tener una enfermedad, se aprovechó de redes corruptas que la convirtieron en cómplice y en cierto modo, incluso en su víctima, pero ¿sabemos algo de lo que hay detrás de este caso, de esas estructuras de dentro y fuera del Partido Popular?
Cambiando de tercio (que nadie me diga que lo estoy comparando), se puede aplicar similar análisis al famoso chalet de Galapagar de la icónica pareja de Podemos. Obviamente es una decisión personal sólo imputable a ellos, aunque me temo que sus consecuencias salpicarán a todo el partido y a eso que se ha llamado nueva política, máxime tras el anuncio de un plebiscito en torno a sus personas que parece buscar un juramento de fidelidad inquebrantable. La gran mayoría de los que han mostrado su opinión públicamente desde posturas sensatas argumentan que el problema no es el chalet sino la incoherencia que supone respecto al discurso con el que Podemos nació y creció. Efectivamente, es difícil justificar ahora que te vas a vivir a las afueras de la ciudad, a un sitio exclusivo, cerrado y junto a un colegio especial, cuando tu relato se ha articulado en torno a la imagen de los chicos de Vallecas en vaqueros y bicicleta. Sin embargo, lo más incomprensible de todo es que ni los dos líderes de Podemos ni nadie de su entorno pudieran prever la reacción que se iba a generar ante lo que supone una brutal ruptura del imaginario que ellos mismos crearon, de esa imagen construida con la que sus seguidores se han identificado. Sencillamente, han roto el hilo con el que habían creado el vínculo con sus representados. El partido que mejor leyó el espíritu y el clima del 15M parece haber perdido todo su olfato.
Sin embargo, nos quedaríamos muy cortos si focalizáramos el análisis en la feliz pareja y no nos interrogáramos sobre por qué el discurso de Podemos no se construyó sobre mimbres más sólidos, mejor tejidos, para ser capaz de dar respuestas a la realidad de hoy con soluciones creativas e innovadoras y no con clichés trasnochados. En definitiva, qué estructuras han permitido que los propios líderes del proyecto hayan podido lanzar un proyectil de semejante potencia a la línea de flotación del imaginario y el relato podemista.
Y cambiando de tercio nuevamente (que nadie me diga tampoco ahora que lo comparo) podemos pasar por el mismo filtro al evaporado liderazgo de Pedro Sánchez en el PSOE. Quien ganó las primarias en un momento épico parece haber disuelto su carisma en apenas unos meses. Militantes socialistas dicen haber perdido la ilusión que crearon las primarias y vuelven a ver lejanía en sus dirigentes. Hay quien dice que Sánchez es como Vietnam, que ganó la guerra pero perdió la paz. Es decir, que ganó las primarias pero no se ha hecho con el partido. ¿Cómo es posible que en Ferraz no estén trabajando en el fortalecimiento de un liderazgo capaz de entender lo que militantes, simpatizantes y potenciales votantes le están reclamando al proyecto socialdemócrata? El seguidismo al Gobierno en el asunto catalán sin plantear una vía propia, las desavenencias internas, la mirada hacia Podemos de unos líderes y hacia Ciudadanos de otros... Nuevamente, las estructuras.
En estos tres ejemplos –que, insisto, nada tienen que ver entre sí–, se puede comprobar cómo, insertos como estamos en una personalización de la política o en una versión evolucionada de eso que Manin llamaba democracia de audiencia, los líderes tienden a perder la capacidad de leer, entender e interpretar la realidad, y el resto nos olvidamos a menudo que cuando focalizamos en personas concretas perdemos de vista esas estructuras que están en la base de lo que tanto nos escandaliza.
Digamos que es la forma como se ha denominado a ese momento de la democracia presidido por la personalización de la política, con una ciudadanía que mira una pantalla-escenario donde los partidos políticos actúan como máquinas de propaganda para ganar elecciones, con la consabida dependencia de los medios de comunicación, auténticos mediadores de la relación entre representantes y representados. Esto podría ser así en los años 90. Hoy, la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación ha modificado algunas de estas características, pero otras perviven. Dos destacan de forma especial: la dinámica de progresiva autonomización de los líderes, que les lleva a perder la capacidad para leer e interpretar el estado de ánimo y de opinión de sus electores, y la dificultad de preguntarse qué hay detrás de los hechos o actuaciones de una persona cuando los focos se dirigen exclusivamente a su rostro.
En el caso Cifuentes se dan estos elementos. ¿Cómo fue posible que, una vez desvelado el escándalo, la entonces presidenta de la Comunidad de Madrid, conocedora de su vulnerabilidad, no calibrara el alcance que podría tener el asunto y se empeñara en negarlo con una evidente actitud de provocación? Posiblemente pensó que frente a la Gürtel, la Púnica y el resto de escándalos de corrupción, su máster era un asunto menor que no daría para tanto. Se equivocaba.
Por otro lado, no deja de ser curioso que todos los focos apuntaran hacia su persona y apenas unos pocos reparasen en la estructura –supuestamente– montada entre el Instituto de Derecho Público de la URJC y el Partido Popular, gracias a la cual dicho Instituto tenía entre sus alumnos a personas "de prestigio" que a cambio de su nombre y poco más obtenían un postgrado. De la misma forma, apenas nada hemos sabido de quién o quiénes fueron los que guardaron a buen recaudo esa dichosa cinta de vídeo y que amagaron con seguir desvelando otros secretos. Todo apunta a que Cifuentes, además de tener una enfermedad, se aprovechó de redes corruptas que la convirtieron en cómplice y en cierto modo, incluso en su víctima, pero ¿sabemos algo de lo que hay detrás de este caso, de esas estructuras de dentro y fuera del Partido Popular?
Cambiando de tercio (que nadie me diga que lo estoy comparando), se puede aplicar similar análisis al famoso chalet de Galapagar de la icónica pareja de Podemos. Obviamente es una decisión personal sólo imputable a ellos, aunque me temo que sus consecuencias salpicarán a todo el partido y a eso que se ha llamado nueva política, máxime tras el anuncio de un plebiscito en torno a sus personas que parece buscar un juramento de fidelidad inquebrantable. La gran mayoría de los que han mostrado su opinión públicamente desde posturas sensatas argumentan que el problema no es el chalet sino la incoherencia que supone respecto al discurso con el que Podemos nació y creció. Efectivamente, es difícil justificar ahora que te vas a vivir a las afueras de la ciudad, a un sitio exclusivo, cerrado y junto a un colegio especial, cuando tu relato se ha articulado en torno a la imagen de los chicos de Vallecas en vaqueros y bicicleta. Sin embargo, lo más incomprensible de todo es que ni los dos líderes de Podemos ni nadie de su entorno pudieran prever la reacción que se iba a generar ante lo que supone una brutal ruptura del imaginario que ellos mismos crearon, de esa imagen construida con la que sus seguidores se han identificado. Sencillamente, han roto el hilo con el que habían creado el vínculo con sus representados. El partido que mejor leyó el espíritu y el clima del 15M parece haber perdido todo su olfato.
Sin embargo, nos quedaríamos muy cortos si focalizáramos el análisis en la feliz pareja y no nos interrogáramos sobre por qué el discurso de Podemos no se construyó sobre mimbres más sólidos, mejor tejidos, para ser capaz de dar respuestas a la realidad de hoy con soluciones creativas e innovadoras y no con clichés trasnochados. En definitiva, qué estructuras han permitido que los propios líderes del proyecto hayan podido lanzar un proyectil de semejante potencia a la línea de flotación del imaginario y el relato podemista.
Y cambiando de tercio nuevamente (que nadie me diga tampoco ahora que lo comparo) podemos pasar por el mismo filtro al evaporado liderazgo de Pedro Sánchez en el PSOE. Quien ganó las primarias en un momento épico parece haber disuelto su carisma en apenas unos meses. Militantes socialistas dicen haber perdido la ilusión que crearon las primarias y vuelven a ver lejanía en sus dirigentes. Hay quien dice que Sánchez es como Vietnam, que ganó la guerra pero perdió la paz. Es decir, que ganó las primarias pero no se ha hecho con el partido. ¿Cómo es posible que en Ferraz no estén trabajando en el fortalecimiento de un liderazgo capaz de entender lo que militantes, simpatizantes y potenciales votantes le están reclamando al proyecto socialdemócrata? El seguidismo al Gobierno en el asunto catalán sin plantear una vía propia, las desavenencias internas, la mirada hacia Podemos de unos líderes y hacia Ciudadanos de otros... Nuevamente, las estructuras.
En estos tres ejemplos –que, insisto, nada tienen que ver entre sí–, se puede comprobar cómo, insertos como estamos en una personalización de la política o en una versión evolucionada de eso que Manin llamaba democracia de audiencia, los líderes tienden a perder la capacidad de leer, entender e interpretar la realidad, y el resto nos olvidamos a menudo que cuando focalizamos en personas concretas perdemos de vista esas estructuras que están en la base de lo que tanto nos escandaliza.
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