La ciencia española
por Luis Gracía Montero
No empieza el nuevo curso universitario con buen ánimo.
Los profesores no sabemos si nuestro trabajo va a dar fruto, si los
alumnos que asisten a clase tendrán una oportunidad para cumplir su
vocación. El panorama está marcado por una precariedad hiriente. Se
reducen las becas, se despueblan los departamentos de profesores, de
cada 10 jubilaciones se conserva una plaza y las inversiones bajan hasta
el punto de que mantener la suscripción de las revistas supone una
hazaña. Si alguna vez levantamos cabeza, el hueco de estos años en las
bibliotecas va a ser tan grande como la quiebra de los equilibrios
sociales.
Y lo peor de todo es la falta tajante de reacción de la comunidad
universitaria, empezando por sus autoridades. El panorama debiera
provocar una movilización seria, que paralizase la Universidad en señal
de protesta. Recuerdo las huelgas de los últimos años de la dictadura, y
las recuerdo con razón, porque este Gobierno está acelerando la
liquidación de los modestos logros conseguido en tres décadas de
democracia.
Da la impresión de que en el proyecto nacional que despliega de forma
acelerada el PP, la educación pública y la investigación no sólo
importan poco, sino que además son una carga molesta. La realidad es que
estamos viviendo un nuevo capítulo de las famosas polémicas sobre la
ciencia española. La actitud de los gobernantes, con sus recortes
abusivos y con la desarticulación del sistema científico e investigador
nacional, se parece mucho al pensamiento tradicionalista que a lo largo
del siglo XVII decidió sacrificar el progreso de España en nombre de los
prejuicios ideológicos y de la conservación de unas minorías
privilegiadas, de unas élites incompatibles con el desarrollo moderno
del país. La consecuencia fue la desaparición española del panorama
científico y técnico de la época.
Masson de Morvilliers publicó a finales del siglo XVIII su famoso
artículo sobre España en la Enciclopedia Metódica. ¿Qué debía la ciencia
europea a España? Nada, constató, porque nada podía esperarse de un
país que necesitaba permiso de los sacerdotes para pensar. El Conde de
Floridablanca le encargó a Juan Pablo Forner la defensa de la Monarquía y
la ciencia española, pero su Oración apologética fue poco
convincente. Tampoco tuvo mucha suerte Menéndez Pelayo cuando quiso, ya
en la Restauración, exaltar las aportaciones científicas nacionales
frente a las críticas de Echegaray y Azcárate. Él mismo acabó por
reconocer que era muy pobre el aporte español.
Cada vez que se ha intentado consolidar un proyecto de Estado moderno
en España, su símbolo fue la ampliación de estudios y el apoyo a la
ciencia. Por eso resulta tan grave el desprecio actual del Gobierno a la
investigación. Ahora no existe la Inquisición (por el momento…), pero
sí padecemos apologistas. Los medios de comunicación al servicio del
sistema han asumido la tarea de desinformar y ocultar la gravedad de los
retrocesos sufridos. Si la renuncia a la educación pública supone un
ataque definitivo a los equilibrios democráticos, la renuncia a la
ciencia completa el proyecto de un país sin energía propia, sometido a
los nuevos colonialismos que están discutiéndose en el tablero
internacional. La oligarquía española vuelve a vender a su nación y a
sus compatriotas a cambio de conservar los privilegios.
El neofeudalismo del PP diseña un futuro para España volcado en los
servicios turísticos. Más que científicos, se busca entre la población
camareros y señoras de la limpieza. El trabajo dignifica siempre y todo
trabajador merece respeto. Pero no estamos hablando de eso, sino de un
Gobierno que piensa en el país como simple lugar de servicios para
turistas extranjeros y como un coto privado de caza para sus propias
especulaciones y para las escopetas de sus amigos internacionales. Los
dividendos ya no dependen de la producción, sino del deterioro
sistemático de la vida de la gente.
Que el prestigio de España esté por los suelos, sea en foros
políticos o deportivos, es grave, pero importa menos que el futuro
precario que se ha configurado para nuestros hijos. Además de quejarnos,
la situación exige un examen de conciencia. Masson de Movilliers fijaba
las causas del naufragio español no sólo el la Inquisición, sino en el
orgullo perezoso de la población y en la nobleza que consideraba la
cultura y la instrucción como una afrenta a su jerarquía. ¿Qué hay de
todo esto en la España actual? ¿Por qué no somos capaces de dar una
respuesta cívica masiva ante el nuevo desmantelamiento del país? ¿Por
qué seguimos respetando a los políticos que nos han vendido? La pereza,
el orgullo y la superstición han encontrado en el siglo XXI el disfraz
de la indiferencia democrática. Pocos rectores, catedráticos y titulares
están dando la cara. Y al que levanta la cabeza, intentan cortársela.
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