El punto de colisión es el derecho a decidir
EL PAÍS
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Se supone que una democracia verdadera y seria no debería temer las consultas que piden los ciudadanos. Sería antidemocrática una rebelión, una reivindicación violenta de derechos, una ruptura traumática de la convivencia social pero querer una consulta pacífica y totalmente legítima es un derecho inalienable de cualquier comunidad autónoma. Si se llama autónoma y no dependiente, sera por algo ¿ o no?
¿Qué teme el Estado? ¿Por qué teme? ¿Por qué sólo ve una testarudez independentista donde desde el principio de la transición siempre ha habido el seny y la voluntad suficientes para entenderse y estar juntos en el mismo barco? En Cataluña nunca ha prosperado el terrorismo como en Euskadi, por ejemplo. Siempre ha expresado su disgusto con serenidad tratando de ser lo menos dañina posible para el resto de ciudadanos no catalanes.
¿Qué sucede en España para que una gran región peninsular esté pensando en poner fronteras institucionales con el resto del Estado? ¿Y qué le pasa al Estado,en manos de quién anda que no parece tener más recursos que el garrotazo y tente tieso de las amenazas.
Seguramente es por la misma causa que ve enemigos en las plataformas y coordinadoras que reivindican la justicia, los derechos, la transparencia y la eliminación de la corrupción generalizada.
El problema es que una mayoría in crescendo de españoles ya ha evolucionado y ve más que el Estado, más claro y más lejos. Y es un fallo garrafal tratar de que en siglo XXI sigan siendo válidos los métodos políticos, económicos, jurídicos e institucionales de los siglos XIX y primera mitad del XX. Sólo hay que observar el progreso material. ¿Quién friega el suelo de rodillas ahora, exceptuando el Opus Dei? ¿Quién va a trabajar atravesando la ciudad montado en un burro o en una mula o en una tartana? ¿Quién teje con rueca los vestidos que se pone? ¿Quién cocina en una gran ciudad con una hoguera de leña en medio de la calle, salvo los marginados de las chabolas porque se ahogarían dentro de ellas con el humo? Esta simple realidad la podría reflexionar el Gobierno y el Tribunal Constitucional.
En pura lógica y análisis psicoemocional: una consulta aceptada tiene muchas más posibilidades de no dar como resultado una ruptura, que una imposición prohibitiva de esa consulta, que daría como resultado seguro la secesión de Cataluña y la necesidad de reconstruir el Estado con otros parámetros. Algo que es más dramático en la teoría y sus mitos, que en la práctica real.
Por otra parte la actitud de los catalanes es una reacción natural. Lo que se prohibe sin escuchar razones, sólo por miedo o por rabia, da como resultado lo contrario de lo que se pretendía lograr prohibiendo. La represión es la espoleta de la revolución. El diálogo y la escucha activa, honesta y constructiva, buscando el bien común, es el único camino que posibilita la evolución. Y ésta la única vía acertada para entenderse y crecer juntos. Cooperando y no compitiendo con rabia entre sí y unos contra otros, con el resultado inútil y perjudicial para todos de un desgaste y una pérdida de energías y recursos que debería emplearse en crear, mantener y promover un estado decente y justo para todos. Que da igual como se tenga distribuido el territorio y las competencias o en calidad de qué se denominen las tierras, si los recursos y las leyes funcionan con justicia, respeto, libertad asociativa política y democrática. Es mucho más simple de lo que están liando. Pero si no la lían con Cataluña o Gibraltar, ¿en qué gastarían el tiempo que les sobra después de esconder a Rajoy bajo la mesa camilla, de aplaudir a Gallardón desde los escaños, de echar incienso a la banca y a los leones a los desahuciados y de relajarse a base de café con leche botellero?
Lo que está clarísimo es que el problema de España no es la posible y legítima independencia de Cataluña si los catalanes lo decidiesen por mayoría absoluta o casi. Sino la configuración decrépita de un estado español insuficiente, anacrónico, debilitado y corrupto hasta las trancas. Con unas tragaderas de tal inmoralidad pública que ya ni la más refinada hipocresía logra contener ni camuflar de estado de derecho. Es una cloaca. Y menos los autores y promotores de la cloaquez, todos lo sufrimos y lo sufriremos más pronto que tarde. Y eso no tiene arreglo si no se ve, aunque Cataluña no diga ni pío.
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