Los valores de la cultura
por Luis García Montero
Cuando hablamos de la crisis de la cultura, resulta
lógico pensar en las dificultades económicas que viven el cine y el
teatro, en la caída del mundo editorial, en los problemas que encuentran
los músicos para ganarse el pan con su trabajo o en el cierre de las
galerías de arte. Está bien, son síntomas claros de una situación
crítica. Pero conviene pensar también, si queremos entender la
complejidad del asunto que discutimos, en los grupos de gente que se
acumulan delante de una comisaría o unos juzgados para insultar a un
presunto delincuente, exigir un linchamiento público y participar en el
guión zafio de un espectáculo organizado como alimento melodramático y
comunicativo de las audiencias.
Las agresiones a la cultura en nuestra sociedad no sólo tienen que
ver con el desprecio a las artes y las letras tradicionales en su
sentido más académico. Hay también una clara agresión a la cultura
popular, a ese ámbito de relación con los sueños y las melancolías de la
vida cotidiana que marca la existencia de las personas. La elegancia y
la imaginación del folklore han demostrado en numerosas ocasiones que no
se puede trazar una frontera entre el llamado arte culto y las
distintas expresiones populares. El cantaor Enrique Morente, por
ejemplo, era emocionante cuando daba voz a San Juan de la Cruz y cuando
repetía una copla campesina. Se trataba de elaboraciones distintas de
una misma capacidad humana de sensibilidad y conocimiento.
Es esa capacidad la que hoy resulta agredida por unos mecanismos de
comunicación que sacan lo peor del ser humano y nos invitan a pensar y
sentir a través de los instintos más bajos. Somos convocados de manera
constante a consumir productos degradados, de rebaja intelectual y
ética, que se acomodan con facilidad en el paradigma de la telebasura. A
los gobernantes les resulta fácil manipular y controlar de forma
demagógica a poblaciones que carecen de la educación y el conocimiento
necesarios para distanciarse de las situaciones coyunturales. Aprender a
ponerse en el lugar del otro, distanciarse de los impulsos del egoísmo
particular, comprender el dolor ajeno y las alegrías compartidas, son
valores que dan sentido a la formación sentimental proporcionada por el
arte. Por eso nuestros gobernantes de hoy prefieren extender el
analfabetismo ético.
La cultura estética tiene una dimensión ética porque nos enseña que
las personas no son mercancías, objetos sin interior que están delante
de nosotros para que nos aprovechemos y abusemos sin escrúpulos en la
lógica del usar y tirar. La libertad individual sólo alcanza un sentido
justo de convivencia si sabemos equilibrarla con el respeto al bien
común y a los espacios públicos. Rebajar la cultura, la capacidad del
ser humano para cultivarse a sí mismo, supone borrar la experiencia
histórica que nos invita a la solidaridad y a la comprensión de lo
ajeno.
Estamos construyendo un mundo de seres vociferantes y sumisos al
mismo tiempo. La comunión en los instintos bajos conforma una
mansedumbre furiosa. La multitud se indigna, se deja dominar por la
cólera, desprecia, calumnia, desacredita, pero no dirige su rabia contra
los responsables últimos del poder. Los matices son casi imposibles. De
la crítica a los malos políticos, del rechazo a los partidos que
traicionan a sus votantes para someterse a los dictados de las
oligarquías financieras, se pasa a la negación general de la política,
es decir, se cancela el crédito al único espacio articulado que
permitiría una alternativa real contra los poderes establecidos.
La mansedumbre furiosa de los instintos bajos es una estrategia que
le permite al poder desviar la protesta de las poblaciones. Y no resulta
muy difícil hacer que el odio caiga contra los que deberían ser sus
aliados. Los vociferantes no exigen la mejora de la representación
política, el trabajo sindical o la conciencia crítica de los
intelectuales. Más bien pretenden su cancelación.
En estos procesos calculados de cancelación coinciden el maltrato
actual a las expresiones artísticas y la degradación de la cutura
popular. Borrar las experiencias de solidadidad, conocimiento y
conciencia crítica es la tarea prioritaria de los que quieren tener las
manos libres para organizar un mundo más injusto y más despiadado.
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