miércoles, 16 de octubre de 2013

La visita

La noticia me sorprendió volando entre París y Barcelona. Los titulares lo cantaban. El Nobel de Literatura se había concedido aquel año a una autora desconocida, de vocación eremítica, que escribía por afición y no tenía libros en el mercado. Vivía escondida en los alrededores del lago de Titicaca, según contaban las noticias de agencia que repetían lo mismo en todos los periódicos. Ni un sólo detalle que reflejase si alguien había visto o leído a aquella escritora alguna vez en carne mortal. Sólo unas fotografías añejas pasadas de fotoshop. Al parecer vivía en las perdidas extensiones de América del Sur. Se llamaba Paulina Valbuena y era una mestiza intelectual especializada en novela negra de connotaciones étnicas. 

Cuando llegué a Barcelona me fui directamente a la librería especializada en producción contemporánea, de mis amigos Angel y Vicent, una pareja gay chiflada por el embrujo de la Literatura con los que compartía una gran amistad y la misma pasión por la escritura. Mi asombro se unió al suyo, pues la noticia de la concesión de aquel Nobel les había dejado tan pasmados como a mí. Ellos tampoco habían oído jamás aquel nombre y mucho menos habían visto nunca un libro suyo por más que lo habían buscado al enterarse del evento. Fue entonces cuando me propuse el empeño de localizarla y de hacerle la primera entrevista en profundidad y en directo. Lo propuse a la dirección del periódico para el que trabajaba en aquel entonces y les pareció una buena idea. Me desplazaría hasta el altiplano andino, a 3800 mts sobre el nivel del mar, entre Perú y Bolivia. Una isla sin nombre, en medio del gigantesco lago, era el lugar donde la señora Valbuena tenía su residencia. 

Tras un viaje de tres días con varios enlaces y transbordos, aterrizamos en una pista embarrada cerca de Puerto Acosta, en la zona boliviana del lago. Cuando pregunté por la dirección de la ya famosa escritora, nadie supo darme referencias; ni se habían enterado de la noticia y me remitieron al Gobernador  de la provincia, que, con un gran sentido de la hospitalidad, me invitó a quedarme en su residencia hasta que se averiguase el paradero de aquel fenómeno mediático y desconocido. "¿Paulina Valbuena? Pues no sabría decirle nada sobre ella, señora", era la respuesta asegurada durante aquellos días de pesquisas incansables. No podía creer que una autora que se lee en Suecia y se supone que en todo el mundo, no la conozcan en su patria. Aunque pensé que lo mismo pasó en España cuando se concedió el Nobel al doctor Ochoa, que llevaba más de media vida exiliado culturalmente en Estados Unidos. Nadie es profeta en su tierra me dije.

Mi pregunta sin respuesta era siempre la misma en aquellos días: Si esa mujer escribe para sí misma y vive como una eremita en estas inmensidades donde hasta la luz eléctrica es un lujo y donde para ir al núcleo habitable más próximo se tardan cuatro días en renqueantes camionetas de los años cincuenta, ¿cómo demonios se las ha arreglado para que su obra salga de aquí y haya llegado  hasta Suecia?

Tres semanas pasé en una búsqueda infructuosa. Finalmente pude llegar al lugar donde las noticias situaban la casa de la Valbuena. La única isla sin nombre del inmenso lago. Llegamos a bordo de una barca de totora, mis dos acompañantes quechuas y yo. Preparé la videocámara y comprobé  nerviosa  y por enésima vez, que todo funcionaba. Bajamos entre el titubeo de las olas suaves y el tembloroso balanceo de la barca, procurando no caer y arruinar el equipo en las aguas del lago.
La islita sin nombre era pequeña, no llegaba a los dos kilómetros de una a otra punta. La vegetación escasa, unas pocas rocas al sur y el resto, una extensión de terreno arcilloso y calcáreo salpicada de juncos y brotes de totora en las orillas. Algunas aves pasaban en vuelo rasante entre las rocas y el agua. Y ya. Aquella nada era todo. Ni una casa. Ni una choza, ni un chamizo donde protegerse del sol, que en tales alturas es  menos piadoso que en otras latitudes más llevaderas. Recorrimos aquel paisaje desolado y tras un descanso mínimo para beber un poco de jugo de mango y papaya que llevábamos en una garrafa de plástico blanco, por cortesía del Gobernador de Puerto Acosta, salimos de regreso con las manos vacías y el desconcierto más grande de mi vida profesional.

Una vez en la ciudad de nuevo, fui al catastro, a los juzgados, a la policía y hasta a una peculiar agencia de detectives, "La veras", se llamaba, en un extraño juego semiótico, fonético y prosódico que transustanciaba la "z" en "s"cambiando el sentido de adjetivo a verbo en futuro, con la irónica promesa que nunca se cumplió. Porque nunca "la vi". A la escritora, claro. De hecho, la tal Valbuena no existió jamás. Pero eso me lo confirmaron en España cuando regresé y hablé con Emilio Chacón, el director del diario. "He comprobado que esa autora no existe", "Nosotros también" -dijo el director sin dar importancia a la cosa, como si fuese lo más natural pasar tres semanas buscando una entrevista en exclusiva con la nada y gastando un dineral en el vacío. Insistí: "Pero ¿esto se va a quedar sin aclarar?" "Sí. Así está bien. Tómate unos días de descanso con el plus que te hemos ingresado en tu cuenta bancaria, te lo has ganado". "No puede ser, si Paulina Valbuena no existe habrá que decírselo a la Academia Sueca y a la prensa internacional..." "Te repito que así está bien y deja de insistir". "Emilio, por Dios, que somos periodistas honestos, ¿por qué no me explicas qué pasa?" "Pasa que es un fraude, sí. La Valbuena es un fraude. Pero detrás de esa trola monumental hay intereses muy fuertes, mucho dinero invertido en un negocio editorial, que es hasta benéfico, porque está dando dinero y trabajo a escritores mediocres que nunca llegarían a publicar nada serio porque además no tienen enchufe ni están en la agenda de ninguna editorial potente. Entiéndelo. No es un fraude, es una transacción. La gente compra ritualmente los libros que se premian, así que apañar un Nobel es un negociazo, que en vez de ir a parar a un solo bolsillo se reparte entre los trust de escribidores a sueldo. Lo entiendes ¿verdad? " "No. No lo entiendo, te juro que no. Ya me dirás, qué harán para entregar el premio a alguien que no existe" "Eso no es problema. O bien se negará a asistir a la ceremonia o bien  pagarán a cualquier mujer medianamente instruida y discreta para que asista a la entrega del premio en Estocolmo". "Pero es que no sé como pueden inventarse una escritora para premiarla, si existen miles buenísimas y totalmente reales. No lo entiendo, de verdad". "Pues deberías, si es que quieres seguir trabajando en nuestro periódico."

Me callé y acepté. En realidad, a mí qué más me daba, si la gente se cree las mentiras que le cuentan...Es muy posible que si dijésemos la verdad nos acusarían de calumniadores contra lo inevitable y nos harían la vida imposible. La mentira como sistema es el eje de este mundo infeliz y catatónico.

Hoy, cuando ya estoy jubilada y muy lejos de aquellos tiempos, me he propuesto convertir en relato corto la metáfora de la cutrez humana. No para denunciar nada ni a nadie, sino para dejar al menos un indicio, una pista, del teatro esperpéntico a cuya representación nos fuerzan a asistir si, cuando lo descubrimos, no tenemos el valor de salirnos del montaje escénico, de la compañía de actores y del público que les aplaude. O les compra los libros escritos por invisibles autores que nunca serán conocidos, a la sombra de un fantasma imaginario.

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