viernes, 11 de octubre de 2013

Amor




Se habían encontrado de milagro. Y aquel encuentro había cambiado su vida. La de ella, claro. No la de él. Que era incapaz de permitir que nada cambiase  porque necesitaba disponer de todo constantemente. La única certeza que tenía era el empuje descontrolado de sus caprichos, que iban, venían y se alternaban, de un ser a otro, de una idea a otra, de un lugar a otro, de una idea a otra, otra vez... Sin parar. Nunca. Aunque aparentemente parecía calmado, por dentro su mente hervía sin parar como una caldera donde se cocinaban pensamientos e instintos, atravesados de vez en cuando por una ráfaga de consciencia, que pronto cedía su puesto a todo lo demás, que se devoraba a sí mismo como un Cronos imparable. Así le reconoció si conocerle. Y así le amó, mientras pudo cooperar con una antigua y extraña felicidad combinada con un equilibrio precario, pero lleno de esperanza. 

Pasaron años y aquel amor seguía tan inédito, fresco y radiante como antes del primer día. Hasta que llegó el descubrimiento de lo atroz. Y para poner a salvo el tesoro, tuvo que salirse del círculo de las complicidades y las benevolentes maldades,  de los deslices previstos en la agenda de los vecinos invasores y siempre bienvenidos para romper monotonías tan insufribles como las neurosis recurrentes y los olores densos a cerrado, a polvo añejo y alcanfor en dobleces de vainicas ciegas; consideró que debía alejarse para permitirle crecer y ser feliz al único modo en que él podía concebir la felicidad, sintiéndose el amo de todo e inaccesible a la ternura de la proximidad, de la mirada del ser profundo, que no necesita nada más para volar y crear mundos nuevos. Pero los ritmos y cadencias coincidían cada vez menos. Cuando la magia desaparece la primera señal de alarma es que se evaporan las sincronicidades involuntarias. Así nos habla el lenguaje sutil del universo y hay que aprender a escucharle.

Una decisión salomónica, cuando el corazón y la líbido del otro es la Quinta Avenida, tan generosa, amplia, frecuentada y abarrotada, que, cada vez con más frecuencia, no se le encuentra el alma ni el sentimiento, sino que se tropieza con el caparazón endurecido y disperso de tal multitud de "otros" circunstanciales de modo, compañía, causa, lugar y tiempo, que la intimidad de lo que había sido el objeto directo -ella creía entonces que desde la eternidad- se convierte en utopía irrealizable y en sueño cretinoide, donde lo compartido se esfuma en el vacío, y como un remolino constante se  traga todo sin remedio.  

Así, como en el juicio salomónico le dijo: "No te dividas, ni te repartas. No te rompas ni rompas a nadie más. Quédate con ellos y sé feliz a tu manera· Me llevo el amor y la poesía que segrega, es inevitable, porque es el fruto de la esencia que me hace existir, a ti no te hace falta, vives de otros alimentos menos sutiles. Aun necesitas el ritmo del canibalismo. Buen provecho!" 

Y se alejó para siempre. Y el amor echó raíces en ella y creció y se multiplicó y fue llenando la tierra, los seres, la naturaleza, el aire, el agua, las piedras, las arenas de mares y desiertos, las salinas del llanto que condimentaban la luz y la brisa...se posó sobre los que sufrían y aquel amor los llenaba de bien y de dulce serenidad, desde la que podían comprender y transformar lo que debía ser cambiado, sin que dependiese de ella ni de su deseo de consolar y acompañar. Era, simplemente, como respirar siendo sin aferrar nada ni a nadie. Es el paraíso recuperado, recreado, donde nada caduca y todo renace al mismo tiempo.

A veces encontraba alguna vieja fotografía, en el fondo de una caja o de un cajón, teñida por el roce del tiempo, la miraba con ternura mientras levemente la reducía a pedacitos casi invisibles, porque ya no se correspondía con las ondas de la vida que fluyen sin detenerse y en ese río dejaba las partículas de la foto que ya no representaba nada ni a nadie, se alegraba y agradecía aquel encuentro, sin el que seguramente, ella no habría podido descubrir nunca las maravillas del jardín infinito y a sus habitantes increíbles. O tal vez aquel jardín siempre la había acompañado y sólo cuando le encontró, puntulmente encontró la llave dentro de sí misma cuando los ojos de él se ilumnaron por una sola y única vez con el fulgor del cielo y descubrió el perfume y el milagro de los árboles, hierbas aromáticas sanadoras y arbustos florecidos, sin tiempo, que nunca se marchitan y aroman el mundo sin que se note de donde procede la maravilla silenciosa del amor sin límites.

Y entendió que nada muere ni se acaba, que la muerte y los finales son sólo la sombra del amor eterno , nunca su opuesto. El tiempo es el crisol donde el amor se refina, se pule y crece sin que nada lo pueda impedir. Que el amor, como el cielo o el infierno, son estados de gracia o de condena, que vibran al unísono con nuestros sentimientos, ideas, obras e inclinaciones. Asumió sin esfuerso alguno ni acto de fe necesario, que somos los arquitectos de nuestra casa eterna. Que también somos la casa y la eternidad.

Hasta el canibalismo, la adicción, la dependencia y el parasitismo son estados morbosos superables que pueden atravesarse en el camino aprendiendo la liberación, hasta que se sale del túnel y la luz se revela desde dentro en nuestra esencia. Y allí, todo es amor. El habitante silencioso de nuestra verdadera intimidad. Le llaman Dios, pero la palabra es muy pobre, muy poca cosa para él. Aunque, de momento, es la única cuchara con que podemos comer la sopa sin que se pierda el contenido por el camino.

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