Un parado más
por Luis García Montero
Quizá por eso no pudo reaccionar. El desamparo de lo que oía creció tanto que se borraron poco a poco sus labios. No sólo se había quedado sin sonrisa, también perdió sus palabras. ¿Qué decir en la parálisis? ¿Cómo hablar desde la nada? Salió del despacho. La cólera fue capaz de moverse por las venas con más brío que el miedo y la desolación. Empezó a responderle entonces al gerente, a su retórica venenosa. No habían sido suficientes los recortes del año anterior, lo lamentaba, la empresa se veía obligada a tomar decisiones ante la pérdida de beneficios. Es fácil hablar, gritar, protestar cuando nadie nos oye, se dijo. Y volvió a calmarse.
Bajó las escaleras. Entró en el cuarto de baño para echarse agua en la cara. Necesitaba la humedad, quería despertar de la pesadilla, sentir la piel. Al levantar la cabeza ante el espejo pensó que iba a saludarse a sí mismo en su nueva condición. Yo, un parado más, te saludo. ¿Pero qué pasa? Tardó tiempo en descubrir el motivo de la extrañeza. A su imagen le faltaba la oreja izquierda. Se la buscó con la mano y estaba allí, en su cuerpo, encima de la mandíbula, debajo del pelo, pegada a la mejilla. Notó en la yema de los dedos el buen afeitado y después el lóbulo grande.
Orejas de soplillo. Eso le habían dicho desde niño. ¿Qué es el viento? Las orejas de Vicente en movimiento. Su hijo Pedro tenía las mismas orejas, aunque saliese en las fotografías del móvil sin la expresión de tristeza ridícula que él encontraba en todas las fotografías de su infancia. Bueno, un efecto de la luz penumbrosa del cuarto de baño le quitaba ahora la oreja izquierda en el espejo. Buena noticia para su fisonomía. Así podré contárselo con humor a mi mujer. He perdido el trabajo, pero lo más curioso es que he perdido también la oreja izquierda. No se lo digas al niño.
Volvió a mirarse. Se dio cuenta de que ahora tampoco tenía la oreja derecha. Dio un pequeño paso a la izquierda. Nada. Dio otro paso a la derecha. Tampoco. Movió la cabeza a derecha e izquierda, pero no consiguió recuperar ninguna de las dos orejas, aunque sus manos las habían encontrado con facilidad. En su sitio, confirmó. Ya estaba bien de efectos y de bromas. Decidió darse la vuelta y olvidar el espejo, caminar por última vez hacia su mesa, recoger las cosas y soportar la despedida de los compañeros. Adiós, me han despedido, mañana no vuelvo. Estoy convencido de que lo sentís y estoy seguro de que os alegra que no hayan disparado contra vosotros. La sangre ajena mancha, pero no mata. Lo comprendo. Adiós.
Iba a girarse cuando descubrió que en el espejo también faltaba la nariz. Yo sigo respirando, murmuró. Quedaban muchas cosas: una frente, una barbilla, el pelo, una boca con sus mandíbulas y dos ojos. Cerró los párpados y al abrirlos comprobó que faltaba el ojo derecho. Volvió a cerrarlos. Los abrió lentamente y ya no estaba tampoco el ojo izquierdo. Las cejas flotaban huérfanas. Él seguía viendo, observando, pero en el espejo no quedaba más que una ceguera dolorosa. Echó de menos los ojos porque habían sido la parte más feliz de su rostro. Eso dice mi madre, unos ojos azules, claros, transparentes, como el agua del mar. También tenía que contárselo a su madre.
Calvo y casi invisible. El pelo se deshizo poco a poco. Las cejas desaparecieron. Después se desdibujaron las mandíbulas y la barbilla. Todo caía derrumbado igual que la ceniza. En el espejo no quedaban más que los labios. Ahí estaban, reteniéndolo por unos segundos en la huella de su imagen, abriéndose y cerrándose como la boca de un pez fuera del agua. Uno, dos, tres, empezó la cuenta que conducía a su desaparición por asfixia. Imitó al espejo. Abrió y cerró los labios. Cuatro, cinco…
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