martes, 15 de octubre de 2013

La leyenda del emppresario sin nombre

Había una vez un emppresario de la construcción que se había enriquecido durante muchos años con la burbuja inmobiliaria. Se hizo tan rico que ya no era capaz de saber cuánto dinero tenía repartido por bancos, cajas, inversiones y paraísos fiscales. Vivía de traficar con alquileres estratosféricos  e hipotecas ruinosas para el hipotecado e inflacionadas para él, de presidir todos los consejos de administración de las grandes emppresas y ya en la cumbre de la riqueza se animó a entrar en compras de más enjundia y compró en un saldo provocado por él mismo, el Estado de su país; hizo campañas electorales en las que prometía mejorar la vida de todos, mintiendo como un bellaco, y así consiguió los votos de los mismos a los que estaba arruinando, echando la culpa a los gobernantes anteriores a los que fue minando el terreno haciendo perrerías para que perdiesen credibilidad. Así se presentó en las urnas como el rescatador y salvador de los empobrecidos ciudadanos, cuyos dineros previamente se había embolsado él en sus innumerable negocios.

Tanto quiso abarcar en su ambición sin límites, que aplicó a la gestión del Estado el mismo sistema que utilizaba en sus empresas, sin distinguir el estamento público del privado. O sea, que hizo desaparecer el sector público de un plumazo para privatizarlo. Es decir, vendió la despensa estatal a trozos, hasta que la vació y produjo hambre, miseria y calamidades, pero él estaba feliz porque sus bolsillos se estaban llenando hasta el infinito. Lo malo es que su sistema de enriquecimiento particular no servía para el progreso ni la justicia públicas. Cuando construía edificios públicos ahorraba en materiales y los dejaba fatal, se le hundían, cuando organizaba ministerios se los adjudicaba a sus amiguetes sin tener en cuenta si conocían o no el sector. A no ser que tuviesen algún negocio en el ramo, entonces sí, les colocaba estupendamente como vendedores de sus propios productos, y exoneraba de impuestos las transacciones millonarias mientras exigía hasta el último céntimo a los ciudadanos que no eran millonarios, pero que con su gasto cotidiano habían mantenido en pie la economía, hasta entonces. Poco a poco las casas mal hechas comenzaron a resquebrajarse y a caerse, los desahucios llenaron la banca de miles de casas vacías, ruinosas e incomprables, que se fueron cuarteando, llenas de moho y de polvo, mientras los que habían pagado por ellas durante años se encontraron en la calle. No había dinero para nada, sólo para los sueldos del emppresario y sus amigos, que eran absolutamente improductivos. 

Un buen día el emppresario de dio cuenta de que no había nada que comprar salvo en los almacenes chinos, donde todo estaba fabricado en serie y apestaba a química tóxica. Todo lo demás estaba cerrado, se vendía o se traspasaba a la nada, nadie tenía un real para emprender nada. Ya no quedaban restaurantes carísimos y elegantes en los barrios más chics, que presentaban un aspecto desolador y asqueroso, lleno de contenedores que llevaban años sin vaciarse porque no quedaban basureros disponibles, los últimos se habían marchado a Ecuador porque allí trabajaban y cobraban un buen sueldo; los mejores chefs y profesionales se habían ido por el mundo a encontrar trabajo y cuando nuestro protagonista quería cenar fuera de casa, sólo disponía de puestos de kebabs y falafel y de alguna frutería pakistaní, donde los smokings y trajes largos quedaban ridiculísimos, de un quiero y no puedo absoluto. También estaba la alternativa de los restaurantes chinos, que estaban acabando con la reserva de gatos, perros y palomas de las ciudades. 
Ya no había teatros ni cines, porque no había actores ni directores, que estaban mucho mejor considerados y pagados en Méjico, Ciudad de El Cabo, Bolivood, Hong Kong o Pernambuco. Las grandes superficies fueron cerrando y quedaron como enormes hangares vacíos en medio de los descampados. Todas las persona hábiles y con dos dedos de frente se habían largado de aquel país. En su ambición insensata de venderlo todo, también fueron vendiendo casas, apartamentos, bungalows, pisos y mansiones a cada especulador extranjero y sin escrúpulos que aparecía forrado y dispuesto a montar una mafia usurera o un casino mafioso en aquel desdichado ex-país. 
Pero al gran emppresario eso le daba igual, mientras pudiese sacar más pasta, ya sin objeto, porque lo había conseguido todo y sin embargo no podía tomar un taxi en un momento de urgencia si le fallaban sus tres cochazos ya sin chófer,  ya no había ni taxis ni taxistas. Ni podía conseguir un electricista cuando lo necesitaba, ni un fontanero, ni una chacha que limpiase sus inmundicias, como había sido toda su vida. Ni barrenderos ni conductores para los carricoches aplasta cacas y expande orines remojados y restregados por el asfalto. 

Así el emppresario murió un buen día, rodeado de talonarios y visasoro, de dividendos y leyes ad personam, de teléfonos móviles y ordenadores de última hornada...Sí, murió aplastado por su precioso palacete rococó-modernista, ya sin servidumbre y rebosando bolsas de basura amontonadas. Había emprendido una prospección petrolífera en la playa de su propiedad: unos técnicos rusos le habían asegurado que bajo su jardín costero había una importante bolsa de crudo. Calcularon mal los explosivos, las distancias y zas!, nuestro héroe acabó igual que el Estado de su ex-país. Hundido y machacado por su ambición y su mediocridad cenutria.
Menos mal que para entonces ya no quedaba ni un sólo compatriota a su alrededor. Con los años fueron regresando para reconstruir un país completamente nuevo, después de haber aprendido la dolorosa lección y se dedicaron a ser solidarios, trabajadores honestos y verdaderamente libres del miedo y de la estupidez.

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