A veces el dolor es tan desgarrador como surrealista. En el caso de los muertos en el naufragio de Lampedusa tiene, además, ese rostro deforme de pesadilla increíble. El extraño y tremendo esfuerzo, como fuera de contexto, que están haciendo hasta la extenuación los buzos italianos para "salvar" a los muertos de una tumba mucho más dulce y humanitaria que la hostilidad y la indiferencia de los vivos hacia los vivos recién naufragados en la vida y en aguas territoriales que no les pertenecen. Esos cadáveres si no hubiesen muerto habrían pasado el resto de sus vidas sin atención alguna. Estorbando en todas partes. Siendo los huéspedes incómodos que avergüenzan al mundo occidental y le hacen mirar para otro lado. Los vivos paupérrimos molestan y resultan mucho más incómodos que los muertos. Estos dan pena y un tranquilizante respeto porque ya no tienen arreglo posible. Y no importa esforzarse por darles el último adiós dignamente con lágrimas y emociones impotentes, pero con regusto misericordioso.
En cambio los vivos pobres-pobres no producen esa pseudomisericordia alcanforada dulzona y resignada en el cruel alivio de lo inevitable, sino el remordimiento antipático de lo posible y no realizado, porque un vivo extraño a "lo nuestro" tiene cosas que hacer, pensar y decir, y puede que no coincidan con los hechos, pensamientos y dichos de la propia cultura.
Será por eso por lo que los xenófobos gritan descaradamente: cada uno en lo suyo, dejáos de aventuras, que ese cupo ya lo cubrimos nosotros con las migraciones de antaño camufladas elegantemente de descubrimientos, cuando resulta que fueron saqueos en toda regla. No vengáis, porque esta cultura, esta tierra es nuestra. Aquí no se os ha perdido nada y tenéis mucho más que perder que ganar, no sois poderosos saqueadores y lo único decente que podéis encontrar aquí es un trágico y digno entierro a cobro revertido, después de que os salven el cadáver con mucho esfuerzo, agotamiento y la reconfortante y confirmada evidencia del pesimismo social sin solución. Todo tan feo, como encontrarse de golpe en mitad de las aguas la cara inerte de un muerto desconocido que no te quita ojo, el cuerpo rígido que choca contigo a la altura de la cubierta o que se desliza por la borda del naufragio para salir al encuentro de tu agotamiento buceador.
El dolor como anécdota convierte en rutina lo desacostumbrado. Y el mundo occidental sigue su marcha hacia nadie sabe donde, dejándose por todas partes esqueletos cubiertos de piel arrugada por el salitre, la humedad ,el abandono y la desmemoria.
La indiferencia de los muertos hacia las maniobras de los vivos es la recompensa de los salvadores. Mejor así que encontrarlos con vida y tener que devolverlos a sus desiertos, a sus chozas de sequía, moscas y paludismo endémico. O lepra. Hambre y deshidratación. O/y masacres tribales con armas vendidas por este Occidente híbrido contra natura entre buitre y piraña que les ha trazado fronteras que no existían, que les ha llevado y vendido ordenadores-chatarra y móviles reciclados, sin que tengan electricidad ni dinero para poder pagarla. O una simple fiebre que será mortal porque no hay una triste aspirina en tresmil kilómetros a la redonda. Mejor muertos que vueltos a la desesperación con la que han convivido tan íntimamente que ha llegado a hacérseles un estado natural de ánimo. Y a Occidente la vecindad mugrienta, piojosa y miserable del patio de atrás.
Lampedusa es mucho más que Italia y que Europa. Es la puerta cerrada en banda para los esquilmados por una clase de mundo que es una inmundicia sin sentimientos, con una calculadora gigante donde debería tener un cerebro lúcido capaz de comprender que la caridad bien entendida empieza por la solidaridad y por la justicia distributiva mucho más que por las tasas contributivas para la casta financiera y mercantil, y una caja fuerte llena de miedo, euros y dólares, donde debería tener un corazón capaz de amar sin pedir la factura ni rebañar las monedas del cambio en platillo de la limosna.
Quizás leyendo el futuro entre las olas, durante su travesía fatal, los inmigrantes decidieron morir por cuenta propia antes que morirse de pena.
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