“Taksim no es la puerta del Sol de Madrid, es algo nuevo”
JUAN CARLOS SANZ (ENVIADO ESPECIAL) Estambul 26
El primer movimiento ciudadano contra Erdogan, tras una década de poder casi absoluto en Turquía, marca el inicio de su declive.
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Afortunadamente la indignación que acampó en Sol, no tiene nada que ver con el movimiento turco, aunque indignarse sea lo mismo en todas partes y en todas las épocas, no en todas partes el modo de llevarla a cabo tiene porqué ser el mismo. Y no lo es, desde luego. Tampoco los resultados.
La indignación se canaliza en modos diferentes a tenor del nivel de conciencia que expresa la mayoría de los indignados. La indignación turca no es nada nuevo, sino más de lo de siempre. En España ya lo ha hecho la juventud etarra con su Kale Borroka. Y en Europa ya lo hizo el Mayo del 68. París se convirtió en Beirut y la pólvora incendiada de su explosión recorrió el mundo; todos pensaban, como los inocentes turcos de hoy, que aquello era nuevo, nada parecido a lo anterior. De Gaulle dimitó, no tanto porque lo vencieron las propuestas de los jóvenes airados, como porque era ya un Matusalén incapaz de asumir los cambios del tiempo que clamaban implacables, con el terrorismo y la guerra de Argelia y una Francia dividida políticamente e ingobernable ya para la vieja gloria de la resistencia. La juventud del mundo en pie iba a cambiarlo todo.
Se equivocaban ayer los jóvenes alucinados por el LSD y las libertades de pensamiento que producen alucinaciones y escapes de la realidad hacia un wonderland imposible, como el sueño de la razón produce monstruos, como se equivocan hoy los jóvenes de Estambul. Los gritos pueden confundir, pero los resultados no engañan. Los cambios no llegan mientras la conciencia no se despierte y cambie por completo. El único éxito conseguido por métodos noviolentos ha sido la experiencia de Gandhi. Y después la de Nelson Madela. O sea, la experiencia de un sabio que aprendió a cambiarse a sí mismo antes de intentar cambiar el mundo. Y la experiencia de un hombre humilde, inteligentísimo, coherente y noviolento, como el lider sudafricano, que prefirió 26 años de cárcel antes que montar una carnicería. Un hombre que cuando salió de prisión tras triunfar el movimiento de conciencia antiapertheid, se quedó horrorizado por los métodos tiránicos de su mujer, Winnie, que había maltratado, torturado y asesinado a muchos habitantes de Soweto, a los que acusaba de traidores, ejerciendo una tiranía aún peor que los afrikaners blancos. Y se divorció. La Sudáfrica libre no podía comenzar su andadura con una primera dama semejante.
No todo es indignación ni rabia. Aunque sean las lícitas expresiones ante la injusticia. La indignación sin conciencia es inútil y peligrosa, sobre todo, para el propio indignado. La indignación que no es fecundada por la conciencia es estéril y una pérdida inútil de energía. Siempre acaba abortando. Con el resultado inmediato del desaliento. Se queda en mero colocón de adrenalina. Y la adrenalina en dosis excesivas es un veneno corrosivo para el sistema nervioso y los neurotransmisores. Como lo es, por extensión, para los verdaderos cambios sociales.
El sesentayochismo cayó por su propio peso y ha dejado como residuo tóxico un mundo mucho más egoísta, cínico, consumista, irresponsable, trepa y autodestructivo que el que encontró tras las guerras mundiales visibles; un mundo del que se avergonzaba y renegaba. Como los kaleborrokos renegaban de la blandura del PNV destrozando su propio país y ahora ha llegado el fin de ETA y la paz social, y ellos se benefician del contraresultado de su rabia destructiva. Inútil y cruel.
Las revoluciones violentas no son ninguna novedad en ningún sitio, por desgracia y por hábito. Cuando mueren personas por defender violentamente unas ideas, esas ideas se devalúan por sí mismas, para los dos bandos. El reprimido y el represor.
Toda revolución que no se convierte en evolución consciente, acaba igual. Intenta cambiar de traje pero el maniquí es el mismo. Por eso tiene mucha razón el indignado turco que afirma que Taksim no es la Puerta del Sol de Madrid. Por supuesto que no lo es. Lo de Madrid era nuevo y lo sigue siendo. Lo de Taksim es lo de siempre. La única diferencia aparente es que los protagonistas de la revolución turca de hoy seguramente no han leído ni reflexionado la historia del mundo en el que viven. Para todo neorevolucionario que nunca se ha rebelado y siempre ha obedecido, la revolución es una novedad inédita. Como para un enamorado, la experiencia del enamoramiento es siempre única, aunque la persona no sea siempre la misma. Por desgracia los resultados, se repiten con exactitud matemática. La revolución es como el flechazo de Cupido. Incendia tanto, que consume y convierte el entusiasmo en cenizas con la misma intensidad. Porque el enamoramiento para poder durar necesita la raíz del amor mutuo e incondicional, como la revolución para llegar a ser evolución, necesita la conciencia. No hay enamoramiento que dure sin amor ni revolución que pueda permanecer viva sin evolucionar conscientemente. Sin violencia. Construyendo en vez de quemando contenedores o neumáticos.
En Taksim prima la rabia del presente. En la Puerta del Sol, la solidaridad que trabaja palmo a palmo sin violentar a nadie, que es hija del amor y la justicia. Y madre del único futuro posible.
Otras indignaciones, como el 15M, evolucionan así:
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