La izquierda inteligente
por Juan Carlos Escudier
Hay que reconocer que definir los de 2014 como los
Presupuestos de la recuperación es una idea brillante que no se le ha
podido ocurrir sólo a Cristóbal Montoro, que bastante tiene el hombre
con entender su propia oratoria jeroglífica. El concepto tiene algo de
portentoso, y eso es lo único que explicaría la resignación con la que
las cuentas públicas han sido recibidas por todos sus damnificados, que
son legión y media.
Pierden los jubilados, los funcionarios, los trabajadores en general,
los parados, los dependientes, los usuarios de la Sanidad y de la
Justicia, los estudiantes, los investigadores y los actores, a los que
se sigue sin perdonar su querencia por la ceja en detrimento del bigote.
Tal es el destrozo, que varias comunidades del PP han puesto pie en
pared y hasta en el techo de escayola.
La unión de presupuestos y recuperación constituye, por tanto, un
oxímoron de campeonato. No hay un solo objetivo de país en las cuentas,
más allá del cumplimiento del déficit y el pago de la deuda, ninguna
apuesta de futuro, ninguna acción pensada para salir de la crisis. Todo
se confía a los demás. Si la cosas van bien en Alemania o en Brasil
exportaremos más; si los egipcios siguen pegando tiros, habrá más
turismo. La lechera hacía mejores cuentas que el ministro de Hacienda.
La propia previsión de paro, anclada en el 26%, sería para desatar un
seísmo social, pero está visto que este año tampoco nadie hará la
revolución. Pese a la colosal estafa perpetrada contra los pensionistas
actuales y los futuros, los sindicatos andan desaparecidos en combate, a
excepción de la UGT, muy entretenida en explicar sus pecados en
Andalucía y hacer penitencia. Los estudiantes, que debieran estar
montando la marimorena por la subida de tasas y por su reducción a
simple carne de emigración, deben estarse reservando para una huelga, la
del 24 de octubre, que ni siquiera se han atrevido a convocar en
solitario.
Da que pensar que las mayores concentraciones en la calle se hayan
producido en las Diadas, donde lo que se defendía no eran los derechos
individuales sino los de un territorio que, en abstracto, ni pasa hambre
ni está obligado a jubilarse más tarde. Así que, salvo las mareas
multicolores que han mantenido viva la reivindicación y la protesta,
todo lo demás ha sido en los últimos tiempos poco menos que anecdótico.
El sistema acepta divinamente que un puñado de abuelos pegue tres
voces en una sucursal del Popular o que haya más antidisturbios que
manifestantes en los Jaque al rey, que a este paso habrá que rebautizar
como gambitos de dama. La acción continuada de mayor éxito ha sido la
lucha contra los desahucios y veremos si ésta no acaba por endiosar a su
líder y mandar todo a hacer puñetas.
La culpa de esta acelerada desmovilización no es de la gente, que
bastante tiene con llegar a fin de mes y a la que no se le puede pedir
que se estrelle un día tras otro contra un muro o que financie de su
bolsillo jornadas de huelga permanentes. Los desencantados, que son una
abrumadora mayoría, deben contar con una salida, deben poder asir una
bandera, un proyecto.
Y ahí es donde la izquierda tendría que ofrecer respuestas, demostrar
que es capaz de desarrollar una corriente de pensamiento que no sea un
castillo en el aire y con la que pueda identificarse el albañil en paro y
el licenciado obligado a hacer las maletas para limpiar wáteres en
Londres.
La esperanza de la izquierda no está en las tertulias de
Intereconomía ni en el ombliguismo. No está en el discurso hueco que se
limita repetir consignas apolilladas. No está en Corea del Norte ni en
Cuba, por muy simpática que nos caiga una revolución que sólo está en el
imaginario colectivo. La izquierda no tendría que resignarse a subir en
las encuestas por simple inercia.
La izquierda ha de plantear alternativas creíbles. Ha de poder
sostener con los números en la mano que es posible una fiscalidad más
justa que haga pagar más a quien más tiene y que reparta cargas y no las
deposite casi exclusivamente en las espaldas de los asalariados. Tiene
que demostrar palmariamente que la sanidad y la educación públicas no
son un gasto superfluo sino una inversión indispensable. No puede jugar
al tacticismo: ni políticamente, como hace el PSOE evitando una moción
de censura contra un partido devorado por la corrupción, ni
judicialmente, como IU, que por ignotas razones ha evitado que su
abogado en el ‘caso Barcenas’ pida que Rajoy declare al menos como
testigo.
A los líderes de la izquierda se les debería poder ver en la calle,
en el metro y en el Carrefour, que hasta en eso Merkel nos da lecciones.
Han de aprender a mirar lo que ocurre y, sobre todo, a escuchar lo que
se les dice. Deben ser capaces de atraer en torno suyo a esa
intelectualidad que lleva alguna década que otra metida debajo de las
piedras y que sólo asoma la patita en alguna tribuna de prensa. Si algo
se necesita con urgencia es materia gris. La izquierda ha de ser
inteligente, sin que eso suene a oxímoron.
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