Esperando a los bárbaros
Llega por fin la sentencia, y todos aguardan la respuesta esperada, temida. Una ficción sobre calmas y tempestades
Isaac Rosa
"Espero que hayáis
desayunado fuerte, porque la jornada va a ser larga y dura. Sí, he dicho
larga y dura, podéis ahorraros el chiste: ya se lo hice yo al
inspector, y él se lo había soltado antes al inspector jefe, que a su
vez acababa de contárselo al comisario, y éste al ministro, que por
supuesto ya se lo había dicho al presidente cuando le advirtió de que
nos espera una jornada larga y dura. No está el día para bromas, ya
sabéis. No quieren que hagamos otro papelón, ni nosotros queremos
hacerlo. No caigáis en provocaciones fáciles. Si se quieren hacer selfis
con nariz de payaso, que se los hagan. Usaremos la fuerza
imprescindible, ¿entendido?"
Entendido. Aún queda una
hora y pico para el amanecer, pero los quince de nuestro subgrupo
operativo ya estamos listos para salir. Y no, no hemos desayunado
fuerte, ni flojo, la cafetería del hotel estaba cerrada y no era plan ir
a un bar así uniformados. Al llegar aquí nos han dado una bolsa con dos
bocadillos de pan de ayer y un brik de zumo. Empezamos bien.
Como los del Supremo no creo que fichen antes de las
nueve, pasamos las primeras horas repasando instrucciones, posibles
puntos de actuación, rutas seguras, planes de evacuación, relevos,
comunicaciones aseguradas, protocolos de intervención, precauciones,
riesgos a evitar.
A las diez ya nos hemos comido los
dos bocadillos y hay que traer más botellas de agua. Como seguimos sin
novedades, cada uno mata la espera como puede. Jugando con el móvil, o
con la baraja de cartas que siempre sale de algún bolsillo. Alguno echa
una cabezadita en el furgón, que los hay que llegaron ayer desde más de
quinientos kilómetros, y otros que hemos maldormido seis o siete en la
misma habitación.
"En la calle todo tranquilo, un
lunes como cualquiera", informa la compañera que fue a por agua.
"Tráfico atascado, autobuses de turistas y los putos patinetes, que casi
me pilla uno".
"La calma que precede a la tempestad", dice alguno, sin mucha convicción.
Por
la radio nos confirman la normalidad: ningún reporte de incidencias, ni
en la universidad, ni en el aeropuerto o las estaciones. Comentamos lo
diferente que es a aquella otra mañana de hace dos años, cuando ya desde
temprano se lió bien.
"Estos ya se han quedado sin fuerzas, el famoso suflé se les desinfló. Chimpún".
A
las once menos cuarto salta por fin la noticia, antes en el móvil que
en la radio del cuerpo. "Acaba de salir la sentencia, señores, vamos que
nos vamos", y todos nos ponemos en pie, recuperamos cascos y
pertrechos, los durmientes se espabilan, uno de los conductores arranca,
hasta que el subinspector nos frena: "dónde vais, que hasta que no nos
reclamen, no nos movemos. Eso sí, que nadie se vaya de aquí ni para
mear, que puede ser cuestión de minutos que estemos en la calle."
"Yo digo que nos mandan a la estación del AVE", dice uno.
"Yo digo que no llegamos a la estación, que la universidad queda antes", dice otro.
"Yo digo que nos la montan aquí mismo, en la puerta", añade un tercero.
En
los móviles leemos noticias, los detalles de la sentencia, los años de
condena, intentando calcular a cuántos disturbios equivaldrán esos años,
cuántas horas ahí afuera supondrá cada párrafo de la sentencia.
"Escuchad,
ya se les oye, empieza la fiesta", dice el que está a mi lado, y se
pone la mano en la oreja. De la calle llegan bocinazos, sí, pero la
compañera que fue a por agua nos tranquiliza: es el mismo atasco de
antes, hay un estrechamiento por obras, llevan toda la mañana pitando.
Miramos
nuestras redes sociales, no se habla de otra cosa, pero por ahora no
vemos ninguna foto de concentraciones, tampoco circulan convocatorias.
"Se
comunican por Telegram, o vete tú a saber. Como cuando lo de las urnas.
Llevan semanas preparándolo, a ver con qué nos sorprenden".
El
subinspector nos cuenta que acaba de hablar con el jefe del grupo
operativo, que a su vez está en contacto con el mando de la unidad:
todavía no hay nada, ni cortes de carretera ni incidentes en el
aeropuerto o el AVE. "Claro, eso es lo que esperábamos que hicieran, no
nos lo van a poner tan fácil", comenta alguien, y el subinspector
continúa: no hay actividad reseñable en sus canales de comunicación, no
hay convocatorias, deben de tener todos ya las instrucciones claras
desde días atrás, o están operando en células pequeñas y autónomas. Ni
siquiera han salido las asociaciones llamando a las marchas y
concentraciones que estaban anunciadas para cuando saliese la sentencia.
Unos
pocos vamos a la cantina y encendemos el televisor. Ahí está el
Ferreras, como siempre. Habla acelerado, informa de las primeras
reacciones políticas, hace conexiones en directo con periodistas en "los
puntos calientes", así los llama: el Parlament, la plaza de Sant Jaume,
la estación, la universidad. Los corresponsales coinciden en la misma
palabra: normalidad. No hay nadie a las puertas del Parlament, la plaza
está llena, pero de turistas, los trenes salen en hora, las clases
continúan en las facultades. Ni rastro de CDR, tsunami ni nada.
"Normalidad por ahora", dice el presentador, y enfatiza con dramatismo
el "por ahora", igual que repite mucho "jornada histórica", "máxima
tensión", "cuerpos y fuerzas de seguridad preparados para actuar si es
necesario", no sea que los espectadores cambien de canal.
El
oficial de mi equipo viene a buscarnos, nos apaga la tele, nos reprocha
que no estemos con los demás junto al furgón, en cualquier momento
salimos y no va a venir a llevarnos de la manita, no nos relajemos tanto
que queda mucho día por delante y la jornada va a ser… "larga y dura",
repetimos todos, y levantamos las defensas para completar el chiste.
De
pronto avisan por radio de una concentración en la Diagonal, están
cortando el tráfico en uno de los carriles. Subimos deprisa a los
furgones, pero enseguida llega el desmentido: son unos pocos vecinos
protestando delante de la delegación territorial de sanidad, por no sé
qué problema con el centro de salud del barrio, la concentración estaba
comunicada y autorizada.
A mediodía los reportes no
han variado nada: normalidad, calma, sin incidentes. A esa hora los
estudiantes salen de clase, atentos porque ahí puede empezar todo. Pero
minutos después nos confirman desde el mando de coordinación que los
estudiantes están saliendo, sí, pero no se sientan en la calle para
cortar el tráfico: caminan tranquilos por las aceras, suben a autobuses,
bajan al metro y ni siquiera cortan las vías. El subinspector percibe
algo parecido a la decepción en nuestros rostros, aunque es más bien
cansancio. Aun así nos anima: "lo que vaya a pasar será por la tarde,
está claro. Están jugando con nuestros nervios".
Nos
traen más bocadillos y algunas latas de refresco. Nadie nos recrimina
por sacarnos el chaleco o soltar el casco y el cinturón en la furgoneta.
Podemos sentarnos en la cantina, cargar los móviles, ver la tele donde
Ferreras sigue conectando con sus enviados a los "puntos calientes":
Normalidad, las calles son las de cualquier lunes, no ha habido ninguna
incidencia en aeropuerto o estaciones, no hay concentraciones, y tampoco
en otras capitales ni en pueblos. Desde las asociaciones se han
limitado a rechazar la sentencia, pero no han hecho todavía ningún
llamamiento concreto. "Todavía", insiste el presentador, no se vayan
todavía, aún hay más. Tampoco en las redes sociales hay convocatorias de
acciones, y un tertuliano que presume de fuentes cuenta que por
Telegram no corre nada. Ferreras entrevista brevemente a varios
portavoces de partidos, que coinciden en pedir al gobierno que mantenga
el despliegue y esté preparado para actos de desobediencia e incluso de
violencia. Uno insiste en recordar los planes terroristas, las
detenciones, el material incautado. Goma dos, repite varias veces, goma
dos.
Mientras comemos nos preguntamos por las
familias, nos enseñamos fotos de los chicos, dudamos cuántos días nos
tocará estar aquí, lamentamos las vacaciones y permisos cancelados, los
planes alterados por el despliegue, criticamos el alojamiento y la
mierda de dietas que nos van a pagar.
Como a primera
hora de la tarde seguimos sin novedades, algunos echan una pequeña
siesta en las furgonetas, hay quien sugiere en broma que nos vayamos al
hotel y ya nos avisarán si hay baile. El subinspector comparte con
nosotros el desconcierto de sus superiores: los servicios de información
no han interceptado nada, lo que estén preparando lo están haciendo
bajo radar, nos puede estallar en la cara en cualquier momento. El mando
operativo ha pedido refuerzos, van a traer varios grupos de otras
provincias por lo que pueda pasar, nos enfrentamos a un escenario
desconocido, nuestros planes estaban diseñados para una respuesta que no
se ha producido. "Suena a emboscada", dice uno. "Pero cómo, si no
salimos a la calle", dice otro. "Se están riendo de nosotros, quieren
que demos un paso en falso", añade alguien.
En que se
están riendo de nosotros coincide un portavoz de la oposición, que a las
cinco hace una declaración ante los medios: habla de burla a la
democracia, pide al gobierno que considere todos los instrumentos
legales a su alcance, sin encogerse, no es momento para flaquear, si la
respuesta es finalmente violenta tendrán enfrente la fuerza del Estado
de derecho y la democracia. De inmediato comparece el líder de otro
partido de la oposición, que pide "lo mismo que el anterior y dos huevos
duros", bromea un compañero al verlo con gesto grave frente al atril:
el tipo exige al gobierno que considere aplicar el 155 de inmediato, sin
esperar a que se produzca la temida respuesta del independentismo
violento, porque luego será demasiado tarde. No tarda en aparecer el
ministro para informar de que otras dos unidades de intervención se
encuentran de camino para reforzar el dispositivo, y están considerando
un despliegue preventivo en el aeropuerto y las estaciones, aunque la
policía autonómica todavía no lo ha solicitado.
"¿Y si
al final no pasa nada?", pregunta uno de nosotros, poniendo voz a lo
que muchos pensamos, y consiguiendo que el subinspector se ponga en pie,
de unos pasos alrededor como si estuviese enjaulado, y acabe
anunciándonos que no aguanta más, que va a salir a ver qué pasa, que
estemos preparados y esperemos instrucciones por radio.
Recuperamos
nuestros cascos y pertrechos, nos vestimos otra vez los chalecos,
algunos suben a los furgones, nos damos ánimos unos a otros, hay quien
ejecuta sus supersticiones de torero o de futbolista antes de salir al
campo, santiguarse por triplicado, besar una medalla, abrocharse y
desabrocharse un número determinado de veces las botas.
Esperamos
diez, doce interminables minutos en los que la radio solo confirma la
normalidad que a las seis de la tarde se mantiene en todos los puntos.
Por fin vuelve el subinspector, viene con paso tranquilo, hasta se ha
desabrochado la guerrera, tiene una sonrisa extraña, como si estuviese
ebrio pero no, es solo desconcierto:
"Nada. No hay
nada. He recorrido tres manzanas, he llegado hasta la plaza. Y nada.
Gente yendo y viniendo, paseantes, tráfico, bares llenos, tiendas
abiertas. No hay huelga, ni manifestaciones, nada. Ni siquiera me han
dicho una sola palabra al verme así, con el uniforme."
"¿Entonces nos vamos ya al hotel?", pregunta uno.
La
respuesta llega por la radio, desde la central: atención a todos los
grupos operativos, preparados para salir en cualquier momento, la
llegada de la noche puede ser la señal que están esperando, podrían
atentar contra el suministro eléctrico, lleven material luminoso y de
visión nocturna.
"Ya lo decía yo, la calma que precede a la tempestad", repite el mismo de la mañana.
"El mar que se retira de la playa justo antes de una ola gigante", dice otro.
"Esperando a los bárbaros", digo yo, aunque nadie pilla la cita.
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