El segundo aniversario del 1-O a ojos de un andaluz recién llegado
- "Ni republicanos ni convergentes,
los dos grandes baluartes del nacionalismo catalán desde hace décadas,
tienen ideas claras sobre el carácter del procés"
- "A pesar de la astucia del pueblo catalán, uno tiene la impresión de que todo lo decidirán los enemigos de Cataluña"
- "El gobierno español –del PP primero y del PSOE después– ha contribuido a forjar una comunidad de sufrimiento y valentía"
El independentismo catalán apenas contaba con 500.000 personas cuando el nuevo Estatuto de autonomía fue aprobado en 2006.
No había entonces bloque soberanista, del mismo modo que no había polo
españolista como tal. Todo estaba entonces más matizado y eso, lejos de
incrementar la confusión, aclaraba las cosas, al igual que sucede en la
buena pintura realista. Visto desde hoy, lo más llamativo del
independentismo de aquel momento no es su debilidad numérica, sino su
fragilidad teórica y, por tanto, táctica. Un rasgo, por lo demás, que no aquejaba al nacionalismo catalán más que a otros nacionalismos ibéricos.
Republicanos y convergentes tenían posicionamientos diametralmente opuestos. ERC pidió el “no” al Estatuto –al igual que el PP, pero por razones muy distintas– y CiU –hoy, grosso modo, el PDCat– capitalizó el voto nacionalista a favor del “sí”. Los convergentes estaban más cerca del PSC, el otro gran exponente del “sí”. Hoy, los socialistas catalanes se sitúan más próximos al bloque españolista –inapropiada y horriblemente denominado “constitucionalista”. Las CUP, que también abogaron por el “no”, pululaban en algunos ayuntamientos sin reunir muchos votos y no habían pensado seriamente, todavía, en dar el salto a las instituciones autonómicas.
Todo cambió en 2010. Un sujeto inesperado reconfiguró el modelo territorial del Estado. El Tribunal Constitucional revolucionó el mapa político espoleado por el PP, resuelto a entablar guerras judiciales en todas las batallas que no fuera capaz de ganar en las urnas. La crisis económica y la crisis del sistema de partidos hicieron el resto. Republicanos y convergentes trenzaron acuerdos. Los catalanistas de Uniò quedaron en una esquina y las CUP lograron una posición de poder antes inimaginable. Todo esto tendría su réplica y su contrarréplica, Ciudadanos y piolines mediante.
Ni republicanos ni convergentes –los dos grandes baluartes del nacionalismo catalán desde hace décadas, muchas décadas– tienen ideas claras sobre el carácter del procés iniciado en 2012 porque, en el fondo, no comparten ideas sobre la naturaleza del Estatuto cercenado por el Tribunal Constitucional. Los primeros sienten que por fin han salido de las catacumbas, y están dispuestos a recolectar la cosecha de sus mayores. A fin de cuentas, la mayoría de ellos ya era independentista antes de esa fecha. Los segundos, los convergentes, no saben muy bien cómo han llegado hasta aquí, quizá porque sea doloroso reconocer que no se ha debido a un proceso de discernimiento libre, sino más bien a una motivación disfuncional inducida desde el gobierno de Rajoy. Se me antoja que nunca han dejado de pensar en el pacto fiscal, “como Navarra y Euskadi”.
Los cupaires, CDR y otros independentistas representativos –como BCap, por ejemplo– saben que el proceso arrastra esas taras. El “programa mínimo”, el compromiso transversal puede desmoronarse de un momento a otro. De estos independentistas, unos aspiran a cooperar lealmente con ERC y PDCat para que, con su influencia, la “República catalana” no sea un remedo de Estado español a la catalana. Otros parten de la misma premisa, pero llegan a una conclusión antagónica: los partidos hegemónicos en la Generalitat e, incluso, los conductores sociales del procés no pueden o no quieren instaurar la “República social” que ellos anhelan y, posiblemente, en cierto modo, tampoco la “República catalana” a secas. Podemos y los comuns han implosionado unas cuantas veces entre tanta encrucijada histórica. Algo semejante ha ocurrido a ICV, que tan relevante papel jugó en la aprobación del Estatuto.
A decir verdad, nadie sabía qué era aquello de la “República catalana”, ni en Barcelona ni en Madrid. En Cádiz recibimos una noticia un tanto distorsionada, para ser sinceros. Al instante de ser proclamada, la “República catalana” se quedó sin consejo de gobierno y se hizo el silencio. Mientras que unos consellers abandonaron el país, otros desfilaron esposados a la capital del Reino. Con ellos estaba la presidenta del Parlamento catalán, quien había leído la DUI y lleva demasiado tiempo a la sombra. Al poco de ser proclamada la “República catalana”, los participantes apaleados durante el referéndum del 1-O ya estaban enjugando con lágrimas de impotencia y rabia los moratones invisibles del artículo 155.
La “República catalana” había nacido el 27-O en el seno de un bloque histórico nacional con vocación interclasista, pero parte de los ricos y señores de la terra lliure se apresuraron a relocalizar sus inversiones en otros puntos de España y, antes, los sindicatos catalanistas y no catalanistas habían llevado a cabo con éxito razonable una huelga general. En la actualidad, la “República catalana” tiene un presidente nacional en Bruselas y un presidente regional en Barcelona. Según los días, uno parece el “legitimista” y otro el “institucional”.
Las personas que esta tarde se han manifestado en el centro de Barcelona se limitan a seguir consignas. Marchan tranquilas. Tots som CDR, repiten, en referencia a los siete jóvenes apresados preventivamente a finales de septiembre. Si antes confiaban en sus dirigentes, ahora parece que una parte importante se confía al "destino". No hay tensión ni alegría. Muchos manifestantes están "a ver qué pasa" y otros, también muchos, a "salvar los muebles". Los "muebles" son una quincena de procesados por delitos que van de la rebelión al terrorismo. El "destino", una sentencia: ni la primera, ni la última.
A pesar de la astucia del pueblo catalán, uno tiene la impresión de que todo lo decidirán los enemigos de Cataluña. Los mismos que incendiaron el Estatuto y pulsaron el botón del 155 marcarán los siguientes pasos de la “República catalana” y, quién sabe, de la república catalana, de ese espacio de ejercicio pacífico, atlético, virtuoso de los derechos fundamentales. Hace dos años, más de dos millones de personas llenaron las urnas con votos a favor del derecho de autodeterminación. Hace trece años eran muchos menos. Vox no existía. Ciudadanos balbuceaba. Hoy, en este embrollado aniversario, los soberanistas parecen seguros, pero más solos.
Sin duda esta última imagen, que retengo mientras desciendo al metro del Passeig de Gràcia, me ha proporcionado una estampa engañosa. Los soberanistas recibirán pronto la triste noticia de que el Tribunal Supremo marca las reglas en este juego bello, serio y difícil que llamamos democracia. Luego vendrá la Audiencia Nacional. Lo que inició un órgano parajudicial y vagamente representativo como el Tribunal Constitucional, fue un procés amargo. No pudimos impedirlo los federalistas. Ojalá pudiéramos ahorrarnos todos los demócratas el mal trago de ver a unos órganos judiciales nulamente representativos y con raíces franquistas sustituyendo a los órganos y canales democráticos. El gobierno español –del PP primero y del PSOE después– ha contribuido a forjar una comunidad de sufrimiento y valentía. La justicia está a punto de darle un puñado de mártires. Los soberanistas parecían este 1-O más solos, y no es verdad. Esperar cansa. En Barcelona y en Madrid.
Republicanos y convergentes tenían posicionamientos diametralmente opuestos. ERC pidió el “no” al Estatuto –al igual que el PP, pero por razones muy distintas– y CiU –hoy, grosso modo, el PDCat– capitalizó el voto nacionalista a favor del “sí”. Los convergentes estaban más cerca del PSC, el otro gran exponente del “sí”. Hoy, los socialistas catalanes se sitúan más próximos al bloque españolista –inapropiada y horriblemente denominado “constitucionalista”. Las CUP, que también abogaron por el “no”, pululaban en algunos ayuntamientos sin reunir muchos votos y no habían pensado seriamente, todavía, en dar el salto a las instituciones autonómicas.
Todo cambió en 2010. Un sujeto inesperado reconfiguró el modelo territorial del Estado. El Tribunal Constitucional revolucionó el mapa político espoleado por el PP, resuelto a entablar guerras judiciales en todas las batallas que no fuera capaz de ganar en las urnas. La crisis económica y la crisis del sistema de partidos hicieron el resto. Republicanos y convergentes trenzaron acuerdos. Los catalanistas de Uniò quedaron en una esquina y las CUP lograron una posición de poder antes inimaginable. Todo esto tendría su réplica y su contrarréplica, Ciudadanos y piolines mediante.
Ni republicanos ni convergentes –los dos grandes baluartes del nacionalismo catalán desde hace décadas, muchas décadas– tienen ideas claras sobre el carácter del procés iniciado en 2012 porque, en el fondo, no comparten ideas sobre la naturaleza del Estatuto cercenado por el Tribunal Constitucional. Los primeros sienten que por fin han salido de las catacumbas, y están dispuestos a recolectar la cosecha de sus mayores. A fin de cuentas, la mayoría de ellos ya era independentista antes de esa fecha. Los segundos, los convergentes, no saben muy bien cómo han llegado hasta aquí, quizá porque sea doloroso reconocer que no se ha debido a un proceso de discernimiento libre, sino más bien a una motivación disfuncional inducida desde el gobierno de Rajoy. Se me antoja que nunca han dejado de pensar en el pacto fiscal, “como Navarra y Euskadi”.
Los cupaires, CDR y otros independentistas representativos –como BCap, por ejemplo– saben que el proceso arrastra esas taras. El “programa mínimo”, el compromiso transversal puede desmoronarse de un momento a otro. De estos independentistas, unos aspiran a cooperar lealmente con ERC y PDCat para que, con su influencia, la “República catalana” no sea un remedo de Estado español a la catalana. Otros parten de la misma premisa, pero llegan a una conclusión antagónica: los partidos hegemónicos en la Generalitat e, incluso, los conductores sociales del procés no pueden o no quieren instaurar la “República social” que ellos anhelan y, posiblemente, en cierto modo, tampoco la “República catalana” a secas. Podemos y los comuns han implosionado unas cuantas veces entre tanta encrucijada histórica. Algo semejante ha ocurrido a ICV, que tan relevante papel jugó en la aprobación del Estatuto.
A decir verdad, nadie sabía qué era aquello de la “República catalana”, ni en Barcelona ni en Madrid. En Cádiz recibimos una noticia un tanto distorsionada, para ser sinceros. Al instante de ser proclamada, la “República catalana” se quedó sin consejo de gobierno y se hizo el silencio. Mientras que unos consellers abandonaron el país, otros desfilaron esposados a la capital del Reino. Con ellos estaba la presidenta del Parlamento catalán, quien había leído la DUI y lleva demasiado tiempo a la sombra. Al poco de ser proclamada la “República catalana”, los participantes apaleados durante el referéndum del 1-O ya estaban enjugando con lágrimas de impotencia y rabia los moratones invisibles del artículo 155.
La “República catalana” había nacido el 27-O en el seno de un bloque histórico nacional con vocación interclasista, pero parte de los ricos y señores de la terra lliure se apresuraron a relocalizar sus inversiones en otros puntos de España y, antes, los sindicatos catalanistas y no catalanistas habían llevado a cabo con éxito razonable una huelga general. En la actualidad, la “República catalana” tiene un presidente nacional en Bruselas y un presidente regional en Barcelona. Según los días, uno parece el “legitimista” y otro el “institucional”.
Las personas que esta tarde se han manifestado en el centro de Barcelona se limitan a seguir consignas. Marchan tranquilas. Tots som CDR, repiten, en referencia a los siete jóvenes apresados preventivamente a finales de septiembre. Si antes confiaban en sus dirigentes, ahora parece que una parte importante se confía al "destino". No hay tensión ni alegría. Muchos manifestantes están "a ver qué pasa" y otros, también muchos, a "salvar los muebles". Los "muebles" son una quincena de procesados por delitos que van de la rebelión al terrorismo. El "destino", una sentencia: ni la primera, ni la última.
A pesar de la astucia del pueblo catalán, uno tiene la impresión de que todo lo decidirán los enemigos de Cataluña. Los mismos que incendiaron el Estatuto y pulsaron el botón del 155 marcarán los siguientes pasos de la “República catalana” y, quién sabe, de la república catalana, de ese espacio de ejercicio pacífico, atlético, virtuoso de los derechos fundamentales. Hace dos años, más de dos millones de personas llenaron las urnas con votos a favor del derecho de autodeterminación. Hace trece años eran muchos menos. Vox no existía. Ciudadanos balbuceaba. Hoy, en este embrollado aniversario, los soberanistas parecen seguros, pero más solos.
Sin duda esta última imagen, que retengo mientras desciendo al metro del Passeig de Gràcia, me ha proporcionado una estampa engañosa. Los soberanistas recibirán pronto la triste noticia de que el Tribunal Supremo marca las reglas en este juego bello, serio y difícil que llamamos democracia. Luego vendrá la Audiencia Nacional. Lo que inició un órgano parajudicial y vagamente representativo como el Tribunal Constitucional, fue un procés amargo. No pudimos impedirlo los federalistas. Ojalá pudiéramos ahorrarnos todos los demócratas el mal trago de ver a unos órganos judiciales nulamente representativos y con raíces franquistas sustituyendo a los órganos y canales democráticos. El gobierno español –del PP primero y del PSOE después– ha contribuido a forjar una comunidad de sufrimiento y valentía. La justicia está a punto de darle un puñado de mártires. Los soberanistas parecían este 1-O más solos, y no es verdad. Esperar cansa. En Barcelona y en Madrid.
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