TRIBUNA
Las que quedamos fuera
Al amparo del mundo anarquista/libertario se
aprecia una contestación abierta de la democracia liberal y, con ella,
de las miserias de los Estados del bienestar
Carlos Taibo-Público
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23 de
Octubre de
2019
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En los últimos tiempos, y hasta hace poco, en las redes se
ha aireado a menudo, también, el designio que muchas compañeras del
mundo libertario mostraban en el sentido de acudir, a pesar de todo, a
los colegios electorales. Si me acojo a lo que he escuchado tantas
veces, lo hacían porque, aunque no creían en los partidos a los que
respaldaban –cuántos problemas respiratorios no habrá producido lo de
votar con la nariz tapada–, estimaban que hay que optar por el mal menor
y se imponía, entonces, frenar a la derecha. Lo ocurrido tras las últimas elecciones –la incapacidad, para entendernos, a la hora de configurar un gobierno de izquierdas–
parece haber dejado un tanto desamparadas a muchas gentes que habían
asumido como propia la conducta que acabo de mencionar. Acaso han
recuperado las querencias que abrazaban sus compañeras abstencionistas,
plasmadas en un puñado de percepciones que intento retratar de manera
somera.
La primera de esas percepciones asume la forma de un
manifiesto repudio de los partidos al uso. Por lo que al PSOE se refiere
–sólo prestaré atención a las fuerzas políticas de ámbito estatal–, la
visión más común identifica en él un partido social liberal, tributario
de la trama de grandes empresas y bancos, inmerso en el deleznable juego
de las puertas giratorias, adalid, al cabo, de una lamentable reforma laboral y de una no menos lamentable ley mordaza,
incapaz de romper amarras con el nacionalismo de Estado y supeditado,
en suma, a la miseria de la UE y a las imposiciones del imperio
norteamericano. Hace media docena de años hubiera resultado difícil
imaginar que alguien que creyese en eso que se llamaba izquierda transformadora
aceptase de buen grado que el proyecto mayor de esta última fuese un
pacto con el mentado Partido Socialista. Hoy, y al calor de Unidas
Podemos, lo anterior ha acabado por parecer natural. La jugada se ha
llevado –parece– lo poco que olía a proyecto emancipador en el partido
morado, convertido en una sórdida fuerza socialdemócrata, aberrantemente
jerarquizado, ciego, en los hechos, ante lo que se nos echa encima en
el terreno ecológico y entregado a la hermosa tarea de blandir las
virtudes de la Constitución en vigor. No hay motivos para concluir que
promete algo diferente, antes al contrario, Más País, una iniciativa que
se levanta sobre el supuesto prestigio de un dirigente que,
promocionado con descaro por los medios, fue responsable mayor, en
Podemos, del asentamiento de un sinfín de flujos jerárquicos y
autoritarios. Y que se dispone a repetir la jugada. Vaya retoños que ha
generado –pensarán tantas compañeras– la nueva política.
Aunque la condición de esta fuerza poco tenga que ver con
las percepciones que ahora me atraen, no faltarán quienes incluyan en
esta lista de despropósitos a Ciudadanos, ese partido de extremo centro
que parece dispuesto a terminar con las pocas ilusiones que alimentaban
quienes creían en un posible, e inane, gobierno de izquierdas. Y a
hacerlo con el Ibex 35, claro, moviendo sus cartas en la trastienda.
Parece como si los partidos al uso lo hubieran hecho a propósito para
incentivar la abstención: el poco entusiasmo que mostraban muchas gentes
que votaban de forma vergonzante ha ido abriendo el paso, en el mundo
que me ocupa, a una manifiesta repulsión, al tiempo que la lógica del
mal menor iba perdiendo, claro, fuelle.
Tiene sentido, de cualquier modo, que, más allá de esa
percepción sobre los partidos y sus dobleces –que, repito, alcanza hoy
por igual a abstencionistas recalcitrantes y a votantes de nariz
tapada–, escarbe en una segunda querencia que se revela en el mundo
anarquista/libertario. A su amparo se aprecia una contestación abierta
de la democracia liberal y, con ella, y por cierto, de las miserias de
los Estados del bienestar. De resultas, se subraya que la primera se
levanta en un escenario lastrado por lacerantes desigualdades, bebe de
mayorías artificiales que son el producto de una premeditada distorsión
de las adhesiones populares, en su trastienda operan formidables
corporaciones que son las que al cabo imponen las reglas del juego y, en
suma, y cuando las cosas vienen mal dadas, no duda en hacer uso de la
fuerza a través de la represión que conocemos en nuestras calles o a
través de golpes de Estado o invasiones asestados en países del Sur que
disponen de materias primas golosas. De semejante consideración no puede
sino derivarse un rechazo palmario de lo que suponen los liderazgos, la
desmovilización, un agotado sindicalismo de pacto y la violencia
cotidiana que ejercen el capital y sus tentáculos.
Pero despunta también, en un tercer escalón, una crítica
frontal del papel desempeñado por los medios de incomunicación. Hace
unos días, e invoco una circunstancia personal, pasé por el mal trago de
engullir, en un canal de televisión, una tertulia que partía de la
certeza de que la abstención es un pecado que hay que castigar y
enmendar. Esa genuina plaga contemporánea que son los tertulianos
alimenta un pluralismo de circuito cerrado que permite discutir
airadamente, sí, sobre las vergüenzas del régimen –el
bipartidismo, la corrupción, la maltrecha división de poderes o,
incluso, la república y la monarquía– mientras proscribe, en cambio,
todas las disputas que afectan al sistema. ¿Se imaginan que en
un plató de televisión se debatiese sobre el trabajo asalariado, la
plusvalía –¡ay la plusvalía!–, la mercancía, la alienación, la
explotación, el patriarcado, las guerras imperiales o el colapso que
viene? ¿Y se imaginan, más aún, que en los medios se explicase que la
jornada de ocho horas fue ganada, cien años atrás, por un sindicato
llamado CNT, se recuperase la memoria de las colectivizaciones
desarrolladas durante la guerra civil, se pusiese el dedo en la llaga de
lo que supuso el caso Scala en el marco de la impoluta transición democrática que nos venden o se sacasen a la luz tantas manipulaciones policiales?
No falta, en fin, y en un cuarto salto, el recordatorio de
algo importante: la incapacidad manifiesta que el sistema que nos
imponen, aberrantemente cortoplacista, muestra en materia de
encaramiento y resolución de aquellos problemas que lo son de fondo y de
largo recorrido. La consideración de esos problemas, con un gobierno de
izquierdas o sin él, tiene, en el mejor de los casos, un carácter
testimonial y retórico, como nos lo recuerdan muchas de las demandas que
llegan del feminismo que no es de Estado y la certificación de que para
dar réplica al cambio climático hay que contestar su cimiento mayor,
que no es otro que el capitalismo. En este orden de cosas no queda sino
concluir que esta maravillosa democracia de la que nos han dotado da la
espalda una y otra vez a las generaciones venideras, a muchos de los
habitantes de los países del Sur y a los integrantes de las demás
especies con las que, sobre el papel, compartimos el planeta. Y, claro, y
gestos efectistas aparte, a la mayoría de las mujeres y a las muchas
desheredadas que habitan entre nosotras.
En el mundo que hoy me interesa menudean las voces que
recuerdan, con todo, que la debilidad de nuestras instancias
autogestionarias sigue siendo un problema mayor, y ello por mucho que
éstas hayan ganado peso en los últimos años. Tan es así, que hay que
concluir que con frecuencia se equivoca el mensaje: debiera ser la
defensa cabal de la autogestión desde abajo lo que explique el rechazo
que provocan elecciones e instituciones, no vaya a ocurrir que nos
quedemos en el vacío de una crítica de unas y otras que no nazca de la
fortaleza –a buen seguro que trabada, de nuevo, por la represión– de
nuestros espacios autónomos. Debe partirse, en cualquier caso, de la
firme creencia de que todo terreno ganado por la autogestión es un
terreno perdido por las instituciones. Y de la certificación de que no
hay ningún ejemplo sólido que ilustre cómo desde estas últimas se han
defendido, de manera consistente, prolongada y no interesada, los
espacios autogestionados, desmercantilizados y, ojalá,
despatriarcalizados que se han ido perfilando. No es sencillo explicar,
en suma, qué tienen en la cabeza quienes creen que el sindicalismo de
pacto, con las migajas que obtiene, es una alternativa honrosa frente a
la ignominia del capital.
En semejante escenario sospecho que son muchas las gentes
que estiman que la mayor prioridad, lejos de las nada estimulantes
discusiones que propone la política convencional, consiste en buscar un
doble acercamiento. El primero, y sin duda el más hacedero, lo deben
protagonizar quienes militan en organizaciones identitariamente
anarquistas y quienes, a menudo de forma espontánea y vivencial,
trabajan en el horizonte de la autogestión y del apoyo mutuo. El segundo
afecta a quienes, fundamentalmente en los países del Sur, y en singular
en lugares como Chiapas y Rojava, han sido capaces de fundir prácticas
precapitalistas y proyectos anticapitalistas, desde el horizonte de seis
verbos cuyo concurso he reclamado muchas veces: decrecer, desurbanizar,
destecnologizar, despatriarcalizar, descolonizar y descomplejizar
sociedades y mentes. Hace más de un siglo, en 1909, Ricardo Mella, quien
pasa por ser el principal pensador del anarquismo español, llamó la
atención sobre el hecho de que, siendo relevante la cuestión del voto y
las elecciones, más importante es determinar qué hacemos los 364
restantes días del año. Tenía –creo yo– toda la razón.
Autor
-
Carlos Taibo
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