martes, 29 de octubre de 2019

Cada vez que le leo, me pregunto: ¿Qué habría pasado si en aquellas elecciones internas del PSOE el elegido hubiese sido Pérez Tapias? ¿Cómo se habría resuelto el "problema catalán"? ¿Habría habido "problema catalán"? ¿Cómo estaríamos ahora si en vez de elegir la apariencia y colorista encuadernación de un libro sin contenido se hubiese elegido la realidad de una sólida edición? ¿Seríamos ahora con Portugal,-en vez de este lamentable, estrepitoso e infatuado desguace de posiblidades decentes-, un refugio europeo de conciencias y valores políticos y económicos dignos del mejor presente y generadores de un futuro presentable y esperanzador? Esperemos que las bases del Psoe reaccionen e intervengan antes del crack que se avecina. Sólo el pueblo sabe qué necesita el pueblo, los mejores gestores políticos son servidores, no prebostes adictos al poder y al mandar...por eso, sus mayores virtudes fundamentales son la inteligente humildad de los sabios,y por ello, la escucha inteligente y honesta, que realiza y materializa la virtud consciente como camino. MásPaís es la única salida con futuro, no ya para la izquierda, sino para el conjunto territorial y organizativo del estado. Es la única formación que se basa en la imprescindible realidad ética y política del 15M.Como eje básico del entendimiento y el diálogo incondicional para la reivindicación y realización del Bien Común. O sea, el triunfo generoso de la sensatez, no de las siglas en vergonzosa, estéril y miserable gresca permanente



España y Catalunya, o la carencia de una gramática (republicana) común

En el abismo que se abre entre la de una gubernamentalidad y la lógica de la soberanía tenemos el vacío donde se pierden los intentos de conexión comunicativa en el conflicto que nos ocupa y preocupa

<p>Malditos locos</p>
Malditos locos
Pedripol
28 de Octubre de 2019
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Los lenguajes son tan distintos que no asoma ni una brizna de esos “aires de familia” –doy las gracias al escritor mexicano Monsiváis por prestarme la fórmula– que, aun en medio de los conflictos, pueden permitir cierto entendimiento. Hablo de España y Catalunya, y manteniendo la grafía catalana para subrayar la diferencia. No sería del todo exacto decir que me limito a referirme a sus respectivos gobiernos, con sus correspondientes élites políticas detrás, pues el distanciamiento constatado afecta a buena parte de la sociedad española, así como a gran parte de la sociedad catalana. Eso es lo que añade gravedad a la situación política que vivimos, amén de que efectivamente sea más delicada en el seno de la misma ciudadanía catalana por cuanto las tensiones políticas se reflejan en su cotidiana convivencia. Pero distingamos machadianamente las voces de los ecos para así no eludir que estamos ante un conflicto político al que, por ahora, no se le ve salida transitable. Es por ello que resulta obligado profundizar en los obstáculos que encontramos –¡no naturales, sino creados!– en cuanto a lo que de suyo es incomunicación política entre gobiernos, partidos y líderes.
Entre reacciones a las condenas recaídas sobre líderes independentistas en el juicio del “procés” y el fragor de campaña electoral en marcha, hemos visto cómo el president del Govern y el presidente del Gobierno español en funciones se cruzan mensajes indirectamente haciendo patente la distancia que les separa. Si el señor Torra hace reiterados intentos de contactar con don Pedro Sánchez mediante sucesivas llamadas telefónicas no atendidas, éste le da respuesta en entrevistas, comparecencias y mítines de partido diciendo que no hablará con aquél mientras no haga condenas más explícitas sobre la violencia desatada en las calles de Barcelona por grupos de los llamados Comités de Defensa de la República (CDR), los cuales actúan una vez que terminan las manifestaciones a favor de la independencia y en solidaridad con los líderes condenados. No hay manera de que crucen palabra alguna de manera efectiva, aunque fuera en términos recíprocamente exigentes por más que acompañados por la mínima cortesía políticamente debida por razones institucionales. Y si no se trata de los mensajes cruzados entre los presidentes, tenemos los que son emitidos por quienes les siguen en cargos inferiores, como cuando de un lado se insiste en reclamar referéndum de autodeterminación y de otro se responde que eso no es posible porque no existe en ninguna constitución del mundo. Un diálogo de besugos tiene más posibilidades de éxito comunicativo.
En este momento de una historia repleta de desencuentros, los cuales se agravan progresivamente, con pronóstico de que se acumulen sin término, habrá que ahondar en las causas que la provocan. Estando en juego una comunicación política que nos es de todo punto indispensable, hay que indagar más en los motivos que conducen a una desesperante situación que, sin duda, es uno de los factores que provocan reacciones violentas por parte de individuos y colectivos sin paciencia ante un balance de nulos resultados de lo que esperarían como avances por cauces más pacíficos, incluyendo los de una desobediencia civil bien planteada –muy desafortunadas, por tremendamente confusas, han sido las mismas alusiones de Torra a tal práctica no violenta y radicalmente democrática–. Si reflexionamos sobre una comunicación tan dificultosa habrá que señalar a lo ya apuntado: parte del problema, al menos, está en los diferentes lenguajes que se emplean, encontrando que entre ellos falta una gramática política común. Es decir, de manera análoga a la gramática de nuestras lenguas, como conjunto de reglas que codifican cómo las usamos –reglas a las que nos acomodamos normalmente de manera no reflexiva, ya en nuestra lengua materna, ya en lenguas muy asimiladas por los hablantes–, una gramática política supone un conjunto de reglas de códigos con los que emitimos y desciframos los mensajes que circulan en el ámbito político, de manera similar, cabe decir, a lo que el filósofo Axel Honneth puso de relieve al mostrar cómo procedemos con una especie de “gramática moral” a la hora de afrontar las relaciones interhumanas y los mismos conflictos sociales. Es desde tales consideraciones como se puede detectar que entre España y Catalunya, concretándolo en las relaciones discursivas entre sus respectivos gobiernos, falla la gramática política. Esto es, hablan desde parámetros muy distantes; alguien diría que desde paradigmas inconmensurables, aunque me resisto a hacer tal traslado del análisis de Thomas Kuhn respecto a las revoluciones científicas a lo que son problemáticas que tienen que ver con conflictos políticos o relaciones interculturales. Pero aquí y ahora hay que reconocer que estamos ante un vacío de gramática común de efectos lamentables.

El lenguaje represivo de la gubernamentalidad desde el Estado español
Tenemos, por una parte, el discurso que se emite desde el Estado español –así se percibe, aunque tengamos otras voces heterodoxas pero que no logramos que se abran paso hasta conformar un discurso diverso suficientemente apoyado–, el cual en verdad no deja de ser españolista, es decir, trufado con mayor o menor intensidad de un nacionalismo que se sostiene desde determinado imaginario colectivo, desde una lectura dominante de la historia que nos ha traído a lo que hoy es España, y desde una cierta dogmática en torno a la nación española, una monolítica concepción de la misma y una sacralizada idea de soberanía nacional. Desde el trasfondo de ese orden simbólico y jurídico-político, el discurso que, con matices, hacen los partidos políticos de España, a excepción de los que se ubican a la izquierda del PSOE, es un discurso que no pasa de mantenerse a la defensiva respecto a las reivindicaciones del independentismo catalán, empezando por la relativa a un referéndum.
En la defensa de lo que se invoca como orden constitucional comprobamos que el Estado opera sobre todo como Estado judicial-policial. La judicialización de la política no es una excrecencia por meros desaciertos políticos, sino una desembocadura de procesos que se encuentran obstruidos cuando se intentan llevar por cauces propiamente políticos. Puestos a velar por el orden, el gobierno de turno, máxime teniendo a mano el artículo 155 de la Constitución, centra su preocupación no en resolver la crisis del Estado ante la impugnación de su actual configuración por parte del independentismo, sino en conservar la gobernabilidad del mismo –objetivo que a todas luces acapara lo que se presentan como programas electorales en momentos de crisis–. En realidad, el Estado español trabaja internamente por mantener ese orden, más allá del estricto ámbito político, al servicio de lo que se identifica foucaultianamente bajo el rótulo de la gubernamentalidad y en función de ello busca acoplar todas las piezas del orden social tratando de asegurar la integración sin fricciones de individuos y colectividades (clases sociales, culturas diversas, comunidades autónomas…). Para ello se instrumentalizan las mismas demandas sociales, que ciertamente son de peso y urgentes, para ponerlas al servicio de una supuesta mejora de la convivencia, de manera tal que se encubre y orilla el conflicto político que pone en crisis las estructuras del Estado. Lo que habría de ser insoslayable respuesta política se sacrifica, pues, en aras de la gubernamentalidad de un orden social que se inserta en el orden neoliberal gracias, entre otros factores, a un Estado que para ello usa sus recursos como Estado judicial-policial que se remite para ello a su legitimación democrática.

El lenguaje inconsistente de la soberanía desde el independentismo catalán
Comprobamos, por otra parte, que desde el Govern de Catalunya, con el apoyo de los partidos independentistas y de los sectores sociales ubicados en esa órbita, el discurso transcurre por vías muy distintas, que pueden parecer hasta anacrónicas, tal como está el mundo. El discurso que se enuncia, y que tiene su máxima condensación en la autodeterminación como paso crucial para la independencia, es un discurso que no se sitúa en el marco de la gubernamentalidad, sino en el de la soberanía, bien es cierto que a su vez manejando también un concepto poco menos que decimonónico, si no westfaliano, de soberanía, también mitificada, que está lejos, por tanto, de la laicidad que exige la razón democrática. De suyo, a las aspiraciones legítimas del nacionalismo catalán, incluso en versión independentista, les iría mejor con un concepto de soberanía elaborado superando la mera contraposición con la soberanía del Estado español que es objeto de crítica y rechazo.
Se reivindica, pues, para Catalunya un nuevo Estado soberano, y no que el Estado funcione mejor en vista de lo que requiere el orden social. Por ello, con tal descuido de lo que la gubernamentalidad implica va el déficit de gobernabilidad que se presenta en lo que hoy por hoy es la Comunidad Autónoma catalana, lo cual supone desatención para las medidas económicas y sociales que cualquier régimen actual en tiempos de “biopolítica” no puede permitirse. Todo se sacrifica a un soberanismo enfático y secesionista que pospone como secundario lo que no sirva de manera inmediata para la independencia como objetivo prioritario. Siendo así, hasta el orden público palidece como tarea de gobierno, pues lo que lo quiebra se pone en la cuenta de la lógica represiva del Estado judicial-policial español, confrontada con la lógica a favor del pretendido Estado catalán, que echa en cara a aquel la opresión que lleva a cabo respecto a una realidad política en la que la construcción nacional-estatal está en primer plano.
En el abismo que se abre entre esas dos lógicas, la lógica de una gubernamentalidad (defensiva) y la lógica de la soberanía (pretendida como proyecto, pero contradictoria en su implementación democrática) tenemos el vacío donde se pierden los intentos de conexión comunicativa en el conflicto que nos ocupa y preocupa. Diremos que en peligroso e irracional juego sobre el abismo, cada parte espera una imposible victoria sobre la otra. En definitiva, con esas lógicas contrapuestas sólo se activan estrategias unilaterales por cada lado, por lo cual podemos acabar viéndonos escribiendo la crónica de un desastre anunciado. Es inútil pensar que el colchón de una Unión Europea debilitada y con fuertes carencias democráticas nos va a librar de caer al fondo del abismo si nosotros no lo evitamos. No es dramatismo tremendista pensar eso, sino el escenario, no deseado pero plausible, de lo que siga a un enfrentamiento de puro desgaste en el que la ciudadanía sea pagana de una gubernamentalidad represiva y de un soberanismo atávico.

Una “estrategia de verdad” para abordar el conflicto en clave de democracia republicana
¿Será posible salvar el abismo? Es la pregunta que reclama respuesta. Para ello debe ser efectivo el “parlem” o el “hablemos” tantas veces enarbolado, antes de que el escepticismo arríe esa bandera. Es para hablar para lo que hace falta una gramática común en la que no sólo los argumentos puedan circular de una parte a otra, sino que previamente sea realidad el reconocimiento recíproco que nos debemos como interlocutores. No hay que minusvalorar la “lógica de la estrategia” que ha de acompañar al redescubrimiento de una gramática política común, lógica que, al decir de Foucault, no entraña la búsqueda de una homogeneización de las posturas más allá de las contradicciones, sino “establecer las conexiones posibles entre términos dispares”. Pienso que tal conexión necesita suelo republicano para fructificar. Al subrayarlo no estoy pensando que haya que abordar en primer lugar el contencioso no resuelto en el Estado español entre monarquía y república en cuanto a su forma –aunque es obligado reparar en la condición de monarquía parlamentaria del Estado, habida cuenta además de lo que ha sido y es la índole histórico-política de la Corona española tal como sale reconstituida tras la dictadura y recogida en la Constitución de 1978, siendo conscientes del hándicap que supone esa facticidad política para resolver el conflicto de Catalunya y la crisis del Estado mismo–.
Así, al proponer movernos con una gramática republicana común ponemos por delante la concepción republicana de la democracia, subrayando sus componentes y compromisos de participación, de nuevas formas inexcusables de protagonismo ciudadano, lo cual, si por una parte implica formas de acción política allende la gubernamentalidad, por otra ha de conllevar, para un independentismo que se pretende republicano, que sus modos democráticos sean inclusivos sin sombra de duda, es decir, capaces de integrar a la ciudadanía no independentista de Catalunya. Si las razones del independentismo se hacen fuertes al plantear la quiebra de derechos fundamentales en el caso de los líderes juzgados y sentenciados, no pueden desentenderse de derechos fundamentales de todos los ciudadanos y ciudadanas como son los derechos políticos de participación democrática. Hay que sumar, por añadidura, que es una gramática política republicana la que, tomando completamente en serio la realidad nacional de Catalunya y las aspiraciones políticas que conlleva, también posibilita conjugar de manera fehaciente una propuesta creíble de federalismo para un Estado plurinacional que pueda ser objeto de interlocución entre posiciones dispares.
Más allá de un lenguaje propio de sólo pretensiones de “jurisdicción” soberana y de otro acomodado a la “veridicción” de una gubernamentalidad que establece como incuestionable su “régimen de verdad”, lo cierto es que hay que saber conjugar los verbos de la acción política según una gramática republicana común para dialogar venciendo a la vez todo el ruido de la dinámica de la posverdad. El código de un republicanismo puesto al día cuenta como regla estrella con el compromiso de la ciudadanía con una “democracia de verdad”, es decir, genuina también por ser en ella la verdad un valor que interesa. Sin valor de verdad, el “inter-esse” de la democracia se ve anegado por el cinismo. Necesitamos “el coraje de la verdad” –de nuevo Foucault–, para una comunicación de verdad que abra paso a una solución del conflicto catalán y de la crisis del Estado. Quizá así podamos escribir, de vuelta, Espanya y Cataluña sin vernos parafraseando el “Adéu” del poeta Joan Maragall ni con un adiós a la primera ni con una despedida a la segunda. Y como lo que nos pasa también tiene eco en la otra orilla del Atlántico podemos recoger el verso de Lezama Lima con el que Monsiváis cierra su Aires de familia: “el gozo del ciempiés es la encrucijada”. ¡Ojalá salgamos republicana y, por tanto, fraternalmente airosos, de la encrucijada en que nos hallamos!

Autor

  • José Antonio Pérez Tapias

    Es catedrático y decano en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada. Es autor de Invitación al federalismo. España y las razones para un Estado plurinacional. (Madrid, Trotta, 2013)

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