El pasado nunca está muerto. No es ni siquiera pasado (Faulkner)
No pasa solo en España, como muy bien nos recuerda William Faulkner, pero en España pasa de manera singular, como consecuencia de la Guerra Civil. El largo proceso de exhumación del general Francisco Franco culminado esta pasada semana es un indicador insuperable
Santos Juliá abre su libro Transición
con una cita de Juan Benet: "La Guerra Civil de 1936 a 1939 es el
acontecimiento histórico más importante de la España contemporánea y
quién sabe si el más decisivo de su historia". El historiador, fallecido
el día anterior al traslado de los restos del general Franco del Valle
de los Caídos a Mingorrubio, manifiesta su conformidad con la afirmación
de Juan Benet, acentuándola todavía más: cuarenta años después de su
muerte, hay que suprimir todas las cautelas. El "quién sabe" tiene que
ser sustituido por "sin duda alguna".
La Guerra Civil
fue un enfrentamiento a muerte entre los dos bandos a los que quedó
reducida la extraordinaria complejidad de la sociedad española de las
décadas anteriores, tras el cual "el vencedor nunca accedió a ningún
tipo de pacto que posibilitara la reconstrucción de una comunidad
política con los perdedores y volviera a integrarlos en la vida
nacional". Por ello, "la Guerra Civil no fue la culminación de una
historia, sino su quiebra brutal, un corte profundo infligido a la
sociedad española que, desde 1939, quedó amputada para siempre de una
parte muy notable de sus gentes y de su historia"
Francisco Franco fue la encarnación del bando vencedor,
que consiguió no solo estabilizar un régimen político hasta su muerte,
sino que consiguió condicionar de manera decisiva el futuro régimen que
vendría a sustituirlo. Las piezas centrales del sistema de poder que
articula jurídicamente la Constitución de 1978 no fueron definidas en el
proceso constituyente que se inició tras las elecciones del 15 de junio
de 1977, sino que provienen directamente o del General Franco: la
Monarquía, o de las Cortes franquistas inmediatamente después de la
muerte del dictador, que a través de la Ley para la Reforma Política,
definirían la composición de las Cortes bicamerales que aprobarían la
Constitución y que mantendrán dicha composición en el texto
constitucional, o del Gobierno preconstitucional de Adolfo Suárez, que
mediante Decreto-ley aprobó el sistema electoral del Congreso y el
Senado.
Estos tres elementos, que son los decisivos en
el ejercicio del poder juridificado en la Constitución de 1978, no son
resultado de un proceso constituyente democrático, sino que son herencia
del Régimen del General Franco. La Restauración de la Monarquía, la
composición de las Cortes como órgano constitucional representativo del
pueblo español y su sistema electoral, no han sido definidos por el
poder constituyente del pueblo español, sino que se introdujeron sin
debate constituyente de ningún tipo en el texto constitucional que se
sometería a referéndum el 6 de diciembre de 1978.
Hay
un cuarto. La Iglesia Católica, que también se incorporó de forma
espuria al sistema de poder del 78, a través de la negociación de unos
Acuerdos entre el Estado y la Santa Sede, que fueron negociados por el
Gobierno de Adolfo Suárez antes de que estuviera aprobada la
Constitución, pero que fueron publicados el 4 de enero de 1979, unos
días después de que la Constitución hubiera entrado en vigor.
Materialmente son preconstitucionales, pero formalmente no lo son. Tanto
la Iglesia como el Gobierno de Adolfo Suárez, sabían que esos acuerdos
no hubieran podido ser aprobados en democracia, pero que para la
democracia sería muy difícil, por no decir imposible, revisarlos. Y así
ha sido.
La Monarquía, un Congreso de los Diputados
ligeramente devaluado en su composición y un sistema de elección desde
la perspectiva del principio de legitimidad democrática, un Senado
incompatible con dichos principios de legitimidad y una Iglesia Católica
que mantiene su posición privilegiada predemocrática, han encorsetado
el proceso político y han condicionado fuertemente el esfuerzo por ir
levantando las hipotecas heredadas de la Guerra Civil y de las décadas
del Régimen de las Leyes Fundamentales.
Con un sistema
de poder definido desde el pasado, ha resultado imposible enfrentarse a
lo que ese pasado había sido. La "parte amputada" a la que se refería
Santos Juliá, ha continuado siendo parte amputada. La sociedad española
no ha podido o no se ha atrevido siquiera a mirar a ese pasado e
intentar "integrarlo en la vida nacional".
De ahí
viene la permanencia durante 44 años de los restos del general Franco en
El Valle de los Caídos; de ahí viene la incapacidad de abordar la
nulidad de las sentencias dictadas por los tribunales militares o de
excepción después de la Guerra Civil, de ahí vienen los más de cien mil
ciudadanos desparramados por las cunetas y un largo etcétera.
La
exhumación del General Franco era un primer paso indispensable para que
la sociedad española empiece a mirar a su pasado e intentar una
auténtica reparación. Ya hemos visto lo difícil que ha sido. No menos
difícil va a ser el camino que queda por recorrer.
El
pasado en España nunca ha sido pasado. Kant decía que España es el reino
de los muertos, que los muertos la poseen, que los muertos la dominan.
Lo hemos visto con la exhumación de Franco. Pero también lo podemos ver
con la utilización del terrorismo como instrumento de represión años
después del fin del terrorismo y de la disolución de ETA. La utilización
de un pasado terrorista para reprimir conductas que no pueden ser
calificadas de tales. En la Audiencia Nacional no dejan de multiplicarse
los procesos por terrorismo en estos últimos años. Ahí está el caso de
Alsasua. Parece que ahora se está iniciando la traslación de dicha
estrategia para hacer frente al nacionalismo catalán.
¿Hasta cuándo?
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