Urge una salida para las aguas putrefactas
Cuando los conflictos no tiene solución por la vía del acuerdo, la única respuesta es buscar una salida pactando el desacuerdo. Eso exige liderazgos responsables
Esta no es una responsabilidad exclusiva de los dirigentes políticos, salvo que los queramos ver en el cementerio de líderes valientes
Cuando un movimiento de
masas de la magnitud del independentismo, convencido de tener su gran
utopía al alcance de la mano, descubre que ese horizonte ha
desaparecido, que su dirección política está desnortada y confrontada
entre sí, corre el riesgo de descarrilar. Si además se siente
acorralado, la posibilidad de que en su seno nazcan reacciones violentas
se hace realidad.
Asistimos a la crónica de un
empantanamiento anunciado. Dos años después de la fuga hacia ninguna
parte del procesismo y de la respuesta judicial como única reacción del
Estado, las aguas del conflicto han pasado del empantanamiento a la
putrefacción.
Son muchas y diversas las causas. La más importante, la
epidemia de disonancia cognitiva a uno y otro lado del conflicto. Desde
España amplios sectores políticos y mediáticos continúan negando que el
"problema catalán" sea un problema de toda España que debe resolverse
políticamente.
En Catalunya, buena parte del
independentismo se niega a aceptar que el gran problema, que impide
encontrar una solución, es la fractura de la sociedad catalana. No se
trata de una fractura entre dos bandos, hay afortunadamente muchos
matices, pero la radicalización de las posiciones y las dificultades
para dar representación política a los grises impide que se escuchen sus
voces.
La disonancia cognitiva compartida les impide
entender que no hay solución en la lógica de vencedores y vencidos, que
asistimos a un bloqueo de impotencias mutuas. Ni el Estado, con toda su
fuerza, va a acallar a un movimiento tan masivo y resistente como el
independentista, ni este va a derrotar al Estado, como perversamente
hicieron creer unos e ingenuamente creyeron otros.
Cuando
los conflictos no tiene solución por la vía del acuerdo, la única
respuesta es buscar una salida pactando el desacuerdo. Eso exige
liderazgos responsables, capaces de explicar que la renuncia, la
retirada táctica, la capacidad de transaccionar, son la esencia de la
política y la democracia.
Esta no es una
responsabilidad exclusiva de los dirigentes políticos, salvo que los
queramos ver en el cementerio de lideres valientes. El papel de los
medios de comunicación es clave y algunos – demasiados- no están
cumpliendo su función social. En vez de contribuir a generar conciencia
crítica y controlar al poder cercano se han embarcado en lo contrario,
alimentan el gregarismo acrítico y son los más firmes aliados de los
hooligans respectivos. Además de atacar a las organizaciones sociales
transversales que, como mucho esfuerzo y riesgo, intentan tender
puentes, alientan el incendio para después lamentarse de sus
consecuencias.
Algunos dirigentes políticos,
creadores de opinión y medios de comunicación son los máximos
responsables de haber convertido al otro, en el enemigo. La construcción
del enemigo, tan propia de los nacional-populismo, ha hecho fortuna a
uno u otro lado de las barricadas. Con el otro, al que se reconoce una
parte, al menos, de razón se puede hablar para pactar el desacuerdo. Al
enemigo se lo demoniza, se lo deshumaniza y se le intenta derrotar o
arrastrar al abismo.
Dos años sin una sola iniciativa
política digna de este nombre. Con la dirección independentista
desnortada, sin haber aprendido nada del otoño del 2017, confrontada
partidariamente entre sí por la hegemonía del independentismo, buscando
el momentum que les retorne a la ficción, llamando a
la movilización sostenida sin explicar hacia dónde quiere dirigir esa
fuerza que movilizan. Con un Estado, que lo ha fiado todo a los
tribunales y a la solución judicial, que cierra el paso a cualquier
fuerza política que pretenda rebajar la tensión o adoptar iniciativas de
diálogo.
En estas aguas putrefactas estábamos cuando
la sentencia del Supremo ha confirmado los peores presagios, las togas
tienen sus propias lógicas y tiempos, que se escapan a las reglas de la
política. Lo advertimos.
Después de estudiarla y
compartir análisis de todos colores, he llegado a la conclusión de que
el Tribunal Supremo ha quedado atrapado en sus propias redes, las que
tendió en 2017 para salvar el Estado, como ya expliqué aquí.
El
1 de octubre, el Estado español se sintió desbordado y reaccionó con el
discurso del Rey del 3 de octubre y las acciones de la Fiscalía y del
Poder Judicial, que se autoimpusieron la misión de salvar al Estado de
una grave crisis que lo ponía en riesgo.
Solo con
esta lógica puede entenderse la petición fiscal de rebelión que desde el
principio fue rechazada por la inmensa mayoría de penalistas. La
imputación de rebelión les permitió neutralizar a los dirigentes
independentistas, aplicándoles una prisión preventiva claramente abusiva
– aunque no infrecuente- y suspenderlos en sus cargos antes de emitir
una sentencia firme, limitando algunos de sus derechos de representación
política.
Pero ha sido esa propia red, lanzada en
otoño del 2017, en la que ha quedado voluntariamente atrapado el
Tribunal Supremo. Después de dos años de prisión provisional,
consideraron impensable una condena por desobediencia u otro delito que
comportara penas inferiores a las que ya habían cumplido. Hubiera sido
un gran escándalo.
Me temo que esa lógica es la que ha
orientado el evidente pacto que se ha producido en el seno del Supremo
para garantizar la unanimidad y eludir el riesgo de deslegitimación
mediática de la sentencia.
La resolución del Tribunal
tiene mucho más rigor jurídico del que reconocen sus detractores. Hace
un gran esfuerzo para defenderse con argumentos sólidos de las
acusaciones de vulneración de derechos fundamentales y así blindarse
ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Pero a
mi entender contiene algunos errores graves que solo se explican por esa
necesidad del Supremo de no dar marcha atrás en ninguno de los aspectos
significativos de la instrucción y de alcanzar un pacto en su seno.
Todo apunta que ha sucedido algo frecuente en los tribunales, primero se
llega a la conclusión de la sentencia y luego se arma la justificación.
Así,
los hechos que declara probados están redactados sin explicar en qué
pruebas practicadas se basa el tribunal para considerar que estos hechos
y no otros son los que han sido probados. Para que los legos puedan
entenderme les sugiero que lean, por ejemplo, la sentencia del caso
Palau, donde todas y cada una de las afirmaciones del tribunal son
justificadas hasta el último detalle.
Quizás, si el
Supremo hubiera realizado esa tarea, se hubiera ahorrado el escandaloso
error de confundir en varios momentos de la sentencia a Dolors Bassa, consellera de Treball, con la consellera d'Educació.
No es un error baladí, porque en base a ese error se la hace
responsable de la apertura de los centros docentes como colegios
electorales el 1 de octubre, un aspecto que el tribunal considera
determinante para individualizar su responsabilidad penal e imponerle
una elevada condena.
Este grave error solo se explica
porque el Supremo, atrapado en la red de sus propios actos durante la
instrucción, no se ha permitido llegar a conclusiones distintas a las
que dieron lugar a sus primeras actuaciones. Que, no se olvide, ya
incluían la petición de condena por sedición en defecto de rebelión.
Solo así se explica la diferenciación de trato, que en la sentencia no
se justifica, en relación a la responsabilidad de los diferentes
miembros del Gobierno catalán. Parece un "sostenella y no enmendalla" .
A
mi entender, lo más significativo es la esquizofrenia argumental de la
sentencia al analizar la existencia del delito de sedición. Así, en los
hechos probados se minimiza la capacidad de los actos perseguidos para
poner en riesgo la autoridad del Estado:
"Todos los
acusados ahora objeto de enjuiciamiento eran conscientes de la
manifiesta inviabilidad jurídica de un referéndum de autodeterminación
que se presentaba como la vía para la construcción de la República de
Cataluña. Eran conocedores de que lo que se ofrecía a la ciudadanía
catalana como el ejercicio legítimo del «derecho a decidir», no era sino
el señuelo para una movilización que nunca desembocaría en la creación
de un Estado soberano".
Más adelante la sentencia argumenta que:
"Bastó
una decisión del Tribunal Constitucional para despojar de inmediata
ejecutividad a los instrumentos jurídicos que se pretendían hacer
efectivos por los acusados. Y la conjura fue definitivamente abortada
con la mera exhibición de unas páginas del Boletín Oficial del Estado
que publicaban la aplicación del artículo 155 de la Constitución a la
Comunidad Autónoma de Cataluña."
Resulta
incomprensible que el Supremo, después de sus propias afirmaciones, no
haya considerado oportuno aplicar el artículo 547 del Código Penal que
regula una especie de sedición atenuada con penas menores:
"En
el caso de que la sedición no haya llegado a entorpecer de un modo
grave el ejercicio de la autoridad pública y no haya tampoco ocasionado
la perpetración de otro delito al que la Ley señale penas graves, los
Jueces o Tribunales rebajarán en uno o dos grados las penas señaladas en
este capítulo."
Esta posibilidad, que casa mucho más
con el relato del propio Supremo, le permitía dictar una sentencia
jurídicamente rigurosa, condenar por sedición con unas penas elevadas,
muy lejanas de la absolución que unos exigían y otros consideran
impunidad. Pero, al mismo tiempo, hubiera producido la libertad casi
inmediata de los presos, a partir de la aplicación de la legislación
penitenciaria.
Parece que no se quiere entender que,
mientras los dirigentes independentistas estén en la cárcel, la
posibilidad de encontrar una salida al conflicto es nula. Se están
torpedeando los muchos esfuerzos de entidades sociales y sindicatos
confederales para evitar una mayor fractura de la sociedad y alejarla de
los centros de trabajo. Además de ofrecer argumentos para el relato
interesado de la venganza, alimentado por irresponsables dirigentes
políticos y medios de comunicación.
Ahora toca
gestionar políticamente esta sentencia en un ambiente infinitamente peor
que antes de ser dictada. Y resulta imprescindible ponerse de acuerdo
en un objetivo compartido, que los dirigentes independentistas obtengan
su libertad o un régimen de prisión atenuada cuanto antes. Es urgente,
por razones de justicia o solidaridad dirán unos, pero también porque
sin esa condición no hay salida de las aguas putrefactas en las que
estamos.
Propuestas como la de amnistía pueden servir
para cohesionar al independentismo en lo único que les une, los presos,
pero no solo no sirve para sacarlos de la cárcel, sino que genera un
imaginario inaceptable para los que desde España quieren ayudar. En
ocasiones parece que desde sectores del independentismo más que
conseguir la libertad de los presos, se busca instrumentalizar su
prisión para mantener la tensión.
Llegados a este
punto constatamos que continuamos empantanados en un bucle sin fin. Para
encontrar una salida necesitamos a los presos en la calle, pero para
conseguir este objetivo necesitamos invertir el clima. Y los
acontecimientos de estos días no ayudan. De nada sirve insistir en el
carácter pacífico del independentismo y sus líderes, que reconoce
incluso la sentencia, si a continuación se justifican, relativizan o
contextualizan los actos de violencia, se practica un sepulcral silencio
de 72 horas, como el de Puigdemont y Torra. Y al final se sale con la
coartada de los infiltrados, eludiendo toda responsabilidad.
Con
un "lo volveremos a hacer" de doble o triple interpretación, con
actitudes irresponsables como la del Presidente Torra, se hace difícil
salir del bucle en el que estamos.
Con un
independentismo incapaz de entender el poder del Minotauro, del Estado, y
con los que al otro lado creen que se les puede derrotar a palos, vamos
de cabeza al abismo.
Los costes de todo tipo por las
irresponsabilidades compartidas de estos años van a ser muy graves,
especialmente en relación a las generaciones más jóvenes. Cada día que
pasa sin encontrar una salida los agrava aún más. Urge salir de las
aguas putrefactas y cada uno de nosotros tiene la responsabilidad de
contribuir a ello.
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