La hospitalidad
por Luis García Montero
La compasión nos interpela. Nos pone en contacto con aquel territorio de nosotros mismos que, sin entrar en definiciones exactas, tiene que ver con la lealtad, la dignidad y la bondad. Es el sentimiento que admite menos trampas.
Existen muchas estrategias para engañarnos, para embellecer la idea que mantenemos de nosotros. El rencor nos invita a pensar que el otro merece nuestra venganza. El miedo nos ayuda a asumir la parte más servil o más egoísta que anida en nuestro corazón. La necesidad de sobrevivir justifica con su rutina nuestros ojos cerrados y nuestra indiferencia.
Pero hay situaciones que nos interpelan de forma inmediata y abren una herida profunda si nos negamos a la compasión. Aunque corramos peligro, resulta difícil no ayudar a quien recibe una paliza en la calle, a quien acaba de tener un accidente de tráfico, a quien está herido o abandonado a su dolor. Las habitaciones propias dejan de ser hospitalarias para sus dueños cuando se regresa manchado por la injusticia. No se puede volver con tranquilidad a casa después de pasar de largo ante la soledad de la víctima.
En teoría, una ley no tiene por qué ser compasiva o sentimental. Mejor que las leyes sean claras y establezcan con exactitud derechos y responsabilidades en beneficio de la igualdad democrática. Pero el mundo no es claro, ni justo, ni exacto, y de manera inevitable las leyes acaban abriéndose a la interpretación de los jueces y fiscales. Por eso conviene que los que aprueban y aplican las leyes sí sean compasivos y piensen en el amparo de los débiles. La fe en el castigo y en la mano dura suele dar menos resultados que una meditación humana sobre las reglas de la convivencia, sus desequilibrios y sus reparaciones. Y, en cualquier caso, cuando se provoca la ambigüedad en el código penal conviene estar alerta y preguntarse a favor de quien juega la dinámica incierta de algunas interpretaciones.
Las sucesivas reformas del código penal español van empobreciendo poco a poco su corazón democrático. Los pasos que se dieron hacia delante parecen condenados a cambiar de rumbo y tomar la dirección del autoritarismo. Es la dinámica de los últimos años. Un caso significativo lo encontramos en la incertidumbre que anuncia ahora la próxima reforma del artículo 318 bis.
La necesidad de castigar a los que promueven, favorecen o facilitan el tráfico ilegal o la inmigración clandestina tiene sentido para perseguir las redes que comercian con la necesidad humana, negociantes de pateras o profesionales de la trata de blancas. Pero el proyecto del nuevo código crea una peligrosa ambigüedad en las relaciones con los inmigrantes sin papeles al fijar que “El Ministerio Fiscal podrá abstenerse de acusar por este delito cuando el objetivo perseguido fuere únicamente prestar ayuda humanitaria a la persona de que se trate”.
Es muy peligrosa la relación ambigua que se establece entre la ayuda humanitaria, el delito y las redes de explotación de inmigrantes. Al dejarla abierta a la voluntad del Ministerio Fiscal, entramos en realidad en un cambio ideológico del sentido de la ley. El artículo deja de representar la preocupación de un país por la dignidad y los derechos de los inmigrantes para convertir a la fiscalía en un ámbito más de vigilancia obsesiva de sus fronteras. Que un fiscal pueda abstenerse o no abstenerse de acusar a un ciudadano español por ayudar de forma humanitaria a un inmigrante deja la conciencia de este país a la intemperie. Bueno, todavía más a la intemperie de lo que está ahora. Después de criminalizar nuestros derechos cívicos y nuestra pobreza, vamos por el camino de criminalizar también nuestra conciencia.
La capacidad de admiración es, junto a la compasión, otro sentimiento que nos interpela de forma más profunda. Cansado de mirar hacia los vertederos del mundo, llevo algún tiempo practicando de un modo disciplinado el ejercicio de la admiración. Busco metódicamente personas admirables. La mayoría de las que he encontrado se dedican a ayudar, acoger, alimentar y hospedar a inmigrantes. Pensar que pueden ser perseguidas con la ley en la mano por un fiscal justiciero, incapaz de entender la solidaridad con la pobreza, hace que este país sea todavía un poco más irrespirable.
No es ya que España sea poco hospitalaria con los extranjeros. Es que empieza a ser un país inhabitable para los españoles.
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