Por:
Frei Betto
Ser
de izquierda es, desde que esa clasificación surgió con la Revolución
Francesa, optar por los pobres, indignarse ante la exclusión social,
inconformarse con toda forma de injusticia o, como decía Bobbio,
considerar una aberración la desigualdad social.
Ser de derechas es tolerar injusticias, considerar los imperativos
del mercado por encima de los derechos humanos, encarar la pobreza como
tacha incurable, creer que existen personas y pueblos intrínsecamente
superiores a los demás.
Ser izquierdista -patología diagnosticada por Lenin como ‘enfermedad
infantil del comunismo’- es quedar enfrentado al poder burgués hasta
llegar a formar parte del mismo. El izquierdista es un fundamentalista
en su propia causa. Encarna todos los esquemas religiosos propios de los
fundamentalistas de la fe. Se llena la boca con dogmas y venera a un
líder. Si el líder estornuda, él aplaude; si llora, él se entristece; si
cambia de opinión, él rápidamente analiza la coyuntura para tratar de
demostrar que en la actual correlación de fuerzas…
El izquierdista adora las categorías académicas de la izquierda, pero
se iguala al general Figueiredo en un punto: no soporta el tufo del
pueblo. Para él, pueblo es ese sustantivo abstracto que sólo le parece
concreto a la hora de acumular votos. Entonces el izquierdista se acerca
a los pobres, no porque le preocupe su situación sino con el único
propósito de acarrear votos para sí o/y para su camarilla. Pasadas las
elecciones, adiós que te vi y ¡hasta la contienda siguiente!
Como el izquierdista no tiene principios, sino intereses, nada hay
más fácil que derechizarlo. Dele un buen empleo. Pero que no sea
trabajo, eso que obliga al común de los mortales a ganar el pan con
sangre, sudor y lágrimas. Tiene que ser uno de esos empleos donde pagan
buen salario y otorgan más derechos que deberes exigen. Sobre todo si se
trata del ámbito público. Aunque podría ser también en la iniciativa
privada. Lo importante es que el izquierdista sienta que le corresponde
un significativo aumento de su bolsa particular.
Así sucede cuando es elegido o nombrado para una función pública o
asume un cargo de jefe en una empresa particular. De inmediato baja la
guardia. No hace autocrítica. Sencillamente el olor del dinero,
combinado con la función del poder, produce la irresistible alquimia
capaz de hacer torcer el brazo al más retórico de los revolucionarios.
Buen salario, funciones de jefe, regalías, he ahí los ingredientes
capaces de embriagar a un izquierdista en su itinerario rumbo a la
derecha vergonzante, la que actúa como tal pero sin asumirla. Después el
izquierdista cambia de amistades y de caprichos. Cambia el aguardiente
por el vino importado, la cerveza por el güisqui escocés, el apartamento
por el condominio cerrado, las rondas en el bar por las recepciones y
las fiestas suntuosas.
Si lo busca un compañero de los viejos tiempos, despista, no atiende,
delega el caso en la secretaria, y con disimulo se queja del
‘molestón’. Ahora todos sus pasos se mueven, con quirúrgica precisión,
por la senda hacia el poder. Le encanta alternar con gente importante:
empresarios, riquillos, latifundistas. Se hace querer con regalos y
obsequios. Su mayor desgracia sería volver a lo que era, desprovisto de
halagos y carantoñas, ciudadano común en lucha por la sobrevivencia.
¡Adiós ideales, utopías, sueños! Viva el pragmatismo, la política de
resultados, la connivencia, las triquiñuelas realizadas con mano experta
(aunque sobre la marcha sucedan percances. En este caso el izquierdista
cuenta con la rápida ayuda de sus pares: el silencio obsequioso, el
hacer como que no sucedió nada, hoy por ti, mañana por mí…).
Me acordé de esta caracterización porque, hace unos días, encontré en
una reunión a un antiguo compañero de los movimientos populares,
cómplice en la lucha contra la dictadura. Me preguntó si yo todavía
andaba con esa ‘gente de la periferia’. Y pontificó: “Qué estupidez que
te hayas salido del gobierno. Allí hubieras podido hacer más por ese
pueblo”.
Me dieron ganas de reír delante de dicho compañero que, antes,
hubiera hecho al Che Guevara sentirse un pequeño burgués, de tan grande
como era su fervor revolucionario. Me contuve para no ser indelicado con
dicho ridículo personaje, de cabellos engominados, traje fino, zapatos
como para calzar ángeles. Sólo le respondí: “Me volví reaccionario, fiel
a mis antiguos principios. Prefiero correr el riesgo de equivocarme con
los pobres que tener la pretensión de acertar sin ellos”.
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