domingo, 4 de junio de 2017

A mis alumnos de Filología

Publicada 04/06/2017 

Os agradezco vuestra invitación a participar en esta ceremonia.

Y mi primera forma de agradecimiento os la ofrezco en forma de corbata. Creo que es la primera vez en 40 años que vengo a esta Facultad con corbata. Ni como estudiante entre 1977 y 1981, ni como profesor desde 1981 me he separado de ese torpe aliño indumentario con el que muchos de vosotros y de vosotras me habéis visto por los pasillos, en el despacho o en clase.

Yo no recuerdo haber celebrado ceremonia de graduación como estudiante, ni como profesor. Ni recuerdo tampoco fiesta universitaria que tuviese que ver con las corbatas, las peluquerías, los sastres y las modas y todas esas cosas de las que me habéis avisado. Así que si vengo con corbata es para estar con vosotros, entre vosotras, como vosotros, ya que en estos dos últimos años de docencia he sentido una especial complicidad con la nueva rebeldía de numerosos alumnos y alumnas de vuestra promoción. Una comunidad universitaria es un ámbito de diálogo generacional. Aquí nos dedicamos al saber, a la información y a la formación, y lo hacemos buscando esa dinámica imprescindible que constituye cualquier comunidad: el entendimiento entre los mayores y los jóvenes, el vínculo que permite una transmisión de valores y de saberes. Tan peligroso es un viejo cascarrabias como un joven sin memoria. A la larga, lo que uno aprende dedicándose durante años a la educación de los demás es que sólo puede enseñar quien está dispuesto a seguir su propio aprendizaje. Del mismo modo, sólo puede aprender bien algo la persona que siente que un día deberá enseñárselo a los demás.

Para los humanistas, la palabra nosotros es una forma de tomar situación en el presente con el equipaje del ayer y el pasaporte del futuro.

Hace 40 años que se inauguró este edificio de la Facultad de Filosofía y Letras del Campus de Cartuja en Granada. Las viejas paredes de hoy eran una novedad inquietante en 1977. Los alumnos que fuimos arrastrados hasta lo alto del monte, melenudos, conspiradores, militantes clandestinos de indumentaria rebelde, teníamos la sensación de que nos sacaban del centro de la ciudad, de la vieja Facultad de Pontezuelas y del Hospital Real, porque querían expulsar el conflicto hacia los márgenes de la ciudad. Fue un año de huelgas contra los restos del franquismo todavía vigente, las reformas universitarias de la UCD y la falta de autobuses públicos para acceder desde la ciudad a las nuevas instalaciones. En esas nuevas instalaciones tuve, sobre todo, la suerte de encontrarme con un maestro: el profesor Juan Carlos Rodríguez.

Un maestro no es el que nos da sólo la información necesaria para conseguir un puesto de trabajo. El maestro es el que nos contagia una vocación, una idea de vida relacionada con nuestro trabajo, una profesión que es compromiso de vida. En aquella universidad antifranquista y politizada de Juan Carlos Rodríguez, yo sentí que no quería ser poeta para escribir endecasílabos perfectos. Sentí también que no quería ser filólogo para aprender a poner notas al pie de página y para acumular datos encerrados en una biblioteca. Todo eso estaba bien, era imprescindible, pero no suficiente. Saber, sociedad, compromiso y poesía se unieron en una vocación que se autolegitimaba en el deseo de participar en la emancipación humana. Seres más dignos en una realidad más justa. Seres más felices en un país más libres.

Os cuento mi vida porque en nuestra dedicación a la literatura hay un deseo último, propio de una comunidad organizada y hermanada por las palabras, de contarnos la vida. Las palabras tienen memoria, conforman el relato de nuestras experiencias, nos dan una dimensión histórica. Frente al tiempo mercantilizado del consumo, entendido como objeto de usar y tirar, la dimensión literaria del tiempo nos convierte en herederos de una experiencia que llega de nuestros mayores. Esa experiencia, ese concepto del tiempo, es lo que nos ata al futuro de nuestros hijos, lo que nos hace sentir la obligación de estar con ellos, de comprender el mundo en el que viven.

Por eso me tenéis aquí con corbata. Y no es sólo porque quiera estar con vosotros; es también porque os conozco lo suficiente para saber que a lo largo de la vida, por encima de los cambios y las modas, más allá de las peluquerías, los comercios y las fiestas, en el hacer diario de vuestras profesiones, os acompañará el sedimento de lo que habéis aprendido del relato humano con Galdós, Unamuno, Antonio Machado, Federico García Lorca, Ana María Matute o Carmen Martín Gaite. Sé que frente a la España Oficial reclamará vuestra atención la realidad de España, que os negaréis a aceptar el grito bárbaro de “muera la inteligencia”, que intentaréis ser, en el buen sentido de la palabra, buenos, porque la tierra da sus frutos para todos y porque la literatura será en vuestras razones y vuestros sentimientos un ajuste de cuentas con las fealdades y las injusticias de la vida. El ser más íntimo de la literatura resulta inseparable de su ser social. Las mejores bibliotecas son aquellas que contienen y extienden el rumor callejero de la existencia al aire libre; las mejores palabras son aquellas que a través del uso conservan la inquietud y el sudor de la gente.

La huella que dejáis aquí, en mi memoria y en estos pasillos, es el testimonio de unos años importantes en vuestra vida. Espero que os acompañen siempre de forma fecunda. Sois el sentido de nuestro trabajo, la razón de nuestras vocaciones, lo que convierte en algo más que en una rutina gris el ver pasar las nubes, los días, los cursos y las promociones.

Mi corbata y yo os damos las gracias.



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                                         ¡Gracias!

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