lunes, 25 de enero de 2016

Analogía

Los votantes del PSOE y de Podemos no perdonarían que no se intentase un acuerdo entre ambos partidos porque cualquier otra solución les parecería peor








Millones de españoles han crecido bajo los ecos de aquella gesta. Se han agotado los adjetivos excelsos, las fórmulas de alabanza para ensalzar la generosidad, la responsabilidad, el patriotismo de quienes renunciaron a sus líneas rojas a favor de la gobernabilidad de este país. Que yo no esté precisamente de acuerdo con el relato no implica que no recuerde a dos antagonistas enfrentados en un grado hoy inconcebible. Uno era el secretario general de un partido ilegal, al que el franquismo consideraba una banda terrorista. El otro había sido secretario general del Movimiento Nacional, el partido único de la dictadura. Se sentaron a negociar, pactaron y llegaron a un acuerdo. Sus seguidores se sintieron traicionados por igual, pero apoyaron el pacto porque cualquier otra solución les habría parecido peor. Esa fue la clave de aquella negociación, y es el aspecto que hoy se empeñan en ignorar quienes censuran cualquier pacto entre el PSOE y Podemos, dos partidos legales que, desde la dirección hasta su último militante, están infinitamente más cerca entre sí que el PCE de 1976 y el aparato franquista, y equidistantemente alejados del PP. Sus votantes no les perdonarían que no intentaran llegar a un acuerdo porque cualquier otra solución les parecería peor, pero su capacidad de renuncia, su postura favorable al diálogo, no merece elogio alguno. Al contrario, parece que la sensatez, la cordura, la solvencia, son en España patrimonio de la derecha, quizás porque sus diputados llevan siempre corbata. Si yo fuera Pedro Sánchez, intentaría formar Gobierno. Es una tarea ardua, pero el premio merece la pena porque entre todos, amigos y enemigos, le están convirtiendo en un héroe. Como Suárez. O como Carrillo.

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Qué razón tienes, Almudena. Hace falta ese valor y esa lucidez que da la conciencia despierta para comprender la trascendencia de los momentos cruciales. En los que hay que perder el temor a crear lo nuevo entre todos. Ese valor que unifica, que armoniza lo que no parecía armonizable. Y que restaña heridas y sana enfermedades sociales que parecían no tener curación. Eso pasó en los primeros acuerdos históricos que dignificaron una historia horrenda, al final de los 70, pero que se cortaron por la fuerza de un golpe de estado desde el mismo Estado y ya no continuaron la terapia nacional.  El miedo que había remitido con Suárez se acrecentó con el 23F y ya no ha remitido nunca más. Se ha hecho costra con el mantra "Virgencita, que nos quedemos como estamos". Hemos aprendido a funcionar con las duras y las maduras, pero sin distinguirlas hasta conseguir una democracia abúlica, melindrosa y asustadiza, mucho más preocupada por cumplir protocolos que por la transparencia, la igualdad, la justicia y los derechos, que deberían ser su fundamento. La Constitución llena de lañas y tipex no se toca, que da calambre y es sagrada, sobre todo para los que viven de ella y no para dignificarla sino para forrarse a su costa, que es la nuestra. El modelo de Estado es un tabú sobre el que está prohibido debatir en el Parlamento o entre partidos "serios". En fin, una España institucional tan encorsetada y tiesa que siempre está a punto de romperse por cualquier cosa, pero que no se decide a nada. Una ficción política, instrumental y amañada, cada vez más lejos de la realidad social, que ni siquiera tiene en cuenta la voz de las urnas, que se pasa por el forro del paripé y la aparatosidad, dificultando la cercanía, el respeto mutuo, la escucha y el diálogo, que para ese régimen cavernario es el verdadero estorbo. No sabe como hacerlo, no conoce la dialógica, sino la agresión mutua, la desconfianza, el pique y el orgullo de casta. 

A ver qué hacemos con este truño que nos aplasta y nos amordaza aunque no queramos...

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