Noodles, kebab, sushi, derechos laborales
En bicicleta, a pie, en metro, precarios repartiendo al ritmo que marca la app. Una ficción sobre la “economía colaborativa”
Decimoséptima edición de 'Letra Pequeña': lee aquí la serie de relatos escritos por Isaac Rosa e ilustrados por Riki Blanco
Decimoséptima edición de 'Letra Pequeña': lee aquí la serie de relatos escritos por Isaac Rosa e ilustrados por Riki Blanco
Mira que se lo han dicho
veces los compañeros: ponle siempre el antirrobo. O para ser más
exactos: ponle siempre el puto antirrobo, Toni, no te fíes nunca, y que
sea de barra, o de cadena con eslabones de acero, que los de cable te
los cortan con la cizalla como si fuese hilo.
Y él
siempre lo pone, aunque decir "siempre" suena a muchos años cuando en
realidad hablamos de un "siempre" de solo dos meses. Desde el primer día
en la calle no se ha confiado, no la deja suelta casi nunca. El "casi
nunca" es por las veces en que no puede perder los pocos segundos de
candar y luego soltar, porque el domicilio de entrega resulta estar a
tres kilómetros como decía la orden, sí, pero en línea recta, y Toni no
puede atravesar edificios ni volar sobre ellos; o porque como hoy el GPS
le falla y tarda más de lo previsto en encontrar un bloque sin numerar,
una verja que da entrada a un patio ajardinado, y los portales al
fondo.
Así que hoy ha sido una de las excepciones al "casi
nunca": estaba ya fuera de tiempo sobre la hora de entrega, pasó la bici
al patio y la dejó apoyada en el lado interior de la verja, desde fuera
ni se veía, el ladrón debió de seguirle o salir del propio edificio.
Esto último le parece menos probable: si se confió y no puso antirrobo
fue también por el aspecto del lugar, vecindario de renta alta, solo hay
que ver lo jodidamente cuidado que tienen el jardín, quién se iba a
molestar por una bici del Carrefour de ciento veinte euros.
Empezó
a inquietarse cuando todo se hizo lento: el retraso en abrirle el
portal, el ascensor ocupado, la discusión con el gilipollas que le
reprochó la tardanza y le exigió que esperase para comprobar si los
noodles estaban fríos, "y como estén fríos te los comes tú y me traes
otros". Le amenazó con una valoración negativa en la app, y Toni
mientras sonriendo como le han dicho que debe sonreír siempre al
cliente, y pensando en su bici ahí abajo sin antirrobo, su bici que
todavía no llevaba ni una pegatina que la distinguiera ni había apuntado
el número de serie como le aconsejaron, su bici que ya no estaba cuando
salió. No estaba. No está.
Con la mochila corporativa
a la espalda sale a la calle y mira en ambas direcciones, corre hacia
la esquina más cercana, da la vuelta a la manzana, llega hasta el tercer
cruce y nada. Ni bici, ni ladrón de bicicletas.
Toni
se deja caer en el bordillo, para subrayar su fracaso. El primer impulso
es llamar a Jota, el 'rider' que desde hace dos meses le cede a Toni su
cuenta de repartidor los días y horas que Jota no quiere trabajar. Es
una solución provisional, hasta que Toni arregle los papeles y pueda
hacerse autónomo y tener cuenta propia, pero la solución provisional
dura ya dos meses. Jota se va a mosquear, porque hoy es festivo y esta
es la hora de más demanda: si deja de estar disponible le quitarán
puntos, no a él, que no existe, sino a Jota, pero al final es como si se
los quitasen a él, porque si a Jota le dan menos horas de servicio,
menos horas sobrantes pillará Toni también.
En estos
pensamientos anda, con el móvil en la mano dudando si llamar, cuando el
silbido avisa de un nuevo pedido: es un kebab a solo dos calles de aquí,
entre todos los 'riders' activos, el algoritmo ha elegido por
proximidad a Jota. Es decir, a Toni. La dirección de entrega no está muy
lejos, un kilómetro setecientos, eso no son ni quince minutos a buen
paso, y por el camino puede seguir buscando al ladrón con su bici.
Recoge
la comida, trota por la avenida hasta la dirección marcada, entrega y
apenas sale del portal vuelve a pitar la app: otro pedido. Esta vez
sushi, restaurante a cuatro manzanas de donde está, pero el cliente a
tres kilómetros y medio. Revisa el mapa, son dos paradas de metro y
luego caminar un poco. Lo acepta, será el último transporte que haga
hoy: en cuanto entregue llamará a Jota y le contará lo del robo. Si no
quiere perder puntuación, que le preste su bici, o que la coja él mismo y
salga a pedalear.
En el metro coincide con otros dos
'riders', uno a pie como él, otro con la bicicleta cargada en el vagón.
La solidaridad cansada los reúne, y en seguida les cuenta lo del robo.
Le aconsejan que lo avise en el chat interno, que diga modelo y color,
por si un repartidor se cruza con el ladrón, no sería la primera vez que
alguno recupera una bici gracias a los compañeros. Agradece el consejo,
pero no les dice que para escribir en el chat interno primero tendría
que consultárselo a Jota, que no se fía, por si la empresa le pilla y le
cancelan la cuenta por compartirla.
− Quédate
en la calle –le pide Jota cuando por fin lo llama, tras entregar el
sushi−. En casa no vas a encontrar la bici, ¿no? Y tampoco vas a
denunciar a la policía, ¿verdad? Date una vuelta por ahí, pregunta a
otros 'riders' si la han visto.
− Vale, te devuelvo la mochila y me voy a buscarla.
−
No, joder. Mientras la buscas, sigue repartiendo, qué más te da. Encima
que te quedas sin bici, no pierdas también dinero, que hoy es un buen
día.
Y eso hace Toni durante la siguiente hora y
media: recoger y entregar otros tres pedidos. Uno a paso ligero, otro en
autobús, y el tercero no le queda más remedio que coger un taxi. Culpa
suya: aceptó el pedido sin comprobar antes la dirección, y resultó estar
en una urbanización. El único autobús que va hasta allí se le escapa en
sus narices, el siguiente tardará veinte minutos, y si entrega tarde y
frío es casi peor que no entregar. Cinco euros de taxi, y gracias a que
el taxista se compadeció y no le cobró la carrera entera. Después, media
hora de caminata para regresar al centro. Ya basta por hoy, decide irse
a casa.
Entonces la ve: la bicicleta. Sobre ella
pedalea un repartidor de otra compañía, mochila a la espalda. Es su
bicicleta, sí, joder, la reconoce. Echa a correr tras el 'rider', tan
excitado que no tiene en cuenta que es un modelo muy común, bici barata,
habrá cientos como la suya en la ciudad, pero eso ya lo aclarará cuando
lo alcance. Corre, pega un grito, pero el otro no se detiene en el
semáforo, lo pierde de vista tras la primera esquina.
Que
le den por culo a Jota y sus precauciones: Toni saca el móvil, abre la
cuenta y teclea en el chat interno: la agitación al teclear y el
capricho del autocorrector resultan en un mensaje incomprensible. Se
tranquiliza, vuelve a teclear, breve: lugar del robo, marca y color, y
añade que ha visto a un 'rider' de otra plataforma que podría ser el
ladrón. Recibe palabras de ánimo, pero también un par de reproches por
acusar a otro 'rider', una cosa es que compitamos por coger los mejores
servicios y otra que nos robemos el vehículo, entre nosotros hay
compañerismo.
Entre pedido y pedido, mientras sigue
buscando, pasa por las calles donde se concentran franquicias de comida
rápida, punto de encuentro habitual de repartidores. A todos les cuenta
el robo, les pide ayuda para encontrarla. Le recomiendan que mientras
tanto utilice una bicicleta del servicio público de préstamo, pero para
eso primero tendría que sacarse el abono, y antes de eso empadronarse, o
al menos aportar algún documento identificativo, y él por ahora
prefiere evitar tratos con la administración.
Cargado
con tres pizzas aprovecha una cuesta abajo para correr más que andar.
Oye gritos, silbatos, bocinazos y tambores, y al girar la esquina
encuentra la avenida ocupada por cientos, miles de personas que caminan
con pancartas y banderas rojas. Observa su paso desde la acera, y al
girarse descubre a un fotógrafo que rodilla en tierra le está apuntando.
−No
te importa, ¿verdad chaval? –dice el fotógrafo. Toni se encoge de
hombros y vuelve a darle la espalda, y eso es lo que busca el fotógrafo:
la mochila, el repartidor agotado, y la manifestación del Primero de
Mayo pasando frente a él. Mañana aparecerá la imagen en varios
periódicos, icónica, el representante del nuevo precariado frente a los
viejos sindicatos, aunque eso Toni no lo sabrá, no lee prensa.
Entonces
la ve otra vez: su bicicleta. Es el mismo 'rider' de antes, mochila a
la espalda, que deja de pedalear y frena al topar con la manifestación.
Descabalga, y empujando la bici se decide a atravesar la multitud. Toni
le grita, "eh, tú, el de la bici", y hasta se atreve con un "¡al
ladrón!", pero su voz no se levanta sobre los "Viva la lucha de la clase
obrera" y "Así, así, ni un paso atrás…"
Corre hacia
el ladrón, que ya ha desaparecido engullido por la manifestación. Se
mete en la corriente humana en el mismo punto que lo hizo el ciclista,
ve su casco entre las cabezas, no los separan más de treinta metros,
ambos avanzan lentamente, uno abriendo con la bicicleta un breve pasillo
que se cierra a su espalda, el otro entorpecido por la gran mochila
cuadrada, están caminando hacia la zona del escenario y la concentración
es más densa, tiene que rodear una batucada, se disculpa por pisotones y
choques, hasta que acaba por perder de vista el casco, el repartidor,
la bici, su bici.
En medio de la manifestación,
mientras alguien desde el escenario habla de "poner en la agenda
política la redistribución de la riqueza y acabar con la precariedad
laboral y vital", Toni gira de puntillas, dificultado el giro por la
mochila, intenta distinguir el casco en todas direcciones, pero nada. Lo
ha vuelto a perder.
Por la tarde el ritmo de pedidos
se reduce, y él arrastra los pies hasta una zona de encuentro habitual,
una plaza donde los 'riders' comen algo y se ayudan a reparar pinchazos
mientras ríen con las mismas anécdotas de siempre y maldicen a los
clientes que racanean propinas. Toni saluda a un par de habituales, se
descuelga la mochila vacía, se deja caer en un banco de cemento
caliente, se quita las zapatillas y los calcetines, una ampolla en un
dedo. Y entonces, con la cara apoyada en las manos y los codos en las
rodillas, justo cuando va a cerrar los ojos la ve. La bici. Su bici.
Apoyada en una farola, y a su lado varios 'riders' charlando y tomando
latas de bebida energética.
Descalzo, se acerca hacia
la bicicleta a paso lento, sin hacer ruido, como si fuese un animal que
pudiera espantarse y salir huyendo. Se agacha y la observa. No se lo
puede creer. El modelo, el color, el soporte para el teléfono en el
manillar. Solo falta el antirrobo, que siempre lleva colgado en la
barra.
Mira de reojo a los 'riders' que no han
advertido su presencia. Se incorpora y, sin decir nada, la agarra por el
manillar, la gira y la empuja hacia el banco donde dejó la mochila y
los zapatos.
−Oye, que es mi bici –dice alguien a su
espalda, pero Toni se hace el sordo, no se detiene hasta que lo frena
una mano en el sillín y otra en su hombro, y la voz que insiste:
−De qué vas, tío, que es mi bici.
−Es mía –se gira por fin, se encara con el 'rider' al que ahora, sin casco ni mochila, ya no reconoce.
−No seas capullo, devuélvemela.
−Tú me la robaste, vi cómo te la llevabas.
El
otro tira de la bici, Toni se aferra al manillar, tironean brevemente
hasta que el que cree ladrón le da un empujón en el pecho, Toni suelta
una mano de la bici y sin cerrar el puño le da una bofetada leve, más
una advertencia, tocar la cara, pero ya se han acercado otros
repartidores que los agarran y separan.
"Es mi bici,
es mi bici", repite Toni forcejeando, entre tres lo alejan a tirones
hasta sentarlo en el banco. Él intenta explicarse, pero solo consigue un
relato confuso, no le salen las frases que ha rumiado todo el día. Uno
le pregunta si puede demostrar que la bici es suya. El otro 'rider', el
supuesto ladrón, señala una pegatina propia en el cuadro, pero pudo
ponérsela nada más robarla. Toni busca un arañazo en el freno, del día
que resbaló con la lluvia y se raspó la cadera y el codo, pero no está
seguro de en qué lado de la bicicleta quedó la marca, tampoco le dejan
comprobarlo ni pensar con calma, todo el mundo habla a la vez, y el otro
repartidor acaba por subirse a la bici y largarse sin que Toni,
descalzo y rodeado, pueda impedirlo.
−¡Lo veis, es un ladrón, se escapa! –grita, sin que nadie lo secunde.
Se
deja caer en el banco. Los demás se retiran, sin perderlo de vista. Se
tapa la cara, aprieta contra la nariz y la boca y los ojos los dedos que
huelen a grasa.
Y entonces llora.
Un
llanto tan escandaloso, tan inesperado, tan ridículo, que los 'riders'
de la plaza quedan paralizados. Llora por la bici, o quizás no, era una
bicicleta barata, ya encontrará otra. Llora por el cansancio del día, de
la semana, de los dos meses. Llora porque ya no puede más. Llora porque
se acuerda de aquella película vieja de la otra noche, y su compañero
de piso que premonitorio le bromeó con que un día iba a acabar como el
protagonista, derrotado y sin bici. Llora por eso, por todo, porque le
da igual.
Entonces una mano en el hombro, otra que le
masajea la espalda, palabras a media voz que no consiguen que se aparte
las manos de la cara pero al menos apacigua los hipidos.
Si
es por la bici tiene arreglo, dice uno, que se ofrece a hacer una
colecta, entre compañeros hay que ayudarse. Desde detrás de los dedos
oye a varios que se suman y buscan en sus bolsillos, la voz decidida de
uno que se aleja y propone a otros que colaboren para ayudar al
compañero.
Alguien se sienta a su lado, le pasa un
instante el brazo por los hombros y lo estrecha para afirmar su cercanía
y apoyo, luego retira el brazo pero sigue a su lado. Le habla cerca del
oído, le cuenta que entre varios han montado un grupo de apoyo mutuo,
tienen un chat propio, se cubren unos a otros cuando hace falta, se
ofrecen de testigos si un compañero tiene un desencuentro con la
empresa, alimentan semanalmente una caja común para echar una mano si
uno tiene un accidente y no puede trabajar, y están preparando demandas
contra la empresa, alguno ha ganado ya en los tribunales, cuantos más
sean, más fuerza tendrán.
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