Cuando veo cómo se enmaraña la próxima legislatura, regreso al día 28 de abril y a la interpretación que sin excepciones se hizo del resultado de aquellas elecciones generales. Después de cinco años de vivir a trompicones, la sociedad -se dijo- reclama estabilidad, y se le reclama a todos los partidos. Basta de embestidas y de crispación, abordemos los problemas con la herramienta de la democracia: el diálogo.
Si ese fue el mandato, ya podemos asegurar que será desatendido. Cataluña es la razón, pero también la excusa para que las derechas se autoafirmen en la peor de sus costumbres: cuando no gobiernan se desentienden de todo compromiso con la estabilidad. La exigen sin parar, sí, pero lo hacen imposible. Ser oposición es, desde su punto de vista, algo distinto de discrepar de una acción de gobierno y de combatir contra ella, significa cuestionar la base misma de sustentación de la legitimidad. A su juicio, la izquierda en el poder es una amenaza para el Estado. No es que ponga en peligro la unidad nacional, es que busca destruirla.
El resultado de las elecciones del domingo, con la correlación de fuerzas que defina, agudizará o atenuará esta pulsión dinamitadora. Y por lo que hasta el momento se está viendo, parece que se agudizará especialmente si Ciudadanos supera al Partido Popular. A Rivera, que está espídico, solo le falta el turbo del sorpaso.
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