lunes, 1 de febrero de 2016

Ocho




 Son las ocho víctimas que el machismo criminal ha cosechado en un solo mes, enero de 2016.
Son ocho. Si fueran diputados de algún partido mayoritario, podrían tal vez desbloquear el Gobierno de la nación. Si fueran escaños en la cámara catalana, podrían inclinar la balanza a favor o en contra de la independencia. Si formaran una corriente consolidada en el comité federal del PSOE, resultarían vitales para influir en la posición de Pedro Sánchez. Si fueran imputados en una macrocausa contra la corrupción, su número sería un argumento ineludible en todas las tertulias. Si fueran testigos del caso Nóos, habrían resultado decisivos para aprobar o condenar la decisión de las magistradas que van a sentar en el banquillo a Cristina de Borbón. Si hubieran muerto en un atentado yihadista, estarían abriendo los telediarios en todos los países del mundo. Si fueran millones de euros, no nos llamaría demasiado la atención que no aparecieran en los balances de cuentas de algún partido o de cualquier institución. Si fueran subordinados de algún poderoso dirigente regional pillados con las manos en la masa, los líderes nacionales de su partido declararían que no existe responsabilidad política alguna de sus superiores. Si fueran trabajadores que han perdido su trabajo no significarían nada en absoluto. Si fueran toneladas de alimentos recogidos en una campaña solidaria estaríamos muy orgullosos de nosotros mismos. Son siete mujeres y una niña de un año y medio. Son las ocho víctimas que el machismo criminal ha cosechado en un solo mes, enero de 2016. Hay quien dice que es una tragedia irresoluble, hay quien habla de la maldad individual de ciertos sujetos, hay quien confía en la educación para resolver el problema a largo plazo. Son ocho, y eran inocentes. A este ritmo, cuando acabe el año serán noventa y seis.

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Es terrorífico. Y esperemos, querida Almudena, que tu horripilante cálculo asesino no se cumpla, y que, por el contrario, una onda de buenos pensamientos calme las mentes locas y embrutecidas por instintos perversos.
Seguramente las cosas mejorarían muchísimo si el clima social perdiera tensiones y desesperación, si el inconsciente colectivo no estuviese invadido y condicionado por la negrura de un ambiente tenebroso, de un miedo y un odio que se trivializan, de una violencia gratuita que se reparte constantemente en imágenes sangrientas y maldades inventadas, que vienen a animar las noches de pantallas, series y películas insoportables para las mentes  y emociones medianamente sanas, si esa basura se une al estrés laboral, al riesgo de despido y de los EREs, a la bajada de los salarios, a los contratos basura y al desprecio que sufren los más frágiles y proclives a la pérdida de conciencia y autocontrol, más el consumo de alcohol y sustancias fumadas o ingeridas para compensar el vacío y la herida de vivir sin saber para qué, esclavos de todo y dueños de nada que valga la pena... el cuadro de la violencia de género es el resultado de la bestialización humana.
El mismo instinto que en el animal es noble, al quedarse enquistado en el ego humano y ser procesado por la mente más elemental y mecánica, envilece a las personas y acaba por pervertir la voluntad y aniquilar la conciencia. Crea monstruos como dijo y pintó Goya acerca de la razón dormida que sueña.

Nuestro mundo mecanizado por fuera y adicto y dormido por dentro es la normalización de lo monstruoso, de lo desalmado; sólo vemos y nos asustamos de los frutos venenosos que produce el árbol del espanto, mientras, sin unir causas y efectos, lo regamos, lo cultivamos y nos sentamos a disfrutar de su sombra, de sus ramas y hojas. Lo mismo que llenamos el Planeta de residuos tóxicos, de humos y de porquería, o comemos basura, nos ahumamos por dentro y por fuera como salmones en adobo y luego, al enfermar, tampoco relacionamos el origen de nuestras 'delicias' compensatorias de infelicidades y vacíos, con los resultados que nos machacan hasta liquidarnos.
Lo más trágico es que siempre pagan el pato las más indefensas, las más vulnerables, que no pueden defenderse. Mujeres, niñas y niños. El infierno existe. Y está aquí. Entre nosotros, como también está entre nosotros la posibilidad de eliminarlo. Pero,  ¿al menos lo intentamos? Leyendo, escuchando, mirando, lo que nos rodea, lo que consentimos e integramos como "normal", se diría que no.

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