lunes, 15 de febrero de 2016

Más allá de dinosaurios y camaleones













A pesar de que Ortega y Gasset dijera en alguna ocasión que no sabemos lo que nos pasa, y eso es precisamente lo que nos pasa, los españoles sí que sabemos lo que nos pasa, al menos en parte. Por ejemplo, hemos transitado en cuatro décadas de tener al dinosaurio como animal emblemático a tener al camaleón. Así, sin paliativos, como si no hubiera en la fauna otras figuras bastante más apropiadas para una sociedad democrática, como sería el caso de una ciudadanía madura y responsable, integrada en instituciones justas.
Como es sabido, en ese género literario que es la emblemática, y también en las fábulas, se utilizan con frecuencia figuras de animales para transmitir un mensaje moral. Los animales representan virtudes o vicios, como es el caso del zorro, que simboliza la astucia, el león, el valor y la nobleza, el águila, la amplitud de miras, o la cigarra, la pereza.
Así las cosas, hace algunas décadas, la persona de convicciones profundas, dispuesta a defenderlas a capa y espada, y a no cambiarlas ni matizarlas por ningún concepto era el modelo a imitar, al menos en la educación oficial, tanto formal como informal. Como los dinosaurios de cuerpo acartonado que se hicieron famosos más tarde gracias a las películas de Spielberg. Sin embargo, los dinosaurios no pueden resistir los cambios, parecen invencibles, pero perecen en cuanto es necesario adaptarse a un nuevo entorno. Sobrevivir, y sobrevivir bien requiere flexibilidad, no digamos ya en el caso de las personas y de las sociedades. Esta lección es la que fuimos aprendiendo en esa escuela que fue la Transición ética y política, una Transición que hubiera sido imposible sin incorporar el hábito democrático de intentar buscar acuerdos dentro de los límites de lo justo y razonable.


La corrupción es un cuerpo extraño en la vida pública y debe ser eliminada sin paliativos
Pero, por desgracia, poco a poco a lo largo de estos 40 años ha ido ganando terreno el camaleón como modelo a imitar, acompañado de la leyenda que le corresponde tradicionalmente: “Yo me adapto”. Pero no solo eso, que sería muy razonable para poder sobrevivir, sino: “Yo me adapto a lo que haga falta con tal de prosperar grupalmente y sobre todo individualmente”. Aunque para lograrlo sea necesario abandonar todas las convicciones racionales y borrar de un plumazo las señas de identidad que impidan pactar con cualquier cosa.
Recordando a Nietzsche se dice entonces que las convicciones son prisiones, y se añade por cuenta propia que no interesa forjarse convicciones, sin solo construir convenciones. La ingeniosa frase de Groucho Marx “estos son mis principios, y, si no les gustan, tengo otros” se convierte en imperativo de actuación para la vida política y para el conjunto de la vida social. Los consejos de Maquiavelo al príncipe para que intente engrandecer la patria se manipulan hasta convertirse en recetas caseras para triunfar en política en provecho propio.
Ciertamente, la falta de flexibilidad es letal, para quien la practica y sobre todo para quienes dependen de él, en más o en menos. Pero el vacío de convicciones es igualmente letal para quien carece de ellas y sobre todo para los que de algún modo están en sus manos. Y eso es precisamente, al menos en parte, lo que nos pasa; con malas consecuencias para el conjunto de la sociedad y para los más vulnerables en particular.
Como en las cosas humanas, una vez tomado el pulso al momento presente, lo importante es idear qué queremos que nos pase y poner los medios para encarnarlo en la realidad, es urgente encerrar a los dinosaurios y a los camaleones en las páginas de la historia de la emblemática pasada, y optar por un nuevo emblema, el de una ciudadanía madura, capaz de labrar un buen futuro.


El vacío de convicciones es letal para quien carece de ellas y para los que están en sus manos
Ciudadanos hay de dos tipos al menos, los que optan por ingresar en partidos políticos y asumir con ello una especial responsabilidad por la cosa pública, y esa gran mayoría que conforma la sociedad civil y que es sin duda corresponsable. Aunque siempre conviene recordar que a mayor poder, mayor responsabilidad. ¿Qué podemos esperar de unos y otros?
En lo que hace a los primeros, cabe esperar de ellos, como mínimo, que tomen en serio el Estado de derecho, cumpliendo escrupulosamente la legalidad. No es de recibo corromper la actividad política concediendo contratos de favor a cambio de un impuesto partidario, generando esa gangrena que recorre nuestra sociedad. La corrupción es un cuerpo extraño en una vida pública sana y debe ser eliminada sin paliativos. Pero tampoco es lícito eludir las leyes, por ejemplo, proponiendo referendos inconstitucionales; una actuación que deslegitima cualquier pretensión de que la ciudadanía cumpla las leyes. Por otra parte, los partidos deben exhibir sus señas de identidad, aclarar de forma transparente con quiénes están dispuestos a pactar y cuáles son los contenidos de los pactos, que deben estar en coherencia con el propio programa. Actuar de otro modo es caer en el oscurantismo, practicar un fraude inadmisible, que provoca desafección, porque convierte al voto en blanco y a la abstención en las opciones más razonables. Votar sin saber qué se está eligiendo es en realidad entregar un cheque en blanco, y ningún elector tiene por qué hacerlo.
La otra cara de la moneda, la ciudadanía madura en la sociedad civil, no es la ciudadanía pasiva, que deja en manos ajenas el curso de la vida pública, pero tampoco esa ciudadanía febrilmente participativa, como la ardilla de Tomás de Iriarte, que se menea, se pasea, sube y baja, no se está quieta jamás, sin lograr con todo ello cosa de alguna utilidad común. Como bien dice Benjamin Barber, también en los regímenes totalitarios la ciudadanía es activa y participativa. Por eso lo que importa es que sea lúcida y responsable, que no se deje manipular emocionalmente ni tampoco con argumentos sofísticos, que le importe el bien común, y no solo el particular. Que sea, desde esa madurez, participativa.
Más allá de los dinosaurios y los camaleones, la ciudadanía madura toma lo mejor del liberalismo y del socialismo. Se compromete con las exigencias del Estado social de derecho en que vivimos, creando cohesión social y amistad cívica; abre las puertas a los refugiados políticos y a los inmigrantes pobres, actuando a la vez en los lugares de origen; apuesta por reforzar la Unión Europea, consciente de que no hay que abandonarla porque esté en crisis, sino trabajar activamente por construirla mejor; practica el cosmopolitismo arraigado de quien se compromete con lo local y sabe cuál es su lugar en el mundo.

Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia. 
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Adela, gracias! Leerte siempre es un regalazo. Ojalá te prodigases más en la prensa. Eres un pedagoga natural. La gente como tú vale más que cualquier imperio de la historia. Tu reflexión es impecable, pero hay algunos matices que no acaban de aclararse. En el punto donde afirmas: Pero tampoco es lícito eludir las leyes, por ejemplo, proponiendo referendos inconstitucionales; una actuación que deslegitima cualquier pretensión de que la ciudadanía cumpla las leyes. ¿Qué debe hacer la ciudadanía cuando se tropieza con una ley que le impide ejercer su derecho a expresarse y a elegir como quiere ser gobernada, si es que de verdad es un pueblo soberano? Tu razonamiento ya da por supuesto que las leyes siempre son justas y se han pensado y sancionado desde una visión impecable y sin pagar tributos y chantajes históricos a la misma injusticia de la historia. Las leyes no son justas por el hecho de ser leyes, sino cuando ayudan a mejorar al ser humano. Una Constitución, por el hecho de serlo, no es sagrada ni inmutable. Y está al servicio ético de sus usuarios, si ese servicio llega un momento en que choca con la propia justicia, ética política y derechos humanos, debe revisarse y cambiarse. Por ejemplo, hace un siglo la pena de muerte era legal por ley y estaba en las constituciones. Ahora en cualquier sociedad civilizada es impensable. El divorcio en el franquismo era imposible de imaginar y se consideraba un pecado gravísimo paralelo al adulterio en una sociedad mucho más clerical que laica en sus firmes convicciones, por no hablar del aborto o la ley de igualdad que hoy permite el matrimonio entre miembros del mismo sexo. Ha sido el cambio de las leyes a favor de los derechos lo que ha posibilitado esa apertura y esa evolución. No se ha acabó el mundo ni ha pasado nada. ¿Por qué, entonces, no considerar que el cambio del modelo de estado no nos facilite también un paso importante en la conciencia colectiva del bien común? ¿Acaso se rompe la familia porque los hijos se cambien de casa y empiecen a vivir por su cuenta? Solo se rompe el vínculo si esa independencia se consuma porque el ambiente en casa se hace irrespirable y el vínculo ya estaba roto antes de la separación. Sin embargo, para unos padres sanos la autonomía de los hijos es una satisfacción y no una tragedia.

Para sociedades como la catalana, la portuguesa, la escocesa, la vasca  o la navarra, por ejemplo, el derecho a decidir, a lo largo de la historia, ha sido algo sustancial y no debería asustarnos ni verlo desde el prisma de la descomposición y la tragedia nacional. Tienen sus fueros, sus tradiciones, sus lenguas y su cultura determinadas y eso ya debería tenerse en cuenta a la hora de la diversidad. Sólo se trata de expresarse democráticamente, de preguntarse desde dentro si una comunidad determinada quiere cambiar su relación administrativa con el Estado central al que está vinculada, elige federarse o prefiere seguir igual.
Si vemos cómo funciona el Estado español no es extraño que algunas autonomías se planteen si no sería mejor otro modelo político de Estado. Pero el mismo problema de miseria moral está vigente en Catalunya: un familia cuyos padres y hermanos se dedican al pillaje haciéndose de oro a costa del resto, como en la metáfora del caso Pujol, muestra que la independencia no será jauja tampoco, porque el mal endémico de todo el contexto antropológico del mapa hispano-catalán es el mismo. Esa tesitura, en vez de escandalizar y aterrorizar en plan tremendista, por  un lado y por otro, a una sociedad madura, debería hacerla reflexionar y ver en qué está fallando tan estrepitosamente su estructura social y estatal, como para que zonas geopolíticas del Estado se planteen una mayor autonomía e incluso una independencia, huyendo de la misma quema.

Particularmente no soy independentista ni tengo ningún problema de soberanía, los castellanos no hemos nacido ni crecido en un ambiente de disgusto soberano, pero sí comprendo que un modelo de estado como el que padecemos que no facilita precisamente la coherencia entre bien estar, bien hacer, bien pensar y bien ser , no sea deseable ni recomendable para una mayoría de españoles, por razones más que obvias: nunca hemos podido elegir el modelo de Estado ni sentir que ese estado es algo nuestro en vez de una especie de reformatorio que debemos pagar con nuestras carencias y malos tratos sociales. En 1978 unos políticos muy bien intencionados pensaron por nosotros un documento, una carta magna que nos facilitaba la salida de una dictadura a una democracia, con la inclusión de una dinastía repuesta por un dictador que ya presumía, precisamente por eso, de dejarlo  todo atado y bien atado; y no tuvimos más remedio que elegir entre ese documento o el caos. Por supervivencia se eligió el documento con la esperanza de que el tiempo lo mejoraría y podríamos elegir algo mejor, como una república federal. Pero ese momento nunca llegó. La transición, como su nombre indica es, un estado transitorio, no para establecerlo como modelo infalible y definitivo. Lo que en un momento clave, concreto, fue un buen instrumento, no tiene por qué convertirse en un dogma intocable si sus deficiencias son tan notorias y bloqueantes de la propia democracia.
El despertar de la conciencia ciudadana en vez de convertirse en una preocupación angustiosa para las castas dominantes, debería ser un alivio y un motivo de esperanza muy importante. Es una fuerza de muchísimo empuje, que como los elementos, -agua, aire, fuego y tierra- bien aprovechada es energía y mal gestionada, un desastre. Pero con una característica que  diferencia de las demás fuerzas naturales: lleva implícita la diferencia en el poder de una inteligencia colectiva que si se aprovecha con una buena base ética e inteligente hará cambios extraordinarios en sí misma y en su entorno ecológico.

Otra cosa es que el tema concreto del referéndum catalán, en este caso, se convierta en una herramienta de presión y línea roja para intereses de unos partidos políticos determinados, que lo usan como ariete electoralista. Debería haber en los políticos "profesionales" sensibilidad, ética y al mismo tiempo inteligencia suficiente para discernir la situación, saber explicar con claridad los criterios políticos y las urgencias sociales, sin herir la sensibilidad nacionalista, separar el tratamiento de un problema endémico y crónico sin confundirlo con el tratamiento de una situación crítica y aguda de toda la sociedad, porque en el fondo, la injusticia, la desigualdad, la corrupción, el desempleo, los desahucios, la desvergüenza de los mismos aprovechados, los recortes y la torpeza de los gestores, la pobreza de infraestructuras sociales, son el mismo mal que acosa y esclaviza a todas las soberanías españolas por igual. Ése debería ser ahora mismo el punto más urgente a tratar y el empeño más potente de todas las fuerzas políticas y sociales. Cuando se establezcan unos mínimos sostenibles de supervivencia digna, entonces, será el momento de replantearse el modelo de Estado y hacer por fin ese referéndum que la política del miedo y de la inercia nos ha impedido realizar desde hace cuarenta años. Lo cortés no debe quitar lo valiente, ni lo valiente debe anular lo cortés. Cortesía y valentía no solo no son incompatibles, es que se deben retroalimentar en un feedback constante para que la democracia no se nos eche a perder.

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