El 15M y el espejo de la bruja hizo crac
Víctor Sampedro
Catedrático de comunicación política. URJC.
Catedrático de comunicación política. URJC.
En sus dos años de existencia el 15M ha logrado expresar y mantener el conflicto de la mayoría social contra los ajustes de la crisis económica. En segundo lugar y en paralelo, ha profundizado otra crisis, la institucional, acelerando la descomposición del régimen de 1978. En tercer lugar, el 15M impulsa un consenso emergente tras haber socializado nuevas herramientas de expresión y participación ciudadanas.
Cada una de estas afirmaciones encierra bastante enjundia y para percibirla es preciso distanciarse del devenir inmediato. Empecemos comparando el 15M con los movimientos gemelos de otras naciones occidentales. Al contrario que sus compañeros anglosajones, los indignados españoles han mantenido el apoyo mayoritario de la población, tanto en simpatías como en respaldo a unas tácticas no-violentas pero de manifiesta radicalidad. En apenas unos meses, el apoyo hacia los indignados estadounidenses se redujo en la mitad, estancándose en apenas el 15% de la población[1]. Sin embargo, en abril de 2013 tres de cada cuatro votantes españoles (75,9 %) aprobaban las manifestaciones promovidas por el 15M. Lo que suponía diez puntos más respecto a otro estudio realizado en junio del año pasado. Además, uno de cada cinco ciudadanos (19,5%) aseguraba haber participado en los actos o manifestaciones[2].
Se ha generado un espacio de contestación, un “clima” (A. Fernández-Savater), una “atmósfera” (S. Alba Rico) que abarca un perímetro enorme de activistas y ciudadanos muy diversos, hasta ahora desmovilizados. Tan grande es esa capacidad de (auto)convocatoria que llegan a definirse como el 99%. El resto de movimientos occidentales tienen problemas para reclamar esa bandera. Pero el 15M puede enarbolarla sin complejos, aunque los términos meteorológicos a veces resulten demasiado nebulosos. De todos modos manifiesta que la crisis económica se solapa con otra de legitimidad institucional. Cuando el 23 de febrero de este año los manifestantes del PP se unieron al 15M en las calles, “escandalizados” por los sobres de financiación ilegal de “su” partido y las evidencias del juicio al cuñado del Rey, la delegada del Gobierno en Madrid felicitó por televisión a los manifestantes. Les reconocía, por primera vez, como ciudadanos indignados e intentaba distinguirlos de aquellos “violentos” contra los que dirigía sus policías al final de la manifestación. Algo se rompió entonces en términos de imaginario político. Un espejo hizo crac, que cantaría Nacho Vegas.
En términos domésticos, el 15M supone una impugnación de plano y una innovación radical de la cultura política española. La CT o Cultura de la Transición (Guillem Martínez) se definiría por la negación del conflicto; siempre tachado como indeseable en aras del consenso. Pero el 15M evidencia que esa CT sigue bien viva, argumentada por unas elites que se han ido de rositas y que continúan entregadas a una guerra de baja intensidad. No son algo del pasado. Marginan y silencian a los quincemayistas, estigmatizan y combaten a una “ciudadanía de alta intensidad” (N. García Canclini). Su intensidad reside en exigir transparencia a unas instituciones que han acabado bunkerizadas. Su batalla no es otra que la de participar en el debate y la toma de decisiones colectivas, sin haber pedido permiso previo y reclamando más voz que un silencioso y amedrentado voto cada cuatro años. Demandas que, en fin, resultan del todo lógicas y esperables en quienes desde las mentiras de Atocha de 2004 han demostrado capacidad de expresarse y auto-convocarse con medios digitales propios.
Sí, el 15M es conflicto que (re)genera un tejido social que ha ayudado a (re)politizar. Por una parte, ha introducido el lenguaje y las demandas que las nuevas generaciones han forjado, casi abandonadas a su suerte, en la única esfera pública que escapaba de los bozales institucionales: Internet. Por otra parte, ha recuperado a viejos luchadores y activistas, relegados por el duopolio de facto que hasta ahora ha supuesto la alternancia de los gobiernos del PP y del PSOE. La suma de ambos sectores de militancia y de sus recursos (nuevos lenguajes y herramientas, experiencia y teoría,) ha supuesto la implosión, aún no suficientemente reconocida, del sistema político-informativo de la Transición. Basta comparar las iniciativas periodísticas surgidas en estos dos años y el cambio de discursos partidarios. Políticos y periodistas profesionales han tenido que reconocer al sujeto colectivo que hasta entonces negaban. En el espejo del poder se refleja ya un nuevo personaje, aunque sea de perfil y resulte a veces impreciso.
El 15M ha alcanzado cierta madurez. Las etapas de crecimiento que ha experimentado lo retratan compuesto, primero, por ciudadanos que reclamaban ser considerados como tales. Después, por trabajadores precarios y parados de un Estado de Bienestar que está siendo jibarizado antes de haberse desarrollado. Y ahora, adquiere los rasgos de un actor (o un enjambre) político con valores y propuestas de cambio estructural.
El 15M surgió como una expresión ciudadanista, que paralizó la campaña electoral de los políticos profesionales en mayo de 2011. El abstracto mensaje inicial, “no somos mercancías en manos de banqueros y políticos”, adquirió calado social cuando en el verano y el otoño de 2012 surgieron las mareas sectoriales contra los recortes de los servicios públicos. Recientemente, el 15M ha adquirido un perfil político-electoral. Se lo ha empezado a reconocer cuando, por ejemplo, el barómetro del CIS de abril de 2013 señalaba que el PSOE y el PP juntos apenas sumaban el 25% de la intención directa de voto[3]. A los indignados se les exigió desde el comienzo que formasen candidaturas propias… Y cuantas más mejor, así la dispersión les hará invisibles parlamentariamente. Más sencillo ha resultado minar el consenso bipartidista, romper con el chantaje de “yo o el caos”.
El 15M ha triunfado como generador de un espacio de conflicto acompañándolo de herramientas de intervención política, que ha sabido brindar a toda la sociedad. La política no se reduce ya a una disputa entre dos listas cerradas, pretendidamente diferentes, más allá de la marca electoral y el pesebre clientelar al que atienden. Se trata de un conflicto inclusivo, que practica “la política del y” (A. Calle) y que reclama “la democracia del futuro” (P. Ibarra) y “del común” (J. Subirats). Su estrategia resulta modulable, siempre abierta a la negociación, e impulsada con retórica y formatos radicales. Puro conflicto y más democrático, si cabe, que el que el falso y excluyente antagonismo que han venido practicando los dos grandes partidos. De hecho, tanto se han despreciado entre ellos y a nuestra inteligencia que hemos acabando menospreciándolos.
Tras el 15 de septiembre de 2012, con la convocatoria a rodear el Congreso de los Diputados, los indignados se mudaron de la Puerta del Sol a la Plaza de Neptuno, situada más cerca de las Cortes. El 15M se demostró entonces capaz de reconducir la convocatoria de “tomar” el Congreso para, en lugar de eso, “rescatarlo” y “abrazarlo”. Rebajó, por tanto, la retórica insurreccional y la reemplazó por otra trasladable a otras luchas como fueron “los abrazos” multitudinarios a las escuelas y a los hospitales amenazados por los recortes. Cuando el 25 de abril de 2013 ciertos grupos apostaron por “asaltar el Congreso” no fueron secundados (tampoco estigmatizados) por el 15M. Se confirmó así el carácter propositivo y negociador del conflicto que promueve. Algo reafirmado cuando se canalizó después a la Iniciativa de Legislación Popular de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca: lobby parlamentario completado con los escraches. Estos han acabado generalizándose a otros frentes, más allá del inmobiliario, hasta converger en la auto-convocatoria del segundo cumpleaños: “escrache al sistema”.
El ritmo de los cambios, de emergencias y derrumbes, es tal que impide percibir su calado. La auditoría pública de la deuda se ha convertido en propuesta política normalizada para la oposición parlamentaria que se quiera presentar como tal. Los sindicatos han reclamado (con la boca pequeña) referéndums ciudadanos sobre el pago de dicha deuda. Surgen propuestas para iniciar “un proyecto constituyente”, que reemplace el que se rompió, si no antes, con la reforma constitucional de agosto de 2010. Partidos afines a los indignados en el parlamento gallego (Alternativa Galega de Esquerdas) y el catalán (las CUP) invierten la lógica clásica, argumentando que es el 15M quien les representa y no al contrario. Muchos (¿demasiados?) experimentos, partidarios y electorales están en marcha. Pero, más significativo que todo lo anterior y que las absurdas acusaciones de nazismo dirigidas contra el 15M, resultan los piropos que le empiezan a dirigir; ya no IU, sino las juventudes y algunos cargos de los partidos mayoritarios. Al principio resultan groseros: se les nota demasiado las ganas de gustar. Pero irán refinándose, seguro. Señalan la extinción de unos caladeros electorales que hasta ahora se pensaban recuperables con las mismas redes y mismas malas “artes”.
Desmintiendo la acusación de anti-político con el que se le saludó en su nacimiento, el 15M se ha demostrado capaz hasta el momento de (1) frenar la formación de populismos autoritarios y antidemocráticos: ni la ultraderecha ni Mario Conde han avanzado electoralmente, (2) de reconducir las derivas violentas de la protesta y (3) de avanzar nuevas agendas y partidos. De fondo, además, está reconfigurando una cultura y un mapa de juego políticos que se creían inalterables.
Frente a las acusaciones de batasunos, terroristas y nazis – reiteradas en este segundo aniversario – los indignados representan “El retorno de la sociedad civil”. Este era el título de un libro de Víctor Pérez-Díaz, que quizás proyectaba un retrato demasiado complaciente de la Transición. Ahora sí cabe afirmar que asistimos a ese retorno. La sociedad civil que suscribe las tesis y estrategias del 15M resulta más plural e inclusiva que la que invocaba la Transición (véase como se distribuye en género, edades y voto). Aúna voces nuevas con horizontes de emancipación que han roto muchos corsés y cinturones de castidad ideológicos. Rescata viejas militancias, antifranquistas y/o altermundistas, librándolas del desencanto y el nihilismo. Busca un consenso con nuevas bases: el debate horizontal entre iguales. No acepta los silencios obligatorios de/sobre las jerarquías. No reconoce límites, imposiciones de formas y jefaturas de Estado. Tampoco, amnesias inducidas y/o forzosas. Nunca como ahora el Franquismo ha sido tan cuestionado, en su pasado y en su legado. Tanto que la verdadera disputa política no está representada por quienes demandan una Segunda Transición (que prometen sin sonrojo las elites desde hace años) sino por los que creen que segundas partes nunca fueron buenas (menos aún si la primera salió así).
El conjunto de lo antes expuesto supone la emergencia, por fin, del conflicto democrático propio de una esfera pública merecedora de ese nombre. Algo que han debido de aprender a expresar quienes impugnaban la Transición. Y algo que han empezado a reconocer, aunque sea retóricamente, quienes aún se presentan como sus supremos hacedores y guardianes. El 15M se aproxima a su mayoría de edad en su segundo cumpleaños y con toda legitimidad democrática reclama interlocutores (no tanto representantes) que se la reconozcan. No con piropos obscenos, palabras dulces ni palmaditas paternalistas, si no aceptando su entidad social y su autonomía. Ese reconocimiento se antoja obligado y urgente.
La sociedad civil, el tejido social (re)generado, ya no acepta más hipotecas: ni bancarias ni del pasado. Ha sabido, como los hijos al hacerse mayores, generar sus medios de expresión y auto-realización. Los nuevos artefactos comunicativos y políticos, las formas de resistencia laboral y de auto-ayuda, de emprendimiento social y cooperativo, de transparencia y participación que han surgido en estos dos años valen mucho más que los números de manifestantes. Claro está que también son mucho más difíciles de cuantificar.
Todo esto le exigían al 15M – autonomía, propuestas e iniciativas concretas – quienes quisieron estigmatizarlo cuando surgió. Y cada vez que repiten que el 15M se ha desinflado se retratan como padres y madres de la patria caducos. Y las pantallas de plasma desde las que hablan son, en realidad, el espejo de la bruja de Blancanieves. Es la pantalla plana ante el que el poder siempre ha querido comparecer: sin síntoma alguno de envejecimiento, aunque lo verdaderamente plano sea ya el encefalograma de esta democracia. Pero no conviene olvidar que el trípode que siempre ha sostenido dicho espejo han sido “los medios, los sondeos y las urnas”[4]. El espejo de la Bruja se resquebraja. Y como Alicia, el 15M nos habla ya desde el otro lado del espejo.
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