La última salida de la política de Esperanza Aguirre
permite reflexionar también sobre el sentido y el significado real que
tiene el liberalismo económico contemporáneo, y no sólo en nuestro país.
Esperanza Aguirre, y quienes la han rodeado, se presentaba a sí misma
como la expresión de la política liberal más auténtica, como una
Thatcher española capaz de darle la vuelta a la sociedad y a la
ideología dominantes. Y a su alrededor se han cobijado en los años en
que ha estado en el poder los liberales más preclaros de la vida social
española, intelectuales, catedráticos, inversores, grandes empresarios y
jóvenes delfines, todos ellos predicadores de la "libertad de mercado" y
enemigos acérrimos de todo tipo de intervencionismo público y estatal
(del cual, por cierto, obtienen buenas rentas la inmensa mayoría de
ellos).
Los seguidores de Esperanza Aguirre y ella misma han
sido los más vibrantes defensores del mercado como mecanismo supremo de
solución de todos los problemas económicos. Y lo curioso es que esa
defensa exacerbada del mercado se ha conseguido equiparar (es verdad que
no sólo en España y en el entorno de Esperanza Aguirre) con la defensa
de lo eficiente, de la máxima competencia y, lo que todavía resulta más
increíble, de la libertad.
En contra de esa
retórica liberal que entroniza al mercado, lo que el gobierno de una
liberal como Esperanza Aguirre ha supuesto en la práctica está bien
claro: una conspiración constante para disponer del poder público
suficiente que permita acumular la mayor cantidad posible de riqueza
pública en manos privadas. Una conspiración a veces tan enfermiza y
acentuada que ha terminado convirtiéndose, según se va descubriendo, en
el origen de una auténtica organización criminal dirigida a vaciar a
manos llenas las arcas del Estado.
La eficiencia de
las políticas liberales que ha llevado a cabo Esperanza Aguirre está
igualmente clara cuando se comprueba que las privatizaciones efectuadas
sólo han servido para poner recursos hasta entonces públicos en manos
privadas, pero no para generar menores costes o más eficiencia. La
privatización de amplios sectores de la sanidad o la educación no ha
creado servicios mejores, más eficientes, más transparentes o más
baratos, sino que, por el contrario, ha generado mayor gasto, aunque,
eso sí, ahora destinado a colmar los bolsillos privados. Y es normal que
eso haya sido lo que ha ocurrido porque la identificación automática
entre mercado y competencia, eficiencia o libertad no es sino un gran
mito sin ningún fundamento objetivo o científico.
Defender el mercado sin ningún otro matiz, como suelen hacer los
liberales, es una simpleza porque en realidad no existe "el" mercado.
Mercados hay muchos, con naturaleza y efectos muy variados, y para que
se pueda decir que un mercado es plenamente eficiente o mejor que una
buena decisión pública, a la hora de asignar recursos, deben darse una
serie de condiciones y requisitos muy estrictos (por ejemplo,
información perfecta y gratuita a disposición de todos los sujetos,
plena homogeneidad de los productos y ausencia total de barreras de
entrada a los mercados) que es casi, por no decir que totalmente,
imposible que se den en la realidad.
La competencia,
lejos de ser una condición innata o consustancial a los mercados, es
desgraciadamente lo primero que se quiebra cuando los mercados se ponen a
funcionar si éstos no están convenientemente regulados; es decir, si no
hay un buen anillo de derechos de propiedad que proteja a los mercados
de sí mismos, de las fuerzas auto destructoras que genera el afán de
lucro desmedido, la concentración de la riqueza y la vía libre para los
más poderosos, condiciones que son las que suelen predominar en los
mercados contemporáneos.
No hay forma posible de
hacer que los mercados se acerquen al ideal de la eficiencia y la
competencia que no sea la de una buena regulación, el establecimiento de
un adecuado sistema de normas. Y eso sólo puede garantizarse justamente
cuando hay un Estado que funciona correctamente y, sobre todo, no
sometido a los dictados del propio poder de mercado del que disponen
quienes tienen privilegios en su seno. ¿Acaso privatizar para destinar
más recursos, más servicios o más obras, más negocio, a los grandes
promotores y constructores que dominan en condiciones de oligopolio el
mercado tiene algo que ver con la competencia perfecta y con la mayor
eficiencia? Debilitar al Estado, como hacen los liberales cuando
gobiernan, es lo contrario de lo que se precisa para fortalecer la
competencia y la eficiencia, y justo lo que desean quienes ya tienen
gran poder de mercado para aumentarlo.
Los mercados
de hoy día, los que han contribuido a diseñar y a proteger las políticas
liberales de nuestro tiempo, son mucho más imperfectos que nunca y, por
tanto, más ineficientes. Es una quimera, por no decir que un miserable
engaño, decir que en ellos predominan la competencia o que sólo allí es
donde la eficiencia va a alcanzar su máxima expresión. Ocurre todo lo
contrario: lo que han conseguido las políticas liberales como las que
han puesto en marcha los gobiernos de la liberal Esperanza Aguirre ha
sido erradicar todavía más la competencia, oligopolizar los mercados y
hacerlos, en consecuencia, mucho más ineficientes, y mucho más onerosos
para la inmensa mayoría la población.
Pero si hay un
mito singularmente exagerado en relación con el liberalismo es el que
hace creer que al defender los mercados se defiende la libertad en su
sentido prístino, en su más auténtica expresión. Es un mito porque lo
que hacen las políticas liberales con el pretexto de dar libertad a los
mercados es simplemente aumentar la de quienes los dominan en su
exclusivo beneficio. La libertad en el mercado es una auténtica quimera
cuando los derechos, o quizá mejor dicho los poderes de apropiación,
están definidos de una manera tan desigual y asimétrica como hoy día lo
están.
En las condiciones de funcionamiento de los
mercados que imponen las políticas liberales, que en España no son otras
que las que benefician a las más grandes empresas, la libertad que
puede alcanzarse solo es la misma que Anatole France decía irónicamente
que proporcionaba el derecho en nuestras sociedades: "La Ley –decía–, en
su magnífica ecuanimidad, prohíbe, tanto al rico como al pobre, dormir
bajo los puentes, mendigar por las calles y robar pan".
De hecho, la paradoja más grande que tienen los mercados es que,
incluso si se dieran las condiciones que les permitieran ser
completamente eficientes con carácter general, es decir, en todos los
ámbitos de la economía, se necesitaría una autoridad central, o hablando
en plata un dictador, que distribuyera satisfactoriamente la renta.
La razón es sencilla y la explico con más detalle en mi libro Economía para no dejarse engañar por los economistas (Ediciones Deusto):
de ser eficientes (lo que ya de por sí es dudoso), los mercados solo lo
serían logrando que los sujetos económicos adquieran los bienes y
servicios en su uso más valioso o más barato. Pero es evidente que para
que los sujetos puedan adquirir (eficientemente) esos bienes y servicios
deben de haber dispuesto ya de ingresos. Y también lo es que, una vez
adquiridos los bienes, la distribución de esos ingresos ya es diferente a
como lo era antes del intercambio realizado.
Por
tanto, para que se pueda decir que los intercambios llevados a cabo en
los mercados proporcionan a todos los sujetos (a la sociedad en general)
la máxima satisfacción o bienestar es imprescindible que todos los
sujetos estén satisfechos con la distribución de la riqueza inicial y
con la resultante. Y como esa satisfacción no la puede dar por
definición el mercado ha de darla una autoridad central, el dictador. Un
significativo detalle que se le olvida mencionar a los liberales cuando
nos quieren hacer creer que al defender el mercado defienden la
libertad.
Mercado y libertad son dos conceptos que,
en realidad, no tienen por qué coincidir y que, en las condiciones de
mercados imperfectos que crean las políticas liberales, es cuando menos
coinciden. Los liberales defienden el mercado que les conviene a los
grandes oligopolios pero de esa forma no defienden ni la competencia, ni
la eficiencia ni, por supuesto, la libertad.
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Aquí puedes leer el anterior artículo de Juan Torres de la serie Desvelando mentiras, mitos y medias verdades económicas: 'La economía, un fraude no tan evidente'.
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