Elpidio Silva
Jurista y exmagistrado
La corrupción es la alteración más grave y
contagiosa que pueden padecer las instituciones. Supone que una persona o
varias, de común acuerdo, instrumenten y manejen el sector público a su
antojo, en beneficio propio o ajeno. La misma patología arrasa a las
corporaciones privadas si los gestores las administran imponiendo
intereses particulares defraudatorios, frente a los de la sociedad o sus
socios. También existen situaciones mixtas, donde lo público y lo
privado se entrecruzan constantemente. Es el caso de las fundaciones
como, por ejemplo, las Cajas de Ahorros, prácticamente inexistentes en
la actualidad.
Hasta esta definición se suscita un
cierto acuerdo general. Pero, cuando llega el momento de precisar si
determinados hechos constituyen prácticas corruptas, donde el común de
las personas advierte podredumbre institucional, la interpretación
judicial, sin embargo, suele ser invidente. Por ejemplo, cualquier
ciudadano medio se alarmaría si en un proceso penal quien ejerce la
defensa es un letrado amigo del juez. No obstante, gran parte de la
judicatura española no advierte la menor irregularidad en este proceder,
salvo que se pruebe la amistad "íntima" entre el abogado y el
sentenciador; algo, por cierto, medio imposible de probar. En
definitiva, la noción de corrupción impuesta, en muchas ocasiones, no
asume lo que la sociedad percibe claramente como indignante.
La corrupción y su repercusión no suelen preocupar en el
día a día del lento quehacer judicial. Nuestros juzgados son adictos al
trámite y al volcado mecánico de resoluciones, bajo tiempos y formas
precisas para adaptarse a los requerimientos del Consejo General del
Poder Judicial. Esta fuerte impronta burocrática posterga, e incluso
menosprecia, la sana preocupación por innovar la interpretación de las
normas. La mentalidad jurídica cerrada a la evolución se ajusta a la ley
como la dura cáscara de una tradición más impuesta que razonable. Sólo
así puede entenderse la colosal falta de adaptación a la realidad social
de nuestros tribunales, por ejemplo, en el caso de las cláusulas suelo o
respecto del vencimiento anticipado de deudas hipotecarias. Ningún
jerarca ha reconocido la menor responsabilidad en diversos errores
judiciales notables. Esta ausencia de autocrítica por parte de un poder
del Estado es incomprensible en democracia, sobre todo cuando millones
de personas han tenido que depositar su esperanza en los tribunales
internacionales.
Este déficit cognitivo de nuestra
judicatura al fijar el criterio justo se incrementa cuando se trata de
definir los límites de la corrupción. Hasta tal punto que para gran
parte de la ciudadanía el problema ya no es de conocimiento, sino saber
quién manda. A nuestra judicatura le falta poder, es decir,
independencia, en la batalla jurídica contra los máximos responsables de
la actual crisis.
La perversión institucional que
está saliendo a flote en nuestro país es terrible e indignante. Una de
las claves del desastre reside en la ausencia de respuesta judicial
apropiada durante más de 30 años. A partir de algunas causas penales
(casos Blesa o Gürtel), la ciudadanía palpó que ciertas tramas
delictivas, presentes en Cajas de Ahorros y partidos políticos, resumían
el origen, naturaleza y alcance de nuestra crisis económica. En el año
2011 (15M) la sociedad española inició un duro despertar a la realidad.
Al abrir los ojos no supo si escandalizarse más ante la corrupción
evidente o ante un poder judicial que apenas se inmutaba.
Se han movilizado variados alegatos falsos para frenar y desprestigiar
el trabajo judicial contra esta plaga que vampiriza al sector público.
Los corruptos se han alzado argumentando que se les investiga
"inquisitivamente"; o que se están montando "causas generales" donde se
persigue a la persona sin definir el objeto de la investigación. Aunque
son argumentos infundados, los casos abiertos más relevantes se han
triturado y archivado, o se han fragmentado impidiendo que se visualice
la índole de nuestra degeneración sistémica.
En
realidad, no ha sido difícil detener o ralentizar a una judicatura
temerosa, o poco habituada a investigar las tramas criminales complejas
del Derecho Penal Económico. Los escándalos de hoy han nacido del
inmovilismo del pasado, y es poco creíble que pueda iniciarse la
regeneración extrayendo a última hora cientos de imputaciones penales de
la chistera. Una gran mayoría social lo piensa: no sólo es corrupto
quien ha expoliado, sino también quien lo ha permitido mirando hacia
otro lado. Sin esta parálisis institucional el nivel de podredumbre no
hubiera alcanzado cotas tan alarmantes, ni nos veríamos como el reino de
la impunidad. El Derecho llega tarde para ser el principal definidor de
la corrupción, máxime en un Estado que carece de justicia
independiente.
La corrupción es una noción social
previa al Derecho. La sociedad española ha ido aceptando, no sin
espanto, que comprende el problema mejor que muchos jueces y fiscales.
Ya no soportamos los comentarios de altos cargos defendiendo su
independencia de criterio, cuando en realidad son títeres de los
intereses políticos que les han colocado en el cargo. La corrupción
pervierte hasta la médula la finalidad de las Administraciones Públicas.
Sus modalidades delictivas (prevaricación, cohecho, malversación o
apropiación indebida, entre otras) hacen peligrar los cimientos de las
Instituciones. El Estado moderno nació precisamente para superar esta
patrimonialización del poder, vertebradora del vasallaje feudal. En esta
sismología se crispa una sociedad que rechaza la forma con la que el
poder establecido define, dócilmente, el alcance y naturaleza de la
criminalidad que nos ha arruinado.
Nuestro actual
régimen político, muy escasamente democrático, nació subordinado a las
familias que hoy siguen manejándolo a su antojo, con irrelevantes
variaciones desde hace casi 80 años. De este modo, la democracia cede
frente a los intereses de aquellos para quienes lo público es un fértil
territorio de impunidad y codicia patrimonial. Es difícil en tales
circunstancias tender hacia un sistema efectivo de libertades,
armonizado por la igualdad de derechos y oportunidades. No existe Estado
de Derecho sin poder judicial independiente. Por estas carencias
estamos alcanzando en España un nivel de alarma próximo a la ruptura del
pacto social originario, fundamento de toda organización política.
En la etimología del verbo "corromper" yace la referencia a síndromes
profundamente dañinos, rectores de una descomposición global. Las
Instituciones, sin ese arraigo y coherencia social cuyo prestigio en lo
público se llama legitimidad, son pasto de los corruptos como los
árboles muertos para las termitas. A lo largo de los años sólo queda la
fina película de maquillaje que apenas disimula la profunda
descomposición interna.
Por este motivo,
precisamente, hay que elaborar estrategias para combatirlos mediante
guías contrapuestas. A estas alturas, la reacción penal tiene poco
remedio ante hechos criminalizados a nivel general. Será muy difícil
resucitar a las Cajas de Ahorros, que la gente recupere la confianza en
la clase política, o decomisar el fruto del expolio. Llegamos muy tarde.
Hemos ignorado durante decenas de años que la corrupción se erradica
principalmente mediante prevención; es decir, anticipándose a sus
consecuencias irreparables.
Como contrapeso a un
proceder delictivo de manual, deben forjarse protocolos de alertas en
manos de supervisión antifraude bien dotada. No existe otro modo de
encarar esta epidemia institucional. Pero, sobre todo, de ninguna otra
forma la ciudadanía creerá que quienes encabezan las Instituciones
tienen la voluntad de regenerarlas. Este acuerdo entre lo social y lo
jurídico quizá sea imposible en el ámbito penal hoy en día. Al fin y al
cabo, nuestra justicia ni siquiera pasó por la transición política de
1978. Pero, al menos, se podría comenzar el acercamiento en el campo de
la prevención. Urge detener la creciente deslegitimación de quienes,
estando obligados, no han perseguido con eficacia a esta clase de
criminales denominados corruptos.
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Elpidio Silva. Magnifica leccion magistral de quien sabe de lo que habla. Gracias.
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