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Mientras este miércoles en el Parlamento Europeo los diputados de
Izquierda Unida se ausentaban durante el discurso del rey, dejando en
sus escaños una bandera republicana, Pablo Iglesias escuchaba a Felipe
con respeto y aparente atención. Si, por ejemplo, el PNV hace profesión
de su rechazo a la monarquía no asistiendo a las recepciones reales, Pablo Iglesias se somete al besamanos, aunque le añada la gracieta de regalarle al monarca Juego de tronos.
El resto de los partidos se ven en la obligación de decir si están o no a favor de la independencia de Cataluña, pero Podemos y sus satélites pueden permitirse el lujo de no decir ni una cosa ni la contraria.
A los griegos se les ofreció hace unos meses la posibilidad de plantar cara a la Troika. Se les preguntó en referéndum y lo dijeron bien claro. Pero luego Tsipras olvidó su compromiso, se bajó los pantalones, dividió a su partido y, después de reconocer que lo que él había ofrecido y la gente había aceptado era imposible, volvió a ganar las elecciones. El oportunista Pablo tardó segundos en presentarse allí para hacer suya la traidora victoria. Como segundos tardó en apropiarse también de la de Carmena o Colau, como si ambas fueran un producto suyo.
Pablo Iglesias recogía a Alberto Garzón en la estación de tren para llevarle a los mítines hace cuatro años; Monedero era asesor de Llamazares; y la inmensa mayoría de los cuadros de Podemos proceden de Izquierda Anticapitalista y otros grupos de la federación. Pero hacen el truco con inteligencia: si aceptaran el continuo que en realidad es, el que va de la izquierda a la derecha, Podemos se ubicaría donde verdaderamente está: en el espacio de Izquierda Unida, con el PSOE poniendo barreras a su expansión. Por eso es mejor tratar de cambiar ese eje horizontal por uno vertical: "arriba–abajo", lo llaman. El pueblo contra la casta. Podemos es "el pueblo". Aunque no haya una casta más cerrada y celosa que la de los profesores universitarios de la endogámica y lamentable universidad española: la que ha mantenido y promovido a los dirigentes de Podemos. Y probablemente no hay un espacio menos abierto que esos despachos blancos y naranjas de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de Somosaguas. Mientras los chavales ponen pancartas en los pasillos invitando a la utopía, tras las puertas los profesores con frecuencia conspiran para mantener su plaza, sus trienios, sus cátedras y sus complementos.
En la efervescencia del 15M, muchos creyeron que la política había cambiado definitivamente en España. Nacieron cientos de iniciativas románticas, solidarias, entrañables. La gente comenzó a tejer con colores los árboles de los barrios más vibrantes de Madrid. Y luego de Barcelona y otras ciudades. Formó orquestas, intercambió tiempo por tiempo, ocupó espacios vacíos para llenarlos de inspiración. Mi amiga Natalia Oliveras ha editado un libro precioso con algunas de esas muestras de generosidad colectiva.
No hay nada que objetar a la expresión de esos sueños comunitarios. Es bellísimo compartir bicicletas, intercambiar lecciones de música e interpretar juntos partituras, abrir espacios cerrados y llenarlos de colores... Pero el problema de los sueños es el despertar. La efervescencia baja con el tiempo. La efusividad de los primeros impulsos requiere luego rutina y disciplina. El altruismo choca con el material más inflamable del planeta: el poder. La solidaridad une a la gente, pero el poder es disolvente.
Y Pablo Iglesias y sus lugartenientes lo saben muy bien. No hubo en la historia ningún movimiento social que se institucionalizara sin sufrir las consecuencias de esa verdad incontestable: el ejercicio del poder político exige decidir amigos y escoger enemigos. Requiere guardar la verdad, administrar grandes o pequeñas mentiras, ocultar intenciones y reservar secretos, como de forma encantadora explica Michael Ignatieff en sus imprescindibles memorias, Fuego y Cenizas.
Por eso, cuando ha pasado a no ser otra cosa más que un partido político cualquiera, que se ha merendado sin contemplaciones a Izquierda Unida, que ha formado estructuras idénticas a las de cualquier otra fuerza política y que quiere competir en igualdad de condiciones con el resto, entonces sucede lo que vemos: que ese producto llamado Podemos, que salió del laboratorio naranja de Somosaguas, que trató de capitalizar la buena voluntad de la gente y sus sueños más hermosos, es solo un partido político más en plena lucha por el poder. Ni más, ni menos.
Disculpamos de algún modo la impostura de los políticos cuando defienden los intereses de los privilegiados y los poderosos, porque pensamos que a fin de cuentas esa mentira es parte del sistema que sufrimos. Pero mucha buena gente no perdonará a Podemos sus maniobras y componendas y trucos, porque traicionan un sueño colectivo. El que tejía mi amiga Natalia en los árboles de Malasaña.
El resto de los partidos se ven en la obligación de decir si están o no a favor de la independencia de Cataluña, pero Podemos y sus satélites pueden permitirse el lujo de no decir ni una cosa ni la contraria.
A los griegos se les ofreció hace unos meses la posibilidad de plantar cara a la Troika. Se les preguntó en referéndum y lo dijeron bien claro. Pero luego Tsipras olvidó su compromiso, se bajó los pantalones, dividió a su partido y, después de reconocer que lo que él había ofrecido y la gente había aceptado era imposible, volvió a ganar las elecciones. El oportunista Pablo tardó segundos en presentarse allí para hacer suya la traidora victoria. Como segundos tardó en apropiarse también de la de Carmena o Colau, como si ambas fueran un producto suyo.
Pablo Iglesias recogía a Alberto Garzón en la estación de tren para llevarle a los mítines hace cuatro años; Monedero era asesor de Llamazares; y la inmensa mayoría de los cuadros de Podemos proceden de Izquierda Anticapitalista y otros grupos de la federación. Pero hacen el truco con inteligencia: si aceptaran el continuo que en realidad es, el que va de la izquierda a la derecha, Podemos se ubicaría donde verdaderamente está: en el espacio de Izquierda Unida, con el PSOE poniendo barreras a su expansión. Por eso es mejor tratar de cambiar ese eje horizontal por uno vertical: "arriba–abajo", lo llaman. El pueblo contra la casta. Podemos es "el pueblo". Aunque no haya una casta más cerrada y celosa que la de los profesores universitarios de la endogámica y lamentable universidad española: la que ha mantenido y promovido a los dirigentes de Podemos. Y probablemente no hay un espacio menos abierto que esos despachos blancos y naranjas de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de Somosaguas. Mientras los chavales ponen pancartas en los pasillos invitando a la utopía, tras las puertas los profesores con frecuencia conspiran para mantener su plaza, sus trienios, sus cátedras y sus complementos.
En la efervescencia del 15M, muchos creyeron que la política había cambiado definitivamente en España. Nacieron cientos de iniciativas románticas, solidarias, entrañables. La gente comenzó a tejer con colores los árboles de los barrios más vibrantes de Madrid. Y luego de Barcelona y otras ciudades. Formó orquestas, intercambió tiempo por tiempo, ocupó espacios vacíos para llenarlos de inspiración. Mi amiga Natalia Oliveras ha editado un libro precioso con algunas de esas muestras de generosidad colectiva.
No hay nada que objetar a la expresión de esos sueños comunitarios. Es bellísimo compartir bicicletas, intercambiar lecciones de música e interpretar juntos partituras, abrir espacios cerrados y llenarlos de colores... Pero el problema de los sueños es el despertar. La efervescencia baja con el tiempo. La efusividad de los primeros impulsos requiere luego rutina y disciplina. El altruismo choca con el material más inflamable del planeta: el poder. La solidaridad une a la gente, pero el poder es disolvente.
Y Pablo Iglesias y sus lugartenientes lo saben muy bien. No hubo en la historia ningún movimiento social que se institucionalizara sin sufrir las consecuencias de esa verdad incontestable: el ejercicio del poder político exige decidir amigos y escoger enemigos. Requiere guardar la verdad, administrar grandes o pequeñas mentiras, ocultar intenciones y reservar secretos, como de forma encantadora explica Michael Ignatieff en sus imprescindibles memorias, Fuego y Cenizas.
Por eso, cuando ha pasado a no ser otra cosa más que un partido político cualquiera, que se ha merendado sin contemplaciones a Izquierda Unida, que ha formado estructuras idénticas a las de cualquier otra fuerza política y que quiere competir en igualdad de condiciones con el resto, entonces sucede lo que vemos: que ese producto llamado Podemos, que salió del laboratorio naranja de Somosaguas, que trató de capitalizar la buena voluntad de la gente y sus sueños más hermosos, es solo un partido político más en plena lucha por el poder. Ni más, ni menos.
Disculpamos de algún modo la impostura de los políticos cuando defienden los intereses de los privilegiados y los poderosos, porque pensamos que a fin de cuentas esa mentira es parte del sistema que sufrimos. Pero mucha buena gente no perdonará a Podemos sus maniobras y componendas y trucos, porque traicionan un sueño colectivo. El que tejía mi amiga Natalia en los árboles de Malasaña.
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