Actualizada 23/10/2015
Uno de los sueños de la poesía pura fue conseguir un ámbito artístico autónomo y sin ningún tipo de adherencias de la realidad. La representación dio paso al juego, a la invención de artificios paralelos, de escenarios virtuales. El mundo perdió su soberanía en favor de la divinidad de un artista capaz de limpiar su propia identidad para impulsar un proceso de abstracción.
El racionalismo optimista de las primeras vanguardias, ese que Apollinaire y Ortega y Gasset calificaron con la etiqueta de la deshumanización, está en el origen de una voluntad social muy afín a los mercados de la economía capitalista: la sustitución de las experiencias de carne y hueso por realidades virtuales. Estamos tan mediatizados que ni siquiera tenemos una relación directa con nuestro cuerpo. Basta para comprobarlo con mirarse al espejo. Sufren los ojos, están determinados por los pases de modelos, los paradigmas de la belleza de plástico y la irrupción de los candidatos y candidatas de Ciudadanos. (Para ser justos aceptaré que en este campo de la belleza renovadora hay mucha flexibilidad).
A mí me gusta mi gorda, a mí me gusta mi gordo, solían atreverse a decir hace unos años los enamorados dispuestos a aceptar la realidad carnal de sus existencias particulares. Es un proceso cada vez más difícil, tan difícil como aceptar el trato natural con los animales, propio de una cultura rural, después de haber asumido el reino de las mascotas, los caprichos de la clase alta urbana y los dibujos animados de Walt Disney. Nada más lejos de mí intención que negar la belleza o justificar el maltrato animal, pero en estos casos, igual que en otros muchos, necesito separar mis reivindicaciones y mis protestas de las lágrimas puras de los niños de papá.
Excluidos los debates sobre la degradación laboral y sobre la explotación económica, la política española se ha convertido en un campo abonado para los niños de papá. La derecha encuentra siempre los medios oportunos para dibujar los escenarios de discusión que más le convienen. En ese campo germinan ideas de falsa democracia como su argumento hoy repetido hasta la saciedad de que debe gobernar el partido más votado. La trampa, claro está, consiste en confundir el partido más votado con la mayoría democrática.
Se trata de una manipulación más para convertir la representación en un juego sin lazos con la soberanía cívica. Es una pureza oficial que se justifica con la creación de un ámbito político autónomo. La idea de que gobierne el partido más votado radicaliza la ingeniería electoral ya existente para crear mayorías parlamentarias falsas. En las pasadas elecciones el Partido Popular sacó 10.836.693 votos, que se convirtieron en 186 diputados. Votaron a otros partidos 12 millones de españoles. Es decir, el partido en el Gobierno consiguió una mayoría absoluta en el Parlamento con el 44% de los votos en unas elecciones en las que se abstuvo casi el 30% del censo. Aunque el PP representa sólo a un tercio de los españoles, ha jugado a ser una mayoría tajante para cortar y recortar por lo sano.
Como si la ley electoral no supusiera ya un grado notable de ingeniería manipuladora, ahora repite la consigna de que debiera gobernar el partido más votado. El argumento de que eso ayuda a la estabilidad queda hundido con el ejemplo de la última legislatura, en la que una mayoría absoluta no ha supuesto estabilidad democrática ninguna, sino un verdadero proceso de desestabilización de la convivencia y una peligrosa inercia de desarticulación de las instituciones y del Estado.
No es lo mismo ser el partido más votado que tener la mayoría democrática. Quienes se empeñan en repetir la idea no hacen más que dejar sin sentido la vida de los parlamentos, los acuerdos políticos y los debates democráticos. Conviene no olvidarlo en los próximos días: que el poder esté en los parlamentos y en los plenos municipales es una riqueza democrática incómoda para los que entienden el poder como un espacio de abstracción sin lazos con la soberanía popular.
Nada es más peligroso, nada pudre más los problemas, que la separación tajante entre la política oficial y la realidad. Por eso no me importa que los parlamentos se llenen de chicha. Hace tiempo que me declaré partidario de los cuerpos de carne y hueso y de los poemas que no se autoengañan con el agua pura de la expresión inmaculada.
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Olé, olé y olé, por nuestro poeta. Gracias, Luis, por ese sentido común y comunitario, tan poco al uso en los ámbitos de la ficción. No hay más hermosa estética que la desnuda y rotunda frescura de la ética.
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