Sólo la ciudadanía puede frenar la grave amenaza del TTIP
Susan George
Susan George es presidenta de honor de ATTAC Francia y presidenta
del Transnational Institute de Ámsterdam. Comprometida desde hace mucho
tiempo en los combates internacionales contra los efectos devastadores
de la globalización capitalista, es autora de ensayos como “Informe
Lugano I y II”, “El pensamiento secuestrado”, “Otro mundo es posible
si…”, “Sus crisis, nuestras soluciones” y “Los usurpadores”.
Espacio Público me ha pedido que presente el debate
sobre el polémico Tratado Transatlántico de Libre Comercio (TTIP), y
estoy encantada y orgullosa de hacerlo. Este tratado, entre la Unión
Europea y los Estados Unidos, se está negociando desde mediados de 2013
pero mucha gente, tanto en España como en el resto de Europa, nunca ha
oído hablar de él. Por eso este debate es vital: creo que el TTIP es una
de las iniciativas más perniciosas que se hayan planteado jamás en una
mesa de negociación.
Quien espere de esta introducción un punto de vista neutral más vale
que deje de leer en este mismo instante. A mi entender, pedir una
valoración equitativa del TTIP es como intentar mantener una discusión
objetiva sobre los pros y los contras del cáncer o de la guerra nuclear.
Antes de explicar por qué sostengo que el TTIP es un peligro
indiscutible para todos nosotros, déjenme señalar que también creo que
podemos derrotarlo; y cuando hablo de “nosotros” me refiero a los
ciudadanos corrientes, tanto estadounidenses como europeos. La gente
corriente es, de hecho, la única que puede decir No con total
firmeza, porque cada uno de los 28 gobiernos que conforman la Unión
Europea ha delegado en la Comisión Europea para negociar este tratado y
todos lo han hecho sin informarnos de ello. Y, al hacerlo, nuestros
gobiernos han decidido primar los intereses de las corporaciones
internacionales (TNCs), verdaderos arquitectos de este tratado, por
encima del bienestar y de la seguridad de sus propios ciudadanos.
Hoy, sin embargo, después de dos años de negociaciones, la gente se
está uniendo para luchar, en Europa y en Estados Unidos, y evitar así
que el TTIP adquiera categoría de ley. Estoy segura que los dos meses de
debate en Público demostrarán que el TTIP perjudicaría los
intereses de los ciudadanos europeos y nuestras tradiciones
democráticas. La mejor arma de que disponemos para hacerle frente es la
información. Como en los casos del cáncer y de la guerra nuclear, la
única opción decente, la única alternativa, es que TTIP desaparezca.
Este tratado es una creación de las más grandes y poderosas
corporaciones transnacionales de los Estados Unidos y Europa. Comenzaron
a preparar su golpe de Estado hace veinte años cuando, con el
conocimiento y el apoyo de sus gobiernos, fundaron en 1995 el TABD
(Diálogo Empresarial Transatlántico). El TABD asumió el desarrollo de un
acuerdo de libre comercio e inversión de amplio alcance que constituye
el gran proyecto para situar los intereses de las multinacionales por
encima de la soberanía nacional, del imperio de la ley y de los derechos
ciudadanos. Su objetivo es la “integración” y “armonización” de las
economías europea y estadounidense según los deseos de las empresas y su
eslogan era: “Aprobado una vez [por el TABD], aceptado en todas
partes”.
Por tanto, no debe sorprendernos que este Tratado Europa-EEUU, si
llega a ser aprobado, promueva gobiernos de, por y para estas mismas
multinacionales transatlánticas. El TTIP es una grave amenaza para las
atribuciones ejecutivas, legislativas y judiciales de todos nuestros
gobiernos y pretende reemplazarlas de forma permanente por normativas y
procedimientos favorables para las corporaciones.
Las grandes empresas no quieren gobernar directamente –tienen de su
parte a los políticos afines para hacerlo– pero, a diferencia del resto
de nosotros, pueden seguir las negociaciones paso a paso. El texto del
TTIP se mantiene en secreto así que, para conocer su contenido, incluso
los parlamentarios europeos de la Comisión de Comercio han de solicitar
permiso para entrar en una habitación especial de Bruselas, cerrada a
cal y canto, en la que no se les permite hacer copias ni siquiera tomar
notas. Recientemente, hasta a los altos funcionarios de los gobiernos de
los países miembros se les ha comunicado que también tendrán que pasar
por esa misma habitación de Bruselas si quieren echar un vistazo al
texto. Los ciudadanos dependen de las publicaciones especializadas y de
las filtraciones.
A pesar de su nombre, esta “Asociación de Comercio e Inversión” trata
poco sobre comercio. Los aranceles entre Estados Unidos y Europa son ya
bajos y, excepto para la agricultura, su media está en torno al 2% o
3%, por lo que no merece la pena mantener largas y complicadas
conversaciones para reducirlas más aún. Pero precisemos que si la UE
renuncia a los aranceles de protección a la agricultura, gran parte de
los 13 millones de familias europeas que aún dependen del campo no
podrían competir con las gigantescas granjas industriales
norteamericanas de utilización intensiva de capital. Las pequeñas
familias de granjeros y agricultores que quedan en Europa serán
aniquiladas, exactamente igual que ocurrió con los dos millones y medio
de campesinos mejicanos que fueron arruinados por la importación masiva
de maíz subvencionado y barato tras el acuerdo de libre comercio firmado
hace 20 años entre Estados Unidos, México y Canadá (NAFTA). ¿Dónde
hallarán estas personas una nueva forma de vida, otro empleo? Lo más
probable es que acaben engrosando las filas de los parados europeos.
Las multinacionales no están muy interesadas en reducir los
aranceles, pero se están concentrando duramente en lo que se conoce como
barreras “no-arancelarias” o “detrás de las fronteras”. Estas pueden
ser cualquier cosa de la que una corporación quiera deshacerse. Por
ejemplo, “impedimentos para acceder al mercado” como las regulaciones
gubernamentales en materia de alimentación, productos farmacéuticos,
químicos, medio ambiente, etcétera.
En la actualidad, los europeos disponen de un sistema de regulación
mejor que el de Estados Unidos prácticamente en todas las áreas,
exceptuando las finanzas. Si el TTIP se aprueba tal como las
multinacionales desean, todos los ciudadanos estarán en peligro –por los
productos alimenticios, las sustancias tóxicas, los costosos
medicamentos no genéricos, los pesticidas y otros muchos productos–. Por
tanto, si los europeos se niegan por ejemplo a comer ternera criada con
antibióticos y hormonas, o pollos lavados con cloro; si no quieren
comer alimentos procesados con organismos modificados genéticamente; si
se resisten a usar cosméticos y productos de uso diario en el hogar que
contengan elementos químicos hasta ahora prohibidos en Europa, ¿cuál
será el escenario?
Los norteamericanos argumentarán que eso “no es científico”.
Las agencias de control de calidad de los alimentos europeas y los
legisladores han sido obligados hasta ahora a aceptar el “principio de
cautela”, porque así consta en los tratados de la fundación de la Unión
Europea y afirma que este principio debe aplicarse en aquellos casos en
los que “un fenómeno, producto o proceso pueda tener un efecto
peligroso” para el medio ambiente, la alimentación o la salud de los
humanos, los animales o las plantas. En otras palabras, “si existe un
riesgo apreciable de que algo puede ser dañino, no lo permitas”. Si una
empresa quiere colocar un producto equis en el mercado, es el fabricante
quien debe demostrar que es sano y seguro. Al importador potencial no
se le puede exigir que pruebe que no lo es.
Los norteamericanos adoptan el punto de vista opuesto y por eso
presionan en las negociaciones del TTIP: si los europeos quieren
rechazar sus productos o procesos, deberían ser obligados a proporcionar
pruebas cien por cien científicas que demuestren que el producto es
peligroso. Especialmente cuando está en juego algo tan complejo como el
cuerpo humano, esto puede ser imposible –al menos en cuanto a que
satisfaga a los estadounidenses. ¿Cómo puede usted estar seguro al cien
por cien de que un ingrediente o producto A tiene un impacto dañino sobre la función B
del cuerpo humano? Se pudo demostrar con el amianto porque causa un
cáncer poco común en personas que han trabajado o vivido con él, pero no
se puede disponer de una prueba irrefutable en cada caso. Los lobbies
corporativos son capaces de retrasar una regulación durante años, y
provocar así muchas muertes innecesarias. Un ejemplo flagrante es la
forma en que el lobby del tabaco fue capaz de postergar durante décadas
la prohibición de fumar y la inserción de textos en los paquetes
avisando de los perjuicios de este hábito para la salud.
Europa cuenta aproximadamente con tres mil “indicaciones geográficas”
sobre gastronomía y vinos –los negociadores norteamericanos del TTIP
quieren convertir todos nuestros quesos, vinos, jamones, etc. en
genéricos– de modo que se pueda producir queso Cheshire o feta, champán o
rioja, Parma o Jabugo en cualquier sitio… y seguir denominándolos con
esos términos.
Una queja de todas estas compañías –estadounidenses o europeas– es la
inutilidad y el elevado coste que supone analizar los productos en
ambos lugares. De acuerdo. Todos podrían acceder a evitar duplicidades
si y sólo si los análisis tanto en Estados Unidos como en Europa fueran
exactamente iguales –pero esto no es necesariamente cierto. Estados
Unidos, por ejemplo, tiene una agencia de seguridad del automóvil. Pero
General Motors fue obligada recientemente a revisar 12,8 millones de
coches porque su sistema de ignición corría riesgo de apagarse y dejar a
los conductores sin frenos o sin dirección. ¿Con qué meticulosidad se
había llevado a cabo el control de calidad? ¿Y por qué la agencia de
“seguridad” tardó más de una década en reconocer que estos coches eran
peligrosos, a pesar de los numerosos informes de accidentes con heridos y
muertos?
Esto nos lleva a otra de las demandas corporativas: deshacerse de
todos los problemáticos “impedimentos para el comercio”, con la
cooperación incondicional de sus respectivos gobiernos. Quieren un
sistema para lo que la Comisión Europea denomina “Mejor Regulación” o
“Cooperación Regulatoria”, en el que las multinacionales se involucren
plenamente como “expertos” y que –según denuncia la red medioambiental
ciudadana Amigos de la Tierra Europa– levantará “más y más barreras para
impedir el establecimiento de nuevos estándares medioambientales,
laborales, de salud y seguridad que protejan a los ciudadanos”… y que
“amenaza con debilitar los criterios actuales sobre alimentación,
productos químicos o biodiversidad”. Es fácil ver que esto es un
potencial golpe de Estado, al servicio de los negocios, contra
nuestros representantes democráticamente elegidos. Las multinacionales
podrán así sentarse a la misma mesa que las instituciones y agencias
reguladoras, e influir en sus resoluciones antes de que se adopten.
El TTIP es un tratado de comercio y de inversión, y en nombre
de la protección de esa inversión otorga a las empresas la capacidad de
demandar a los gobiernos ante tribunales privados de arbitraje cuando
entienden que una normativa gubernamental puede perjudicar sus
beneficios, tanto ahora como incluso en el futuro. Esto es una
característica habitual de los tratados bilaterales de comercio e
inversión conocidos como ISDS (de la siglas inglesas de Arbitraje de
Diferencias entre Inversor y Estado) y es el aspecto del TTIP que hasta
ahora ha sido objeto de mayor rechazo público. “entre Inversor y Estado”
o Inversor contra Estado pudo haber sido una propuesta justa en
1959, fecha del primer tratado bilateral de inversión entre Alemania y
Pakistán, cuando nadie podía estar plenamente seguro de la imparcialidad
de, digamos, un tribunal paquistaní. Pero en el caso del TTIP estamos
hablando de sistemas judiciales maduros, equitativos y comprobados en
Estados Unidos y Europa, en los que se da por descontado que
garantizarán un juicio justo cuando una empresa recurra porque estime
que ha sido expropiada o tratada injustamente por alguna regulación
gubernamental.
Hoy en día tenemos ya un conjunto de más de 600 tratados privados de
arbitraje, concluidos o en proceso, y se puede comprobar cómo están
siendo utilizados continuamente de forma arbitraria para deshacerse de
regulaciones molestas y para obligar a los gobiernos –es decir, a sus
contribuyentes– a pagar enormes cantidades de dinero a las compañías.
Los gobiernos en Europa, especialmente los de países más pequeños y
débiles, se lo pensarán dos veces antes de arriesgarse a aprobar
cualquier nueva ley que pueda desagradar a los inversores. Algunos de
los casos más conocidos son amenazas evidentes al clima, promovidas por
empresas decididas a evitar la transición hacia un futuro libre de
combustibles fósiles, como el caso de la empresa Lone Paint contra
Quebec, demandando una indemnización de 250 millones de dólares porque
Quebec impuso una moratoria sobre el fracking y Lone Paint quiere perforar en la cuenca del río San Lorenzo.
O si no, el caso de Occidental Petroleum en Ecuador, que ganó un
contencioso de 1.800 millones de dólares ante un tribunal de arbitraje
de tres jueces privados porque el país suramericano se negó a permitir
la perforación para buscar petróleo en una zona natural protegida. Otros
casos son amenazas directas a la salud pública o al deber de los
gobiernos de proteger el bienestar de sus ciudadanos. Como el de Philip
Morris contra Australia y Uruguay por requerir cajetillas sin marcas y
avisos ostensibles de los graves peligros del tabaco para la salud. O el
caso de Veolia contra Egipto porque el Gobierno egipcio aumentó el
salario mínimo.
Yo espero que ustedes ya se estén planteando hacer algo para detener
este Tratado que ataca las funciones ejecutivas, legislativas y
judiciales de los gobiernos democráticos y para evitar que tanto su
Gobierno como la Unión Europea lo lleven adelante. Las negociaciones
están empezando a vacilar en varios puntos gracias a las protestas de
los ciudadanos –los gobiernos esperaban firmar antes del final de 2015;
ahora están hablando, de manera “más realista”, de 2017. La UE ha
intentado justificarlo aduciendo que traerá “empleos y crecimiento”,
pero sus argumentos han sido desbaratados y se ha mostrado que sus
“investigaciones” son en realidad propaganda.
El conocimiento es la mejor arma. Continúen con este debate, aprendan
más e informen a todos sus conocidos y allegados. Pueden firmar la
Iniciativa de los Ciudadanos Europeos que, en el momento en que escribo
estas líneas, supera ya los dos millones y medio de firmas en 18 países
distintos, España incluida. Nuestro objetivo es reunir tres millones de
firmas. Pueden ir a https://stop-ttip.org/es/?noredirect=es_ES. Firmen,
pidan y busquen firmas. Pueden unirse a Attac, Amigos de la Tierra u
otras campañas de organización contra el TTIP. Pueden presionar a los
políticos usando argumentos y frases como “O le dices No al TTIP o te
diremos no a ti” (o “Si le dices No al TTIP, te diremos sí a ti”). Los
españoles han demostrado que tienen mucha imaginación política. La lucha
contra el TTIP puede acabar con una victoria y ustedes pueden ser parte
de ella.
Nos quieren esclavos baratos y sin voz
Difícilmente encuentro similitudes entre esa Europa
que nos vendieron a los españoles en el año 1986 y la que hoy observo y
padezco, desde fuera y de forma pasiva como ciudadana, pero también
desde dentro, como miembro del Parlamento Europeo desde hace poco más de
un año.
En el año 86 yo estaba en el colegio, pero recuerdo muy bien la campaña mediática y escolar sobre nuestra incorporación a la Unión Europea. Entrar en el club de los grandes, con Francia, Reino Unido, Alemania u Holanda supuso, ante todo, un aumento considerable en la autoestima nacional, trajo el cambio de unas lentes viejas por unas nuevas, que nos hicieron ver que podíamos llegar a ser como ellos, y que debíamos demostrar que éramos capaces de ponernos las pilas y empezar a construir un país más moderno, o como aún decimos, ‘más europeo’.
Ese fue el mensaje en mi escuela. Se nos abría un futuro esplendoroso y lleno de oportunidades, y teníamos que estar a la altura. A fin de cuentas, lo que Europa nos prometía era el desarrollo de una verdadera democracia, abierta, transparente y empapada de unos derechos y libertades de los que aún no había podido disfrutar este pueblo.
Europa nos traería riqueza, nuevos y modernos empleos, más cultura y educación, mejores comunicaciones, evitaría guerras y acabaría con las fronteras. Era aquella una Unión Europea que se proclamaba bandera de los Derechos Humanos y la Democracia.
Los fondos estructurales trajeron unas mejoras importantes en nuestro día a día, como nuevas vías de comunicación o instalaciones de todo tipo: educativas, deportivas, culturales, sanitarias… Una inyección de dinero que nos sacó de los años 50 en lo que respecta a infraestructuras. Pero el ideario más repetido y publicitado por gobiernos, instituciones, prensa y creadores de opinión era - siempre ha sido - que la UE es, sobre todo, democracia, derechos humanos, respeto y defensa de la dignidad humana, protección de los derechos de los trabajadores, del medio ambiente, de los consumidores y usuarios, de todas las personas sin excepción.
Hace poco más de un año que vivo desde dentro - sumergida, y a veces enterrada - la política europea desde un Parlamento que dista mucho de lo que dice ser. Debería ser la cámara de representación de la voluntad popular europea. Debería ser un espejo, un crisol, de la sociedad europea, pero no lo es. Ser eurodiputada no implica tener que dar muchas explicaciones sobre tu trabajo. La rendición de cuentas, las explicaciones a los votantes y la transparencia, no son actividades inherentes al cargo.
A nuestro sistema democrático le faltan procedimientos que habría que implementar para que pudiéramos hablar de un sistema verdaderamente democrático. Mientras tanto, podemos seguir eligiendo al pastor que cuida las ovejas para después dejarlo completamente sólo rodeado de lobos. Cuando volvamos en 4 años, puede que ese pastor se haya hecho amigo de los lobos. Y eso es lo que ha sucedido con nuestras democracias, hemos delegado el poder durante demasiado tiempo a unas élites, sin demasiada vigilancia.
Los ciudadanos hemos dejado un espacio vacío entre nosotros, los que ostentamos la soberanía, y aquellos a los que hemos llamado representantes, pero que se olvidan de representar con mucha facilidad. Enseguida dejan de parecerse a quienes les pusieron en el escaño, dejan de tener los mismos intereses. El elector se queda sin voz. La democracia muere. Y ese espacio vacío, ese hueco, lo han llenado los lobos.
En el Parlamento Europeo estos lobos son los lobbies, con empleados que poseen acreditaciones – son 4000 sólo en el Parlamento, y entran y salen como de su propia casa. Organizan eventos de todo tipo para los eurodiputados, a los que invitan y agasajan. Estos eventos, disfrazados, por ejemplo, de presentaciones de estudios falsamente imparciales, buscan influir en los policy-makers, inclinar la balanza hacia sus propios intereses, hacer trabajar a los políticos en su beneficio. Los presupuestos con los que cuentan los grupos de lobbies son millonarios, y por lo visto la rentabilidad es muy alta.
Después de Washington DC, Bruselas es el lugar del mundo con mayor concentración de lobistas, y organizaciones como Corporate Europe calculan que hay entre 15 y 30 mil empleados dedicados a presionar a las instituciones europeas –sobre todo a la Comisión Europea - y trabajan para 1500 grupos industriales. Sus oficinas rodean los edificios del Parlamento y de la Comisión como una muralla, de forma visible y efectiva. Las voces que hablan a los oídos de los políticos y altos funcionarios de la UE son las de ellos, y no las de los ciudadanos.
Y son ellos quienes tienen los medios para comprar voluntades. Uno de estos medios es el fenómeno de las puertas giratorias. Políticos que pasan de ser cargo público a ser consejero de administración de alguna gran empresa. En España, la lista de políticos que han usado la puerta giratoria es casi infinita. Algunos regresan al espacio público por un tiempo, y así sucesivamente…
Hacer lobby es muy rentable. Esa mezcla de capacidad económica, facilidad de acceso a los que toman decisiones, y la falta absoluta de escrutinio por parte de la ciudadanía, convierten a las instituciones europeas en el paraíso del lobbying. Pocos son los despachos donde no llegan sus tentáculos.
A todo esto hay que incluir que la mayoría de las instituciones supranacionales que padecemos, como la Comisión Europea, el BCE, el FMI o el Banco Mundial, son cualquier cosa menos democráticas. Desde luego a quien no representan es al ciudadano común, a la mayoría. Nadie les vota y nadie les veta. Pertenecen a las élites políticas y empresariales, se representan a sí mismos e imponen su ideología a la fuerza, maquillada de no-ideología. Intentan establecer un modelo en el que nunca puedan perder. Y el mayor de los logros de estos lobos en Europa es el Tratado Transatlántico con EEUU. Un tratado que constituye el sueño de las multinacionales, de los fondos de inversión, de los especuladores y los buitres de las bolsas y los mercados. El sueño de ultraliberales como Reagan, que llegó a decir que el origen de nuestros problemas eran los gobiernos, que es lo mismo que decir que el problema es que la gente vota y decide.
El sueño de los grandes poderes económicos ha sido siempre convertirse en legisladores, poder saltarse los canales y procedimientos democráticos, y no tener que ‘soportar’ ni respetar más la voluntad popular y los mandatos que emanan de unas elecciones. Las políticas sociales, las normas y leyes que protegen al trabajador, al consumidor, al medio ambiente son, en sus propias palabras y mostrando no tener ningún tipo de escrúpulos, ‘obstáculos al comercio’, barreras a eliminar. Nos quieren callados, nos quieren desposeídos de cualquier capacidad de decisión sobre nuestras sociedades, que son nuestras vidas. Nos quieren esclavos: baratos y sin voz.
Si tuviera que resumir el TTIP en una frase, diría que es la Constitución de los grandes poderes económicos. Es el mayor golpe de Estado que podemos sufrir los pueblos del occidente desarrollado, pues nunca se han modificado tanto las estructuras democráticas en tantos países a la vez, así, de un plumazo y sin preguntar.
Casi 70 años después de la aprobación por la ONU de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, asistimos a un cambio de rumbo de 180 grados, a la primacía de los beneficios económicos por encima de la dignidad y el bienestar del ser humano. La perversión en la escala de valores es brutal, pero sus estrategias parásitas, a través de la publicidad y el comercio, de los medios de comunicación y de los idearios políticos vociferados por sus mayordomos, hacen que nos parezcan normales situaciones que no lo son, ideas que deberían parecernos aberrantes a todos y todas.
La comunicación es fundamental. Romper la barrera del silencio, pedir explicaciones a nuestros representantes. Exigir que se posicionen claramente es una obligación, que presenten sin ambigüedades sus prioridades, que nos digan para quién trabajan. Para mí no hay mayor tomadura de pelo que hacer uso del ‘mareado de perdiz’ por parte de un político. No debemos permitirlo.
Nosotros decimos claramente que estamos a favor del comercio. De un tipo de comercio que no mine los derechos y libertades de nadie, sino que sirva como alfombra para extender más bienestar e igualdad. El comercio debe adaptarse a toda la malla normativa que protege la vida, la de las personas y la de la Tierra.
Los Derechos Humanos y todas sus expresiones legales son la línea roja que nada debe sobrepasar bajo ningún concepto. Esa es nuestra escala de valores. Y no tiene precio. El TTIP, junto con otros tratados comerciales que están siendo negociados con similar oscurantismo, como el CETA con Canadá, el TISA con más de 50 países, o el gigante TPP, negociado entre Estados Unidos y más de 20 países del Pacífico, constituyen las armas legales que los poderosos están desarrollando para subyugar las democracias a sus intereses.
Todos los ciudadanos sin excepción nos veremos afectados por ellos, en numerosos aspectos de nuestra vida diaria. Que muchos de nuestros representantes y partidos políticos nos hagan creer lo contrario, y apoyen la conclusión de estos tratados, constituye un acto de traición, pues lo que emana de ellos es una cesión de soberanía, para lo cual no tienen mandato. Y es éste uno de los éxitos de los lobos: tergiversar lealtades.
Pero nosotros somos más, y seguiremos desenmascarando la realidad y defendiendo con uñas y dientes nuestras democracias, nuestros derechos y nuestra soberanía.
En el año 86 yo estaba en el colegio, pero recuerdo muy bien la campaña mediática y escolar sobre nuestra incorporación a la Unión Europea. Entrar en el club de los grandes, con Francia, Reino Unido, Alemania u Holanda supuso, ante todo, un aumento considerable en la autoestima nacional, trajo el cambio de unas lentes viejas por unas nuevas, que nos hicieron ver que podíamos llegar a ser como ellos, y que debíamos demostrar que éramos capaces de ponernos las pilas y empezar a construir un país más moderno, o como aún decimos, ‘más europeo’.
Ese fue el mensaje en mi escuela. Se nos abría un futuro esplendoroso y lleno de oportunidades, y teníamos que estar a la altura. A fin de cuentas, lo que Europa nos prometía era el desarrollo de una verdadera democracia, abierta, transparente y empapada de unos derechos y libertades de los que aún no había podido disfrutar este pueblo.
Europa nos traería riqueza, nuevos y modernos empleos, más cultura y educación, mejores comunicaciones, evitaría guerras y acabaría con las fronteras. Era aquella una Unión Europea que se proclamaba bandera de los Derechos Humanos y la Democracia.
Los fondos estructurales trajeron unas mejoras importantes en nuestro día a día, como nuevas vías de comunicación o instalaciones de todo tipo: educativas, deportivas, culturales, sanitarias… Una inyección de dinero que nos sacó de los años 50 en lo que respecta a infraestructuras. Pero el ideario más repetido y publicitado por gobiernos, instituciones, prensa y creadores de opinión era - siempre ha sido - que la UE es, sobre todo, democracia, derechos humanos, respeto y defensa de la dignidad humana, protección de los derechos de los trabajadores, del medio ambiente, de los consumidores y usuarios, de todas las personas sin excepción.
Hace poco más de un año que vivo desde dentro - sumergida, y a veces enterrada - la política europea desde un Parlamento que dista mucho de lo que dice ser. Debería ser la cámara de representación de la voluntad popular europea. Debería ser un espejo, un crisol, de la sociedad europea, pero no lo es. Ser eurodiputada no implica tener que dar muchas explicaciones sobre tu trabajo. La rendición de cuentas, las explicaciones a los votantes y la transparencia, no son actividades inherentes al cargo.
A nuestro sistema democrático le faltan procedimientos que habría que implementar para que pudiéramos hablar de un sistema verdaderamente democrático. Mientras tanto, podemos seguir eligiendo al pastor que cuida las ovejas para después dejarlo completamente sólo rodeado de lobos. Cuando volvamos en 4 años, puede que ese pastor se haya hecho amigo de los lobos. Y eso es lo que ha sucedido con nuestras democracias, hemos delegado el poder durante demasiado tiempo a unas élites, sin demasiada vigilancia.
Los ciudadanos hemos dejado un espacio vacío entre nosotros, los que ostentamos la soberanía, y aquellos a los que hemos llamado representantes, pero que se olvidan de representar con mucha facilidad. Enseguida dejan de parecerse a quienes les pusieron en el escaño, dejan de tener los mismos intereses. El elector se queda sin voz. La democracia muere. Y ese espacio vacío, ese hueco, lo han llenado los lobos.
En el Parlamento Europeo estos lobos son los lobbies, con empleados que poseen acreditaciones – son 4000 sólo en el Parlamento, y entran y salen como de su propia casa. Organizan eventos de todo tipo para los eurodiputados, a los que invitan y agasajan. Estos eventos, disfrazados, por ejemplo, de presentaciones de estudios falsamente imparciales, buscan influir en los policy-makers, inclinar la balanza hacia sus propios intereses, hacer trabajar a los políticos en su beneficio. Los presupuestos con los que cuentan los grupos de lobbies son millonarios, y por lo visto la rentabilidad es muy alta.
Después de Washington DC, Bruselas es el lugar del mundo con mayor concentración de lobistas, y organizaciones como Corporate Europe calculan que hay entre 15 y 30 mil empleados dedicados a presionar a las instituciones europeas –sobre todo a la Comisión Europea - y trabajan para 1500 grupos industriales. Sus oficinas rodean los edificios del Parlamento y de la Comisión como una muralla, de forma visible y efectiva. Las voces que hablan a los oídos de los políticos y altos funcionarios de la UE son las de ellos, y no las de los ciudadanos.
Y son ellos quienes tienen los medios para comprar voluntades. Uno de estos medios es el fenómeno de las puertas giratorias. Políticos que pasan de ser cargo público a ser consejero de administración de alguna gran empresa. En España, la lista de políticos que han usado la puerta giratoria es casi infinita. Algunos regresan al espacio público por un tiempo, y así sucesivamente…
Hacer lobby es muy rentable. Esa mezcla de capacidad económica, facilidad de acceso a los que toman decisiones, y la falta absoluta de escrutinio por parte de la ciudadanía, convierten a las instituciones europeas en el paraíso del lobbying. Pocos son los despachos donde no llegan sus tentáculos.
A todo esto hay que incluir que la mayoría de las instituciones supranacionales que padecemos, como la Comisión Europea, el BCE, el FMI o el Banco Mundial, son cualquier cosa menos democráticas. Desde luego a quien no representan es al ciudadano común, a la mayoría. Nadie les vota y nadie les veta. Pertenecen a las élites políticas y empresariales, se representan a sí mismos e imponen su ideología a la fuerza, maquillada de no-ideología. Intentan establecer un modelo en el que nunca puedan perder. Y el mayor de los logros de estos lobos en Europa es el Tratado Transatlántico con EEUU. Un tratado que constituye el sueño de las multinacionales, de los fondos de inversión, de los especuladores y los buitres de las bolsas y los mercados. El sueño de ultraliberales como Reagan, que llegó a decir que el origen de nuestros problemas eran los gobiernos, que es lo mismo que decir que el problema es que la gente vota y decide.
El sueño de los grandes poderes económicos ha sido siempre convertirse en legisladores, poder saltarse los canales y procedimientos democráticos, y no tener que ‘soportar’ ni respetar más la voluntad popular y los mandatos que emanan de unas elecciones. Las políticas sociales, las normas y leyes que protegen al trabajador, al consumidor, al medio ambiente son, en sus propias palabras y mostrando no tener ningún tipo de escrúpulos, ‘obstáculos al comercio’, barreras a eliminar. Nos quieren callados, nos quieren desposeídos de cualquier capacidad de decisión sobre nuestras sociedades, que son nuestras vidas. Nos quieren esclavos: baratos y sin voz.
Si tuviera que resumir el TTIP en una frase, diría que es la Constitución de los grandes poderes económicos. Es el mayor golpe de Estado que podemos sufrir los pueblos del occidente desarrollado, pues nunca se han modificado tanto las estructuras democráticas en tantos países a la vez, así, de un plumazo y sin preguntar.
Casi 70 años después de la aprobación por la ONU de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, asistimos a un cambio de rumbo de 180 grados, a la primacía de los beneficios económicos por encima de la dignidad y el bienestar del ser humano. La perversión en la escala de valores es brutal, pero sus estrategias parásitas, a través de la publicidad y el comercio, de los medios de comunicación y de los idearios políticos vociferados por sus mayordomos, hacen que nos parezcan normales situaciones que no lo son, ideas que deberían parecernos aberrantes a todos y todas.
La comunicación es fundamental. Romper la barrera del silencio, pedir explicaciones a nuestros representantes. Exigir que se posicionen claramente es una obligación, que presenten sin ambigüedades sus prioridades, que nos digan para quién trabajan. Para mí no hay mayor tomadura de pelo que hacer uso del ‘mareado de perdiz’ por parte de un político. No debemos permitirlo.
Nosotros decimos claramente que estamos a favor del comercio. De un tipo de comercio que no mine los derechos y libertades de nadie, sino que sirva como alfombra para extender más bienestar e igualdad. El comercio debe adaptarse a toda la malla normativa que protege la vida, la de las personas y la de la Tierra.
Los Derechos Humanos y todas sus expresiones legales son la línea roja que nada debe sobrepasar bajo ningún concepto. Esa es nuestra escala de valores. Y no tiene precio. El TTIP, junto con otros tratados comerciales que están siendo negociados con similar oscurantismo, como el CETA con Canadá, el TISA con más de 50 países, o el gigante TPP, negociado entre Estados Unidos y más de 20 países del Pacífico, constituyen las armas legales que los poderosos están desarrollando para subyugar las democracias a sus intereses.
Todos los ciudadanos sin excepción nos veremos afectados por ellos, en numerosos aspectos de nuestra vida diaria. Que muchos de nuestros representantes y partidos políticos nos hagan creer lo contrario, y apoyen la conclusión de estos tratados, constituye un acto de traición, pues lo que emana de ellos es una cesión de soberanía, para lo cual no tienen mandato. Y es éste uno de los éxitos de los lobos: tergiversar lealtades.
Pero nosotros somos más, y seguiremos desenmascarando la realidad y defendiendo con uñas y dientes nuestras democracias, nuestros derechos y nuestra soberanía.
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