Por Luis García Montero. (Infolibre)
El ministro del Interior es el hombre más añejo de España. Cada vez que veo en televisión al señor Fernández Díaz,
siento que vuelvo a la España en blanco y negro de los años sesenta.
Más que un informativo de actualidad, me parece asistir a un reportaje
del NODO, y las palabras se llenan de naftalina, de olor a ropa vieja, como de político que habla en la puerta de una iglesia.
Hubiera sido muy difícil encontrar un actor más adecuado para desempeñar su papel cuando habla de los peligros de la inmigración, del cumplimiento de la ley, de multas y mordazas. Todo son malas noticias, miedos y manos duras. Todo es tristeza y ceniza. Todo una pena infinita, una lágrima bajo palio. Por eso resultó tan poco creíble su cara de circunstancia amarga cuando nos anunció a principios de esta semana el final de ETA. Me atrevo, dijo, a anunciar el desmantelamiento final de ETA. Hay políticos que se atreven a casi todo.
A la historia de España pertenecen los bárbaros atentados de ETA, la crueldad de los asesinos que han puesto bombas, han apretado el gatillo sobre la nuca de la víctima o han participado en la violencia de la banda armada. A la historia de España pertenece también la indignidad de los gobernantes que han manipulado el dolor para sacar beneficios electorales o, incluso, para olvidarse del Estado de Derecho.
La violencia de ETA provocó muchas veces que saliera lo peor de nosotros mismos, y no hablo del miedo, sino del autoritarismo que se oculta en la indignación y que tiende a confundir la justicia con la venganza o el remedio con la indecencia. El premio gordo, claro está, se lo llevó el famoso Señor X que encontró hueco en sus ocupaciones de hombre de Estado nacional e internacional para dar el visto bueno a la tortura y a los asesinatos del GAL, una banda formada por mercenarios y policías. La democracia necesita también sus cloacas y los padres de la patria sus venenos.
Pasando del delito a la tristeza, fue lamentable que el PSOE y el PP aprovecharan los crímenes en beneficio del bipartidismo y excluyeran de sus pactos a las demás organizaciones. Sustituyeron el acuerdo parlamentario que había y la unidad de todos los demócratas contra la violencia por la escenificación del abrazo entre los dos Grandes de España. El terror facilitó así una justicia sin independencia, una economía sin debate y una política pactada por las élites.
Esperemos que esta experiencia no sea un anticipo de lo que puede facilitar ahora el debate sobre el independentismo catalán. El resultado final de tanto humo de identidad quizás sea el abrazo de una gran coalición entre PSOE y PP en el próximo Gobierno.
Pero la verdad es que el PP es poco leal en sus pactos. Rompió cada vez que pudo la unidad bipartidista contra el terrorismo y se convirtió en el único propietario de la lucha contra ETA. Su tendencia a la manipulación no tuvo límites. Todo el que no militase en el PP era sospechoso. Según la coyuntura, no ha sentido ningún pudor en acusar de colaboración con la banda terrorista a José Luis Rodríguez Zapatero, Gaspar Llamazares o Pablo Iglesias.
Por este camino llegó a la ignominia el día en el que quiso manipular el atentado del terrorismo islámico en la estación de Atocha. Con 191 cadáveres y 1500 heridos en las calles de Madrid, y con los primeros informes oficiales de la policía indicando el origen verdadero, el Gobierno del PP empezó a llamar a las embajadas, los directores de periódico, las cadenas de radio y televisión y los organismos internacionales para asegurar que se trataba de ETA. Encontró colaboración y brindó desde los medios (desde algunos). España es un país podrido civilmente porque los responsables de este tipo de fechorías no sienten la obligación de dimitir ni de la política, ni de la prensa.
El PP ha mentido, ha puesto querellas y ha interferido en el trabajo profesional de las fuerzas de seguridad. El PP dificultó el esfuerzo de la sociedad civil y de otros partidos, ese esfuerzo que desembocó felizmente en el fin de ETA durante el ministerio de Alfredo Pérez Rubalcaba. La manipulación electoralista importaba más que el cese de la violencia. Por eso el PP sólo ha aceptado el adiós de la banda cuando este falso final sólo es una treta más de su electoralismo.
El ministro Fernández Díaz se ha atrevido ahora a certificar el final de ETA. Es desde luego un gran éxito. Con la tristeza del ministro, la algarabía alegre del falso plebiscito catalán y las elecciones generales de diciembre, se corre el peligro de que pase desapercibida la importancia de este gran éxito. Así que yo me apresuro a brindar.
Hubiera sido muy difícil encontrar un actor más adecuado para desempeñar su papel cuando habla de los peligros de la inmigración, del cumplimiento de la ley, de multas y mordazas. Todo son malas noticias, miedos y manos duras. Todo es tristeza y ceniza. Todo una pena infinita, una lágrima bajo palio. Por eso resultó tan poco creíble su cara de circunstancia amarga cuando nos anunció a principios de esta semana el final de ETA. Me atrevo, dijo, a anunciar el desmantelamiento final de ETA. Hay políticos que se atreven a casi todo.
A la historia de España pertenecen los bárbaros atentados de ETA, la crueldad de los asesinos que han puesto bombas, han apretado el gatillo sobre la nuca de la víctima o han participado en la violencia de la banda armada. A la historia de España pertenece también la indignidad de los gobernantes que han manipulado el dolor para sacar beneficios electorales o, incluso, para olvidarse del Estado de Derecho.
La violencia de ETA provocó muchas veces que saliera lo peor de nosotros mismos, y no hablo del miedo, sino del autoritarismo que se oculta en la indignación y que tiende a confundir la justicia con la venganza o el remedio con la indecencia. El premio gordo, claro está, se lo llevó el famoso Señor X que encontró hueco en sus ocupaciones de hombre de Estado nacional e internacional para dar el visto bueno a la tortura y a los asesinatos del GAL, una banda formada por mercenarios y policías. La democracia necesita también sus cloacas y los padres de la patria sus venenos.
Pasando del delito a la tristeza, fue lamentable que el PSOE y el PP aprovecharan los crímenes en beneficio del bipartidismo y excluyeran de sus pactos a las demás organizaciones. Sustituyeron el acuerdo parlamentario que había y la unidad de todos los demócratas contra la violencia por la escenificación del abrazo entre los dos Grandes de España. El terror facilitó así una justicia sin independencia, una economía sin debate y una política pactada por las élites.
Esperemos que esta experiencia no sea un anticipo de lo que puede facilitar ahora el debate sobre el independentismo catalán. El resultado final de tanto humo de identidad quizás sea el abrazo de una gran coalición entre PSOE y PP en el próximo Gobierno.
Pero la verdad es que el PP es poco leal en sus pactos. Rompió cada vez que pudo la unidad bipartidista contra el terrorismo y se convirtió en el único propietario de la lucha contra ETA. Su tendencia a la manipulación no tuvo límites. Todo el que no militase en el PP era sospechoso. Según la coyuntura, no ha sentido ningún pudor en acusar de colaboración con la banda terrorista a José Luis Rodríguez Zapatero, Gaspar Llamazares o Pablo Iglesias.
Por este camino llegó a la ignominia el día en el que quiso manipular el atentado del terrorismo islámico en la estación de Atocha. Con 191 cadáveres y 1500 heridos en las calles de Madrid, y con los primeros informes oficiales de la policía indicando el origen verdadero, el Gobierno del PP empezó a llamar a las embajadas, los directores de periódico, las cadenas de radio y televisión y los organismos internacionales para asegurar que se trataba de ETA. Encontró colaboración y brindó desde los medios (desde algunos). España es un país podrido civilmente porque los responsables de este tipo de fechorías no sienten la obligación de dimitir ni de la política, ni de la prensa.
El PP ha mentido, ha puesto querellas y ha interferido en el trabajo profesional de las fuerzas de seguridad. El PP dificultó el esfuerzo de la sociedad civil y de otros partidos, ese esfuerzo que desembocó felizmente en el fin de ETA durante el ministerio de Alfredo Pérez Rubalcaba. La manipulación electoralista importaba más que el cese de la violencia. Por eso el PP sólo ha aceptado el adiós de la banda cuando este falso final sólo es una treta más de su electoralismo.
El ministro Fernández Díaz se ha atrevido ahora a certificar el final de ETA. Es desde luego un gran éxito. Con la tristeza del ministro, la algarabía alegre del falso plebiscito catalán y las elecciones generales de diciembre, se corre el peligro de que pase desapercibida la importancia de este gran éxito. Así que yo me apresuro a brindar.
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