Confieso que no considero a la indignación como una categoría
política fiable. Como suelo indignarme y apasionarme demasiado, he
aprendido por obligación a dudar de las indignaciones. Soy el principal
argumento de mi desconfianza ante la indignación como categoría social y política.
Indigna ver por televisión las imágenes de los refugiados en las fronteras de Europa.
Los cadáveres, las lágrimas, los tumultos, la ferocidad de la policía y
las alambradas no pueden dejar tranquilo a nadie. Indignado es el que
se compadece ante el dolor ajeno y quiere hacer algo. Pero indignado
será también el que vea mañana una horda de enemigos hambrientos, con
otra religión y otros hábitos, para quitarnos la seguridad, el pan, las
costumbres y el trabajo.
Tal como va Europa y tal como se forman los discursos televisivos en
nuestra sociedad, me temo que, después de semejante espectáculo, la
indignación dominante será el sentimiento colectivo de que los refugiados son un verdadero problema,
un enemigo masificado, un ejército que no pertenece al “nosotros”, un
argumento para levantar muros preventivos y para deshacer el derecho de
asilo en un perpetuo estado de excepción.
No hay mayor rencor que el que sentimos contra nosotros mismos, ni mayor
vergüenza que la que provoca nuestra debilidad. Cuando se dibuja la
condición “de un otro”, casi siempre se crea un espejo.
El furor íntimo que despierta en ocasiones el otro se debe a que nos
intuimos en él y nos enfrentamos inconscientemente a nuestra propia
situación. El desamparo de los refugiados en las fronteras no hace más
que evidenciar la evolución de nuestras democracias en la dinámica de la
Unión Europea. La desregulación, la conversión de las personas en mano de obra barata, la pérdida de derechos cívicos,
el deterioro de la sanidad y la educación pública, es lo que se está
evidenciando en las fronteras con el desprecio al asilo y la pérdida de
respeto ante la sacralidad laica que supone el derecho a la vida.
Javier de Lucas alude a la sacralidad laica del derecho
a la vida como el eje de la historia democrática que ha intentado unir
los conceptos de legalidad y legitimidad. Confieso que cultivo mi
respeto por los sabios. Es la estrategia que busco para vigilar las
consecuencias de mi indignación propia y de la indignación ajena. La
sociedad indignada desconfía del sabio, el catedrático, el especialista,
el viejo del lugar, es decir, del saber, confundiendo la democracia con
el populismo como se confunde la opinión seria con un comentario de
barra de bar o de pupitre de primero de carrera.
No se trata de crear diferencias democráticas, sino de reconocer lo importante que es para una democracia distinguir entre la sabiduría y la ignorancia.
Las élites económicas han cultivado el orgullo de los analfabetos
porque es mucho más fácil manipular a un espectador indignado que a
alguien que sabe de lo que se habla. El deterioro de la educación pública suele estar acompañado por la desconfianza ante el saber y por la prepotencia televisiva.
Javier de Lucas ha publicado Mediterráneo: el naufragio de Europa
(Tirant Humanidades, Valencia, 2015), un ensayo que señala la violación
de los derechos humanos en las fronteras como el síntoma más claro del
hundimiento del Estado de Derecho en Europa. Nuestras sociedades juegan a
hacer invisible lo que ocurre en más de la mitad del planeta, una
situación de inseguridad marcada por las guerras, el hambre y el
desarraigo. La globalización es un fenómeno económico, de negocio
internacional sin barreras, que no se ha preocupado de generar derechos ni instituciones democráticas
a la hora de regular la nueva realidad. ¡Manos libres para la
explotación! Cuando nos llegan las corrientes migratorias, vemos lo que
habíamos invisibilizado, sentimos una amenaza y levantamos muros.
Murieron 3.072 personas en el Mediterráneo durante 2014. La culpa de
estas muertes no está sólo en la enorme desigualdad económica que
provocan los desplazamientos. Estas muertes se deben también a las leyes
europeas que convierten en una aventura mortal el derecho al desplazamiento y al asilo.
No hay otra solución humanitaria que la encarnación en leyes de los
derechos humanos. La verdadera alternativa pasa por ese terreno tan
aburrido, tan poco televisivo, pero tan humano, que es el Derecho.
Primero, no violar lo que ya se había acordado en épocas más
democráticas; después, acordar de nuevo para intervenir en favor de un mundo más justo, menos desigual, trazando límites claros en favor de las sacralidades laicas que exige una convivencia digna.
Europa no va por ese camino. El comportamiento de los gobiernos europeos
desprecia el derecho a la vida y convierte al inmigrante y al refugiado
en “un otro” que amenaza. Por eso es posible que tras la conmoción
piadosa del drama estallen serios brotes de racismo. Y por eso hacen falta, más que piedades de urgencia, decisiones legales y legítimas sobre nuestro Estado de Derecho.
No hay comentarios:
Publicar un comentario