Siete apuntes sobre la campaña de las catalanas
Mariano Rajoy, por fin en su salsa: hablando de aquellas cosas que publica el Marca, como el triunfo de la selección en el Eurobasket.
"Habéis hecho felices a todos los españoles (…), solo nos superan en
medallas la URSS y Yugoslavia, pero como la URSS y Yugoslavia no existen
ya, pues no nos supera nadie", dice el presidente del Gobierno,
lanzando un aviso a navegantes catalanes: queréis la independencia y
ganar al basket, y todo no se puede. También es mucho pedir, al parecer,
algo más de nivel en el debate.
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El Banco de España por boca de sus gobernadores hace
tiempo que se ha convertido en gran especialista en dar opiniones que
nadie le pide: sobre la reforma laboral, sobre la moderación salarial,
sobre recortar el gasto público, sobre la reforma de las pensiones,
sobre el IVA, sobre las cotizaciones sociales… Empezó con ello MAFO y en
eso ha seguido Linde, que ayer amenazó con un corralito a los catalanes independentistas.
Todos los ciudadanos tienen derecho a tener una opinión, también a
manifestarla. Pero puestos a repartir prioridades, estaría genial que el
gobernador del Banco de España se dedicase a lo suyo: a la regulación
de esas bancas y cajas que acabaron rescatadas, o a supervisar esas
comisiones de dos euros que hoy nos están cobrando en los cajeros. Tarea
no le falta.
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Al seguir los
argumentos en pro y en contra de la independencia, cuesta discernir cuál
de los dos nacionalismos enfrentados está más equivocado: si ese
"independentismo mágico", que ignora las consecuencias económicas y
cree que la ruptura con España arreglaría todos y cada uno de los
problemas de los catalanes, hasta curaría el cáncer; o el españolismo
apocalíptico, que pronostica las siete plagas bíblicas y el fin de la
civilización en Catalunya si la lista en la que Artur Mas va cuarto
alcanza la mayoría. Es obvio algo: los divorcios nunca salen gratis, ni
emocional ni económicamente. Pero se agradecería algo más de coherencia
por parte del unionismo españolista que, por un lado, intenta convencer a
los catalanes y, por el otro, les prohíbe que se vote. Si alguien
quiere convencer, debe aceptar el derecho de la otra parte a decidir si
esos argumentos le han convencido.
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¿Hay alguien que se haga cargo en el Gobierno de España? Sí, se llama
José Manuel García-Margallo, el ministro de Exteriores que se atreve a
plantear lo inevitable –que de esta no salimos sin al menos una reforma
constitucional– y que se atreve a debatir cara a cara con el independentismo.
Es iniciativa propia, que se puede permitir porque Margallo está ya de
vuelta y por eso es un hombre libre: porque es dudoso que repita de
ministro, porque es millonario y no necesita que le pongan un pisito en
París, como a Wert, y porque es amigo personal de Rajoy y tiene la
autoridad suficiente para decir lo que piensa. El miércoles debatirá con
Oriol Junqueras. Se agradece.
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¿Se puede salir a a un balcón a proclamar la independencia unilateral
de Catalunya sin apoyo internacional, sin herramientas coercitivas para
que se ponga en práctica y –esto es lo peor– con una mayoría de los
escaños pero no de los votos? Se puede, claro. Pero se corre el serio
riesgo de hacer el mayor ridículo de la historia: que Catalunya se
proclame independiente y no pase absolutamente nada. Otra cosa, claro
está, es qué pasa en el peor de los escenarios para la unidad de España:
que del 27S salga una indudable mayoría independentista en votos,
además de en escaños. De ser así, no es realista pensar que se pueda
mantener el Estado en su actual forma: sin una reforma en profundidad o
una ruptura.
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Mi opinión (tan
sincera como tal vez equivocada). La ruptura de España sería dolorosa
para todos; también ruinosa. Ya somos ciudadanos de segunda en esta UE y
no vamos a ir a mejor con una nueva frontera. El Estado nación es hoy
una antigualla superada por la historia: se llame la patria España o se
llame Catalunya. En este mundo globalizado, la verdadera soberanía hoy
reside en los mercados, en el BCE y en Alemania, y seguirá estando ahí
sin importar si España se rompe en el camino; tras Catalunya –no lo
duden– después seguiría Euskadi.
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Los ciudadanos catalanes tienen argumentos para estar enfadados, sí. Y
tienen derecho a decidir sobre su futuro, sí. Pero la única salida a
este debate eterno es que Catalunya pueda votar en referéndum –como
Escocia, como Quebec– con una pregunta clara, un censo claro, y unas
normas claras sobre qué porcentaje es suficiente para declarar la
independencia. Si el Gobierno de España quiere mantener al mismo tiempo
la democracia y la unidad de la patria, debe permitir un referéndum. Y
ganarlo.
Pero claro, aquí somos más de fumarnos un puro y leer el Marca.
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