martes, 22 de septiembre de 2015

En qué manos estamos

Siete apuntes sobre la campaña de las catalanas

Mariano Rajoy, por fin en su salsa: hablando de aquellas cosas que publica el Marca, como el triunfo de la selección en el Eurobasket. "Habéis hecho felices a todos los españoles (…), solo nos superan en medallas la URSS y Yugoslavia, pero como la URSS y Yugoslavia no existen ya, pues no nos supera nadie", dice el presidente del Gobierno, lanzando un aviso a navegantes catalanes: queréis la independencia y ganar al basket, y todo no se puede. También es mucho pedir, al parecer, algo más de nivel en el debate.
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El Banco de España por boca de sus gobernadores hace tiempo que se ha convertido en gran especialista en dar opiniones que nadie le pide: sobre la reforma laboral, sobre la moderación salarial, sobre recortar el gasto público, sobre la reforma de las pensiones, sobre el IVA, sobre las cotizaciones sociales… Empezó con ello MAFO y en eso ha seguido Linde, que ayer amenazó con un corralito a los catalanes independentistas. Todos los ciudadanos tienen derecho a tener una opinión, también a manifestarla. Pero puestos a repartir prioridades, estaría genial que el gobernador del Banco de España se dedicase a lo suyo: a la regulación de esas bancas y cajas que acabaron rescatadas, o a supervisar esas comisiones de dos euros que hoy nos están cobrando en los cajeros. Tarea no le falta.
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Al seguir los argumentos en pro y en contra de la independencia, cuesta discernir cuál de los dos nacionalismos enfrentados está más equivocado: si ese "independentismo mágico", que ignora las consecuencias económicas y  cree que la ruptura con España arreglaría todos y cada uno de los problemas de los catalanes, hasta curaría el cáncer; o el españolismo apocalíptico, que pronostica las siete plagas bíblicas y el fin de la civilización en Catalunya si la lista en la que Artur Mas va cuarto alcanza la mayoría. Es obvio algo: los divorcios nunca salen gratis, ni emocional ni económicamente. Pero se agradecería algo más de coherencia por parte del unionismo españolista que, por un lado, intenta convencer a los catalanes y, por el otro, les prohíbe que se vote. Si alguien quiere convencer, debe aceptar el derecho de la otra parte a decidir si esos argumentos le han convencido.
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¿Hay alguien que se haga cargo en el Gobierno de España? Sí, se llama José Manuel García-Margallo, el ministro de Exteriores que se atreve a plantear lo inevitable –que de esta no salimos sin al menos una reforma constitucional– y que se atreve a debatir cara a cara con el independentismo. Es iniciativa propia, que se puede permitir porque Margallo está ya de vuelta y por eso es un hombre libre: porque es dudoso que repita de ministro, porque es millonario y no necesita que le pongan un pisito en París, como a Wert, y porque es amigo personal de Rajoy y tiene la autoridad suficiente para decir lo que piensa. El miércoles debatirá con Oriol Junqueras. Se agradece. 
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¿Se puede salir a a un balcón a proclamar la independencia unilateral de Catalunya sin apoyo internacional, sin herramientas coercitivas para que se ponga en práctica y –esto es lo peor– con una mayoría de los escaños pero no de los votos? Se puede, claro. Pero se corre el serio riesgo de hacer el mayor ridículo de la historia: que Catalunya se proclame independiente y no pase absolutamente nada. Otra cosa, claro está, es qué pasa en el peor de los escenarios para la unidad de España: que del 27S salga una indudable mayoría independentista en votos, además de en escaños. De ser así, no es realista pensar que se pueda mantener el Estado en su actual forma: sin una reforma en profundidad o una ruptura. 
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Mi opinión (tan sincera como tal vez equivocada). La ruptura de España sería dolorosa para todos; también ruinosa. Ya somos ciudadanos de segunda en esta UE y no vamos a ir a mejor con una nueva frontera. El Estado nación es hoy una antigualla superada por la historia: se llame la patria España o se llame Catalunya. En este mundo globalizado, la verdadera soberanía hoy reside en los mercados, en el BCE y en Alemania, y seguirá estando ahí sin importar si España se rompe en el camino; tras Catalunya –no lo duden– después seguiría Euskadi. 
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Los ciudadanos catalanes tienen argumentos para estar enfadados, sí. Y tienen derecho a decidir sobre su futuro, sí. Pero la única salida a este debate eterno es que Catalunya pueda votar en referéndum –como Escocia, como Quebec– con una pregunta clara, un censo claro, y unas normas claras sobre qué porcentaje es suficiente para declarar la independencia. Si el Gobierno de España quiere mantener al mismo tiempo la democracia y la unidad de la patria, debe permitir un referéndum. Y ganarlo. 
Pero claro, aquí somos más de fumarnos un puro y leer el Marca.

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