'Por un sólo hombre justo salvaré Sodoma' dicen que dijo Yaveh a Abraham. Y debe ser cierto, ya que muchas veces en la Historia ha sucedido así. Una sola conciencia despierta ha conseguido despertar a muchas. Y todas juntas, han salvado situaciones y resuelto imposibles. En la antigüedad lo llamaban "milagro", "magia" o "el poder de la plegaria". Ahora la física cuántica va descubriendo que ese prodigio legendario es lo más natural cuando el ser humano se despierta, evoluciona y comprende la frescura cotidiana de lo divino, en la ciencia, en el pensamiento que convive en esa unidad energética y bellísima que es la vida.
Miguel era un resistente. Un idealista que se había pasado toda la vida tratando de mejorar el mundo que encontró al nacer. Tuvo que afrontar una familia dañada por la ruptura y hacerse cargo de tres hijos sin madre. El mayor en cuarto de EGB, la segunda en preescolar y el pequeño de pocos meses, siempre colgado de su mochila; durante su primer año de vida le llevaba así al despacho de abogados, cargado con la bolsa de los biberones, las harinas solubles en leche, los tarritos de papilla, los baberos decorados con setas, mariquitas y flores, los pañales y la crema para las escoceduras, el chupete y el sonajero, las galletas y el zumo de frutas. La mantita decorada con nubes azules y el portabebés color yema de huevo. Había conseguido que el pequeño Tito se durmiera dulcemente en sus brazos cuando la salida de los dientes no le dejaba dormir, acunado por su voz convertida en susurro y con la nana más tierna de un arrullo monoparental.
Por más que el entorno se empeñaba en aconsejarle un nuevo matrimonio "por el bien de los niños", Miguel no quiso volver a emparejarse nunca más. Tenía su filosofía particular: si has sido feliz con alguien único para ti y le pierdes, no podrás nunca sustituir lo perdido por más que te empeñes y si lo has pasado fatal con la pareja equivocada -que había sido su caso- no quedaban ganas para repetir. Así que valoró su libertad por encima de cualquier ilusión de emparejarse de nuevo y consideró su autonomía muy por encima de una compañía de mascota parejil, de cama caliente o de desahogo instintivo. Nunca volvió a vivir con otra compañera distinta de su soledad, no sólo aceptada, sino deseada y disfrutada, en medio de aquel hogar anómalo pero feliz y armónico en su anomalía. Así llegó a la jubilación rondando los sesentaymuchos. Los hijos ya vivían por cuenta propia y él disponía de todo el tiempo para dedicar a sus ideales de siempre: mejorar su entorno en lo posible. Además la crisis se lo estaba poniendo en bandeja.
Miguel se sumó a un movimiento de pensionistas solidarios, que al parecer no pertenecían a ninguna tendencia política, pero que pronto demostró estar dirigido por jubilados militantes de una izquierda radical, insultona, resentida y agresiva, ex lideres políticos y sindicales, que aparentaban ser muy demócratas, pero que en realidad manipulaban a su gusto las acciones, asambleas y coloquios, que incluso se jactaban de acudir a las concentraciones para expulsar sus malos humores y frustraciones cotidianas, a "repartir mala leche", decían y a provocar a los policías que eran sicarios del poder, no trabajadores ni compañeros de la gente buena; se balanceaban entre el miedo del pasado, el rencor del presente y el vacío del futuro. Miguel no se encontraba integrado ni representado en aquel movimiento, más ocupado en hacerse notar y admirar en las manifestaciones multitudinarias, con sus gorras de colores y sus pancartas en honor a sí mismos, que en comprometerse seriamente en un proyecto común. Ellos iban a su aire y haciendo piruetas graciosas de cara al tendido y sobre todo colgando fotos de s sus hazañas en facebook a montones.
Miguel no estaba dispuesto a jugar a las barricadas ni a perder un tiempo precioso en plan botafumeiro manifestante compulsivo. Ni en fanfarronadas como los slogans con que se colocaban por encima del bien y del mal, como aquél con que se dirigían a los jóvenes manifestantes: "nosotros pudimos, vosotros podréis", en un alarde fantasmón. ¿Nosotros pudimos? ¿Seguro? ¿Cómo es posible que si hubiésemos 'podido' estemos ahora tan mal?, en realidad -pensaba Miguel- sería mucho más honesto y realista reconocer y animar a los jóvenes, diciéndoles : "nosotros no pudimos, pero vosotros podréis si lo hacéis mejor que nosotros". En esas andaba elucubrando mientras atravesaba la plaza de su barrio.
Sentada en un mojón de granito entre la iglesia y el parvulario, vio a una anciana con un carrito de la compra vacío y una palidez cansada y benevolente. Suave, como una brisa agotada de soplar. "¿Se encuentra bien, Señora?", "Voy tirando, gracias" Hablaron con naturalidad durante un buen rato, en que Ana, la mujer del carrito y el cansancio, le contó su peripecia diaria: llenar de comida aquel cacharro renqueante, para sus vecinos de bloque, que estaban tan mal que no tenían valor ni fuerzas para pedir. Ella pedía para ellos además de compartir sus míseros 400 euros de pensión. Estaba sola. Apenas necesitaba nada. Los otros tenían que estirar lo poco que había hasta que comiesen hijos y nietos, eligiendo entre pagar el alquiler o la hipoteca y las tres comidas diarias. ¿Cómo iba a quedarse ella quieta viendo tanto dolor e injusticia a su alrededor? No sabía nada de la lucha de clases, para ella sólo existía el amor que le permitía recibir lo necesario y repartirlo compartiendo en la olla común de la normalidad.
Fue entonces cuando Miguel comprendió de repente qué faltaba en el grupo de pensionistas y en su "política". Amor. Sí. Eso era, sobraba retórica, manifiestos y narcisismo, pero faltaba el amor. Ana conocía el secreto sin saberlo. En su naturaleza simple y minimalista, ella tenía la llave del tesoro. Se le ocurrió invitarla al local donde se reunían los abuelos revolucionarios del pasado sin futuro y proponerles que el dinero de las cervezas y las tapas con que acababa siempre cada asamblea y cada 'acción reivindicativa' del presente, se dedicase a llenar el carrito de Ana. ¿Y por qué no ir en comisión a los supermercados del barrio y pedir que cada noche, al cierre, les dejasen llevarse los productos perecederos y sobrantes para que cenasen los que ya no podían cenar y comer si no era por caridad de alguien?
Fue una chispa de algo nuevo. Una vía de claridad instantánea atravesando tiempos y espacios que se abrió de repente entre la placeta antigua y la postmodernidad hiperrealista y sorprendente de un cielo enorme, que se había apoderado de todo el paisaje en el tris de un parpadeo. Igual que si el mundo se hubiese desdoblado, como lo más natural, en otra realidad mucho más habitable y acogedora. "Miguel ¿no le parece que las sillas del bar, el árbol y el tobogán de los chiquillos tienen luz por dentro?" "Claro, Ana. Todo tiene luz por dentro cuando quien mira las cosas es una estrella" "Parece usted un poeta, Miguel" " Y usted es poesía, querida Ana. Será esa poesía lo que me ha convertido en ese poeta que usted ve" "Pues no sé... pero si usted lo dice..."
Miguel era un resistente. Un idealista que se había pasado toda la vida tratando de mejorar el mundo que encontró al nacer. Tuvo que afrontar una familia dañada por la ruptura y hacerse cargo de tres hijos sin madre. El mayor en cuarto de EGB, la segunda en preescolar y el pequeño de pocos meses, siempre colgado de su mochila; durante su primer año de vida le llevaba así al despacho de abogados, cargado con la bolsa de los biberones, las harinas solubles en leche, los tarritos de papilla, los baberos decorados con setas, mariquitas y flores, los pañales y la crema para las escoceduras, el chupete y el sonajero, las galletas y el zumo de frutas. La mantita decorada con nubes azules y el portabebés color yema de huevo. Había conseguido que el pequeño Tito se durmiera dulcemente en sus brazos cuando la salida de los dientes no le dejaba dormir, acunado por su voz convertida en susurro y con la nana más tierna de un arrullo monoparental.
Por más que el entorno se empeñaba en aconsejarle un nuevo matrimonio "por el bien de los niños", Miguel no quiso volver a emparejarse nunca más. Tenía su filosofía particular: si has sido feliz con alguien único para ti y le pierdes, no podrás nunca sustituir lo perdido por más que te empeñes y si lo has pasado fatal con la pareja equivocada -que había sido su caso- no quedaban ganas para repetir. Así que valoró su libertad por encima de cualquier ilusión de emparejarse de nuevo y consideró su autonomía muy por encima de una compañía de mascota parejil, de cama caliente o de desahogo instintivo. Nunca volvió a vivir con otra compañera distinta de su soledad, no sólo aceptada, sino deseada y disfrutada, en medio de aquel hogar anómalo pero feliz y armónico en su anomalía. Así llegó a la jubilación rondando los sesentaymuchos. Los hijos ya vivían por cuenta propia y él disponía de todo el tiempo para dedicar a sus ideales de siempre: mejorar su entorno en lo posible. Además la crisis se lo estaba poniendo en bandeja.
Miguel se sumó a un movimiento de pensionistas solidarios, que al parecer no pertenecían a ninguna tendencia política, pero que pronto demostró estar dirigido por jubilados militantes de una izquierda radical, insultona, resentida y agresiva, ex lideres políticos y sindicales, que aparentaban ser muy demócratas, pero que en realidad manipulaban a su gusto las acciones, asambleas y coloquios, que incluso se jactaban de acudir a las concentraciones para expulsar sus malos humores y frustraciones cotidianas, a "repartir mala leche", decían y a provocar a los policías que eran sicarios del poder, no trabajadores ni compañeros de la gente buena; se balanceaban entre el miedo del pasado, el rencor del presente y el vacío del futuro. Miguel no se encontraba integrado ni representado en aquel movimiento, más ocupado en hacerse notar y admirar en las manifestaciones multitudinarias, con sus gorras de colores y sus pancartas en honor a sí mismos, que en comprometerse seriamente en un proyecto común. Ellos iban a su aire y haciendo piruetas graciosas de cara al tendido y sobre todo colgando fotos de s sus hazañas en facebook a montones.
Miguel no estaba dispuesto a jugar a las barricadas ni a perder un tiempo precioso en plan botafumeiro manifestante compulsivo. Ni en fanfarronadas como los slogans con que se colocaban por encima del bien y del mal, como aquél con que se dirigían a los jóvenes manifestantes: "nosotros pudimos, vosotros podréis", en un alarde fantasmón. ¿Nosotros pudimos? ¿Seguro? ¿Cómo es posible que si hubiésemos 'podido' estemos ahora tan mal?, en realidad -pensaba Miguel- sería mucho más honesto y realista reconocer y animar a los jóvenes, diciéndoles : "nosotros no pudimos, pero vosotros podréis si lo hacéis mejor que nosotros". En esas andaba elucubrando mientras atravesaba la plaza de su barrio.
Sentada en un mojón de granito entre la iglesia y el parvulario, vio a una anciana con un carrito de la compra vacío y una palidez cansada y benevolente. Suave, como una brisa agotada de soplar. "¿Se encuentra bien, Señora?", "Voy tirando, gracias" Hablaron con naturalidad durante un buen rato, en que Ana, la mujer del carrito y el cansancio, le contó su peripecia diaria: llenar de comida aquel cacharro renqueante, para sus vecinos de bloque, que estaban tan mal que no tenían valor ni fuerzas para pedir. Ella pedía para ellos además de compartir sus míseros 400 euros de pensión. Estaba sola. Apenas necesitaba nada. Los otros tenían que estirar lo poco que había hasta que comiesen hijos y nietos, eligiendo entre pagar el alquiler o la hipoteca y las tres comidas diarias. ¿Cómo iba a quedarse ella quieta viendo tanto dolor e injusticia a su alrededor? No sabía nada de la lucha de clases, para ella sólo existía el amor que le permitía recibir lo necesario y repartirlo compartiendo en la olla común de la normalidad.
Fue entonces cuando Miguel comprendió de repente qué faltaba en el grupo de pensionistas y en su "política". Amor. Sí. Eso era, sobraba retórica, manifiestos y narcisismo, pero faltaba el amor. Ana conocía el secreto sin saberlo. En su naturaleza simple y minimalista, ella tenía la llave del tesoro. Se le ocurrió invitarla al local donde se reunían los abuelos revolucionarios del pasado sin futuro y proponerles que el dinero de las cervezas y las tapas con que acababa siempre cada asamblea y cada 'acción reivindicativa' del presente, se dedicase a llenar el carrito de Ana. ¿Y por qué no ir en comisión a los supermercados del barrio y pedir que cada noche, al cierre, les dejasen llevarse los productos perecederos y sobrantes para que cenasen los que ya no podían cenar y comer si no era por caridad de alguien?
Fue una chispa de algo nuevo. Una vía de claridad instantánea atravesando tiempos y espacios que se abrió de repente entre la placeta antigua y la postmodernidad hiperrealista y sorprendente de un cielo enorme, que se había apoderado de todo el paisaje en el tris de un parpadeo. Igual que si el mundo se hubiese desdoblado, como lo más natural, en otra realidad mucho más habitable y acogedora. "Miguel ¿no le parece que las sillas del bar, el árbol y el tobogán de los chiquillos tienen luz por dentro?" "Claro, Ana. Todo tiene luz por dentro cuando quien mira las cosas es una estrella" "Parece usted un poeta, Miguel" " Y usted es poesía, querida Ana. Será esa poesía lo que me ha convertido en ese poeta que usted ve" "Pues no sé... pero si usted lo dice..."
No hay comentarios:
Publicar un comentario