No sé como explicarlo. No sé si encontraré expresiones adecuadas para lo que siento. Ni siquiera sé si podría hacerlo. Apenas recuerdo como era antes ni como fui en los días de mi juventud, cuando escribía y escribía, hojas y hojas, con el bic o con la olivetti renqueante que había heredado de mi hermano Roberto. El mayor. El que se compró el primer procesador de textos en la familia y me dejó su maquinita portátil, aunque pesaba como un plomo. Ha pasado tanto tiempo y tanta gente que a veces me busco en la memoria de las fotos, de las películas antiguas, de los cortometrajes que rodamos en la Facultad de Ciencias de la Información y no me identifico con la joven tímida y demasiado alta, que sacaba la cabeza en todos los grupos de amigos, con mi acné y mis pies enormes, "un 41, por Dios, Marita, hija, a ver si paras de crecer". No paré de estirar hasta pasados los veinte. Me planté en el metro ochenta, que era una barbaridad para mi época donde medir 1'70 ya era tener talla de modelo de alta costura. Pero yo no iba por esos derroteros profesionales. Más bien me sentía incómoda y andaba cheposa y encogida para no destacar tanto. Luego, como lo del periodismo no era compatible con mi salud quebradiza, saqué las oposiciones a la Administración del Estado y me dediqué a lo mío: seguir escribiendo y entre paréntesis, a trabajar rutinariamente en el funcionariado.
Así seguí años y años interminables, en los que nunca pasaba nada, a la espera de que ocurriese cualquier cosa interesante. Viendo mucho cine y construyendo la imagen de mi príncipe azul. Un príncipe de verdad, no de los que luego se desinflan en la intimidad y se te quedan en nada. Yo sabía que mi príncipe llevaría uniforme de gala hasta en batín y pijama, hasta en la ducha, que nunca se despeinaría ni por supuesto, jamás roncaría como papá y el abuelo, que a partir de la media noche roncaban en estéreo retumbando hasta en las paredes de mi cuarto.
Mi príncipe empezó a coger cuerpo mortal cuando le vi en un reportaje del semanario cultural La esfera violeta, una publicación feminista que solía leer los fines de semana. Allí estaba él. Con su traje color avellana, sus sienes encanecidas con una elegancia y un estilazo que me dejaron enamoradísima for ever and ever, sin poder ni querer evitarlo. Era profesor en Princeton, una universidad norteamericana de muchas campanillas. Y era... más alto que yo!
Desde el momento en que sucedió aquel deslumbramiento gráfico me concentré con todo mi potencial en un único objetivo: conocer y conquistar la atención y el amor de mi ideal compañero imaginario. Lo mantuve en secreto y sólo lo comenté con Pili, mi mejor amiga de siempre. Ella sólo me hizo un comentario: "Pero, Marita, que te saca treinta años", "no te preocupes, Pili, todo está calculado, dejaré que pase el tiempo y cuando ya esté para el arrastre, apareceré yo para cuidarle y hacerme cargo de sus achaques. Ya sabes que un abuelete nunca se resiste a una jovencita, y ten en cuenta, que por más años que pasen, yo siempre seré una niña para él" "Jesús, qué maquiavélica eres", "he descubierto que eso que tú llamas maquiavélico' es la mejor de las recetas contra el aburrimiento existencial". Los años siguieron pasando y, manteniendo mi interés intemporal por mi ídolo lejano, fui teniendo experiencias variadas: un médico, un informático, un diseñador, un político de provincias, un pintor hiperrealista, un magistrado...Pero todos fueron interinos en mi vida. El objetivo único e invariable seguía siendo "él". Vicente Agudo. Profesor de Física Atómica en Princeton, autor de bestsellers de divulgación cientifica y hasta propuesto tres veces para el Nobel. Casado con una millonaria de Cincinati y padre de tres hijas guapísimas. Nada de esto era un obstáculo real cuando la determinación es tan firme como era la mía. Los años seguían su curso pero apenas hacían mella en mi ánimo ni en mi optimismo. Pili se casó y tuvo gemelos. Fui madrina del niño. Y eso me hizo sentir un poco la maternidad que seguramente nunca podría hacerse real si el encuentro con mi adorado sueño no se producía antes de mi menopausia, algo casi seguro, dadas las circunstancias y la buena salud de Trudy, la mujer americana de mi príncipe azul que no daba señales de desgaste.
Por fin, un día de Octubre de no recuerdo el año, el destino quiso darme una sorpresa y al entrar en la página web de Vicente Agudo, veo la noticia: "Un trágico accidente en alta mar ha sido la causa de la muerte de mi esposa Trudy. Ruego a todos una oración o un pensamiento de afecto para ella". Oh, Dios, ya había llegado mi momento. Manos a la obra. Me puse a escribirle una carta de pésame que me salió bordada. Nada difícil cuando se está colada por alguien y una escribe aceptablemente. No tardó en responder ni 48 horas. Amable, afectuoso y elegante. Para no ser pesada, tardé 15 días en responderle y agradecerle su detalle. Y así surgió lo que yo soñaba: una amistad con posibilidades de mucho más. Tras unos meses de correos y llamadas, Vicente me anunció su primer viaje a España en cinco años, invitado por la Universidad Menéndez Pelayo para dar un ciclo de conferencias, al que por supuesto, estaba más que invitada.
Me vestí con ropa copiada directamente de los modelos de Trudy, que había ido recopilando en las fotos que sacaba de internet. Procuré darme un tinte de pelo parecido, pero con un corte más favorecedor, más europeo. Luego, sabiendo que a Vicente le gustaban los tonos mostaza y los foulards, me compré un conjunto divino en ese color y me puse un perfume de grosellas, porque en un reportaje leí que le encantaba. Y así fue el encuentro. Para Vicente una gratísima sorpresa llena de familiares coincidencias, para mí el éxito que coronaba mis esfuerzos de veinte años en al tajo cinegético. Todo perfecto.
A partir de aquel momento me hice imprescindible en su vida. Me la sabía de memoria, con todo detalle, eso me permitía adelantarme a sus deseos y caprichos. Sorprenderle con lo que él pensaba que eran afortunadas y elocuentes sincronicidades y que sólo eran "oficio" por mi parte. Le dejaba creer que era él quién me había enamorado y conquistado en pocos meses. Eso le hacía muy feliz, seguro de sí mismo y cada vez más dependiente de mí. Hasta el punto de que me pedía opinión para todo. Y en efecto, no se podía pedir más armonía entre un hombre de setenta años y una mujer de cuarenta. De la misma edad que sus dos hijas mayores, que, a su vez, estaban encantadas con mi influencia tan benéfica en la soledad y la tristeza de su padre al quedarse tan solo, ninguna de las tres hermanas estaba a menos de mil kilómetros de la casa paterna. Así que me convertí en el ángel custodio de Vicente Agudo, una de las mentes científicas más interesante y prolíficas de Occidente.
Ahora que ya tengo mis años y hace unos cuantos que Vicente desapareció sobrepasando la centena y habiéndome regalado una vida feliz y llena de todo lo que siempre soñé, me doy cuenta de que no sé quien soy. De que al morir él me he quedado más que viuda, manca, coja y hueca. Absolutamente vacía. Ahora no tengo razón de ser, lo único que me ata a este mundo es ocuparme de las cosas que él dejó como legado. Hace mas de cuarenta años que dejé de escribir para volcarme en la adoración a mi ídolo. Dejé a mi familia, dejé mi trabajo, dejé a Pili y a los gemelos, dejé a mis compañeros y amigos y me uní al mundo rutilante de Vicente Agudo, que me absorbió por completo, que me convenció, sin pretenderlo, de que sin él no soy nada ni nadie. Y ahora que él no está no me encuentro, me pierdo en las habitaciones, en la biblioteca, en la cocina, en la calle. La gente conocida me quiere, sí, pero no me conocen, saben lo que hago pero ignoran quién soy, yo también lo ignoro; me quieren porque soy el símbolo vivo más cercano de su admirado científico. No imaginé en mis planes soñadores que la presa sería yo ni que Vicente sería mi cazador, mi domador, mi dulce y devastador carcelero. Tardé bastante en comprender que yo me había muerto antes que él, abducida por su personaje.
He intentado ponerme a escribir, pero sólo me salen listas de la compra y notas para el portero del edificio. Me he secado y ya no puedo germinar, no hay nada que bulla en mis raíces; no tengo raíces. Sólo una helada melancolía que me desgasta sin tocarme. Que me corta los restos del alma con el bisturí del abandono.
Ayer, volviendo de Sevilla, a la salida de la Estación de Atocha me topé de golpe con Pili. Después de treinta y cinco años de distancia no la reconocí, fue ella la que me llamó y me abrazó. "Marita, estás igual que siempre" y entonces, recordé su voz. Pili conserva el alma y el alma es lo que vibra, lo que hace cálida, personal y única la voz humana. No supe qué decirle, me desconcertó aquel golpe de aire fresco que venía directo del pasado entrañable y sólo pude decirle "Hola ¿qué tal estás?", como si fuese una desconocida de los muchos y muchas que se me han cruzado en esos años de felicidad ortopédica que yo diseñé como futuro y sin embargo la voz familiar de Pili era lo más próximo a lo más querido, vivo y real que me queda de mí. Marita Garcés. Autoprogramada para soñar el sueño de los otros.
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