Está claro que cuando peor anda una sociedad más abundan los "premios" de toda índole. Con la finalidad de que entre premio y premio la gente se olvide de lo cutre que es su existencia y desdramatice pensando que no estamos tan mal como parece si todavía hay dinero para esas cosas y que con tanta abundancia de premios para todo, le pueda tocar, con un poco de suerte-enchufe, un regalito de la fortuna. Por ejemplo, en los años de la dictadura lo más habitual en cualquier celebración, festejo o iniciativa limosnera con aspiraciones a ONG espuria, era la tómbola. Cuya familiar presencia en la sociedad se hizo metáfora en una canción popular de Pepa Flores, entonces Marisol: La vida es una tómbola.
Ahora, con el chaparrón premiador que nos inunda en estas última semanas del año, la tómbola patria se extiende por doquier, como un manchurrón que usa los premios para tapar sus dimensiones infinitas. España es una tómbola donde en vez de tocarte una cacerola y una olla a juego con un cazo de porcelana esmaltada y desconchable, o una muñeca disfrazada de sevillana, de maragata, de charra salmantina o extremeña con el sombrero de Montehermoso, te puede tocar un premio nacional de cualquier cosa. Premio nacional a la gastronomía celta, al cuidado y mejora de bonsais, a la importación más apañada de pasas de Corinto, a mejor afinador de dulzainas y tamboriles o al mejor fabricante de piruletas. Así las instituciones cada vez más nacionales procuran dar una salida a la superabundancia sobrante de Presupuestos Generales del Estado que no se han podido invertir en nada por falta de motivos y, claro, ahora que el ejercicio presupuestario acaba tienen que presentar las cuentas redondas, el dinero sobrante de las partidas no se puede devolver. Y hay que emplearlo en eso, en premios. Porque emplearlo en soluciones para la pobreza y las deficiencias sería como reconocer que haberlas haylas, pobreza y deficiencias, claro, no soluciones, que, además salen demasiado caras y no dan el lustre y el caché que da la esplendidez de premiar algo a alguien. Aunque sea una estupidez o una mediocridad, cosa que las instituciones ya no distinguen de lo talentoso, lo excelente o lo genial. Así que, a premiar se ha dicho. A saco. "Ministro, que, ¿qué hacemos con estos 200.000 euros del cajón de los bolígrafos y las fotocopias...?" "Pues dile a Belén que a ver si se le ocurre algo, ella que está tan en contacto con su parroquia" "Qué buena idea, así la gente pobre podrá comer en Navidad, como antaño, con las campañas de 'siente un pobre a su mesa' que me han contado mis padres" "No te pases de listo, Jorge Roberto, céntrate y piensa que ese dinero si se le da a pelagatos irrelevantes para que se pongan como el Kiko en Nochebuena, es dinero tirado y hasta perjudicial, que a ellos darse atracones les pondría enfermos y así aumentarían las colas de las urgencias. Y ya la hemos liado. No, esos dineros deben tener un uso más práctico, como por ejemplo, premiar al párroco y al consejo parroquial por sus cualidades humanas y caritativas, para que decoren el templo o compren un órgano nuevo. Así se matan tres pájaros de un tiro: asegurarnos de que el dinero no se malgasta, sacar brillo a las virtudes patrias y a la marca España y quedar estupendamente con el Nuncio de Su Santidad" "Jo, ministro, qué coco tienes. Claro, por eso has llegado tan alto"
Qué filosofía intemporal y sin caducidad, la de aquella canción.
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