Paraules d’amor
Pretender que el castellano está perdiendo no se sabe qué batallas
en Catalunya sólo sirve para encender la espoleta de ese rancio rodillo
centralista que quiere ignorar que una lengua que es hablada por 559
millones de personas tiene una fortaleza intrínseca que ningún político
le puede dar o quitar
No sé si les he contado
alguna vez que mi madre me dormía cantándome extrañas y dulces canciones
en una lengua que luego supe llamar euskera, ni si les he dicho que la
primera vez que sentí que ya no era una niña, estaban susurrándomelo al
oído en gallego muy cerca de Riveira. Confieso que mi primer beso me lo
dio un vasco pero que mi amor de instituto fue el de un catalán cuya
familia me acogió de tal manera que consiguió que entendiera la lengua
de aquella casa para siempre. Saben que estuve casada con un malagueño
pero también con un riojano e ignoran que vivo con un vasco. Aún me
llena de ternura recordar los cuentos en francés que me leía a la orilla
de la cama mi Renée y sé que quise con todas mis fuerzas aprender esa
lengua para que los secretos que mi padre traía en el doble fondo de la
maleta desde París dejaran de serlo. He contado que decidí mi profesión
básicamente para poder regodearme en la lengua que amo y que adoro
Madrid como al oasis de libertad que nunca nos debemos dejar arrebatar.
El problema reside en mi falta de empatía con lo anglosajón y, tras
pasar por el British, sigo siendo modesta en su lengua como timorata es
mi pasión por su cultura. Quizá me faltó un inglés... o un australiano.
No, no ha sido la cursilada esa de San Valentín la que ha desatado mis
recuerdos. Ha sido la pugna voraz y antropófaga entre Rajoy y Rivera
para llevarse una tajada electoral a costa de usar las lenguas como
espadas y no como sogas húmedas. Hace ya unos meses que me contaron, en
un castellano muy mesetario, que el futuro venía con recentralización,
recogida de competencias y bocado a las lenguas autóctonas que, según
dicen, adoctrinan y son culpables del crecimiento del independentismo.
Ya ven. Aún recuerdo la sombra siniestra y negra que tendieron sobre las
ikastolas, que querían hacer aparecer como campos de entrenamiento más
que como centros educativos y hoy, que sus alumnos forman tejido
productivo, los índices de independentistas activos en Euskadi son más
bajos que nunca.
A Ciudadanos le funciona el nacionalismo español como
bucle de su origen puramente catalán. Rajoy sabe que le están cavando
bajo su suelo electoral y emprende iniciativas incendiarias para
mantener en alto el envido. Sólo así puede entenderse esta idea
peregrina, que es como una tea lanzada con desgana sobre las llamas de
un problema al que no sólo prendieron fuego, sino que regaron con
gasolina durante años. Veo a Rajoy tañendo el arpa. Creo que está
dispuesto a inmolarlo todo con tal de sobrevivirse y ese todo incluye a
su propio partido. Eso o alguno de sus estrategas, reeditando sus
consejos demostrados cruelmente fallidos, le ha dicho que lo de la
casilla de la lengua puede terminar de sacar de sus casillas a la
sociedad catalana y forzar a los que pueden mover ficha a apartar a los
malditos para poder poner fin a la anomalía constitucional en la que
viven. Quizá cree que este órdago va a embarrancar a Puigdemont de una
vez por todas para detener el 155. O tal vez sólo esté haciendo lo de
siempre: nada.
Sea cual sea la explicación, resulta
poco admisible la utilización de una situación constitucional anómala y
de transición para elaborar o transmutar políticas aprobadas en
democracia por los gobernantes catalanes, que nunca han producido
grandes fricciones y que se han constituido con el tiempo en un
instrumento de igualación social y de integración incuestionable. Entre
el Pijoaparte y Teresa había algo más que un abismo de tardes. Había una
fractura que muchos no desearon para sus hijos. El sistema educativo
catalán disolvió el charneguismo y dejó sólo las orillas comunes y
vastas de la diferencia de clases.
Este camino
alocado de estigmatización sólo puede ir en perjuicio de todos. Incluso
de los que están dispuestos a depositar su voto a aquel que más
beligerante sea con una diferencia lingüística que nos enriquece. Las
escasas protestas por la escolarización en Catalunya, que apenas
alcanzan al centenar y medio de familias, fueron políticamente
espoleadas desde que Aznar abandonó su promiscua intimidad linguística.
Pretender que el castellano está perdiendo no se sabe qué batallas en
Catalunya sólo sirve para encender la espoleta de ese rancio rodillo
centralista que quiere ignorar que una lengua que es hablada por 559
millones de personas tiene una fortaleza intrínseca que ningún político
le puede dar o quitar. Pretender que idiomas hablados por diez millones
de personas, o por un millón y algo, puedan acogotar el potencia
intelectual, comunicativo, cultural, lúdico y social de la segunda
lengua más hablada del planeta es de ignorantes o de malvados. Creer que
poder hablar o entender dos o tres o mil idiomas es una ventaja
económica siempre y cuando hablemos de idiomas extranjeros y no de
lenguas españolas es hacer una política de secarral y de frentismo
absurdo.
Propongo al ministro rajoyano que en lugar
de continuar dándose golpes contra un muro que ellos mismos construyen,
incluyan en la educación básica una asignatura en la que los niños de
todos los rincones del Estado aprendan a decir en las lenguas de España:
t’estimo, maitia o bico. No sólo sería terriblemente constitucional
sino que les ayudaría en su futuro. Doy fe.
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