Una de las debilidades argumentales de muchas reflexiones que critican la Transición y el llamado Régimen del 78 es la idea de que existe un modelo de democracia perfecta. Haber renunciado a ese modelo supuso por ello una traición al pueblo. Los que así piensan no saben ni lo que es una dictadura, ni lo que es una democracia, ni lo que era el pueblo español en la década de los 70.
Una dictadura es un régimen en el que la falta de libertades facilita la impunidad absoluta del poder a la hora de fijar las leyes o de violarlas ante la indefensión absoluta de las ciudadanía. Cuando se sufre una dictadura, salir de ella es la tarea principal de los partidarios de la democracia. Salir de nuestra dictadura costó años de lucha, torturas, ejecuciones y soledades. Lo del antifranquismo generalizado y militante es una quimera. La mayoría de la gente, incluso los no identificados con las glorias del Régimen, evitó en lo posible meterse en problemas y se dedicó a disfrutar del desarrollo industrial iniciado en la década de los 60.
Las críticas a la Transición son injustas cuando generalizan una misma voluntad entre actores diferentes. Y sirven con frecuencia para encubrir responsabilidades posteriores. Como no existen paraísos, ni tierras prometidas, ni sociedades perfectas, cualquier democracia es un lugar lleno de conflictos, corrupciones posibles, derechos que reivindicar y objetivos que cumplir poco a poco. Cuando hablamos, por ejemplo, del olvido de las víctimas del golpe de 1936 y de la larga dictadura, más que responsabilizar a la Transición, estaría bien que pensásemos en gobiernos posteriores, autoridades de una democracia ya consolidada que pudieron buscar la verdad, la justicia y la reparación sin la sombra de un ejército golpista y de una policía amenazante.
La permanencia de élites económicas franquistas en 1976 resultaba más que previsible. Lo grave es que se hayan perpetuado durante décadas. Culpar al año 78 de todos los fracasos, significa desconocer la historia real y sirve para ocultar las responsabilidades del año 82, o de 1996, o de 2008, o de 2011, o de 2016. Sirve también para crear una dinámica de doble olvido: antes se olvidaban las víctimas del franquismo; ahora se olvida el valor de muchos logros conseguidos durante la puesta en marcha de la democracia. Y esto es grave, porque nos impide comprender la importancia de los retrocesos profundos que está sufriendo la sociedad española. Si la inquietud de la ciudadanía progresista se relacionaba antes con el modesto desarrollo de la democracia en los ámbitos laborales, económicos, institucionales y de servicios públicos (la sensación de no haber llegado hasta donde se podía llegar en la transparencia y la igualdad), la inquietud de ahora se agrava por la conciencia de una dinámica de retrocesos que rozan cada vez más la barbarie. Por desgracia, es la deriva de muchas democracias en el mundo.
El Partido Popular está llevando a España a un estado de barbarie democrática con sus políticas. Basa el desarrollo económico en la desigualdad y en la ambición desmedida de unas élites que utilizan el Estado en su propio beneficio. Son también bárbaros los espectáculos de corrupción, y bárbaro es que no haya dimitido como presidente de Gobierno el responsable máximo de un partido que preparó campañas electorales con dinero negro y que hizo de la compra y venta de favores su modo natural de funcionamiento.
Pero por mucho que indigne la corrupción, lo más escandaloso que estamos viendo en estas semanas es la utilización por parte del Partido Popular de padres y madres de las víctimas de crímenes mediáticos para justificar y ampliar la prisión permanente revisable, eufemismo que consagra la cadena perpetua. La Orestiada de Esquilo representa en la cultura clásica un extraño ciclo trágico porque quiso acabar medio bien. Necesitaba representar el momento en el que la Venganza era sustituida por la Justicia. Valiéndose de un populismo degradador, quien utiliza a los padres y las madres de una víctima para modificar el Código Penal introduce de nuevo la venganza en los espacios de la justicia. El juez democrático es el encargado de velar al mismo tiempo por los derechos de la víctima y del delincuente. El Código Penal español es un buen ejemplo del deterioro democrático al que me refería más arriba. Cada reforma, ha limitado conquistas, añadiendo autoritarismo.
Siglos de pensamiento jurídico han demostrado que el endurecimiento de las penas no sirve para lograr una sociedad más segura. Pero el pensamiento tiene poco que decir cuando los gobernantes están dispuestos a jugar con las emociones de manera mezquina. Las emociones pueden servir para movilizarnos en nombre de la convivencia y la justicia o para empujarnos hacia el odio y el miedo.
Que hayamos llegado hasta aquí es un síntoma de que la democracia se pudre de manera alarmante en España y en Washington. Quizá si dejamos de pensar en el 78 conseguiremos explicarle a la gente lo emocionante que es confluir en la defensa de la sanidad pública, el trabajo decente y el deseo de igualdad.
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