Las ninfas, #MeToo, el escándalo y la información
La condena progresista de la cosificación de la mujer, argumento
que subyace en la acción de Manchester, es muy semejante a la condena
religiosa de rebajar a la mujer a objeto de deseo. En último término, su
efecto sería el mismo: ocultar el pasado para que se ajuste mejor a
nuestra idea del presente
J.M. Costa
Este fin de semana el cuadro de John William Waterhouse, Hilas y las ninfas (1896), ha vuelto a su lugar en la Manchester Art Gallery tras una semana de polémica urbi et orbi.
Una polémica algo tramposa, pero también sintomática, que habla de un
presunto neopuritanismo feminista y de la indignada réplica de miles de
personas que jamás se habían interesado por el prerrafaelismo (de
Pre-Raphaelites, un periodo muy peculiar de la Gran Bretaña de finales
del XIX). También indica que desde una confusa relación con #MeToo,
estaríamos ante la cuestionamiento con efectos retroactivos de obras de
arte que antes parecían socialmente aceptables y hoy no lo serían.
Pero según se profundiza más en la historia y sus dinámicas, lo que
surge tan en primer plano que resulta difícil de distinguir, es un modo
de circulación de la información en la Red que adopta la forma de
burbujas retroalimentadas. Algo conocido y estudiado de sobra en la
economía desde la crisis de los tulipanes
en la Holanda (y Europa) del siglo XVII. Pero algo menos en la
información y mucho menos si hablamos de la información en el ámbito de
lo digital-instantáneo.
En lo tocante a la censura, lo de Waterhouse no es el único suceso reciente de este orden. Hace menos de un mes el MET de Nueva York se negó a retirar de sus salas Teresa soñando (1938) una obra de Balthus, que habían solicitado unas 8.900 firmas. Incluso un algoritmo como Facebook puede censurar El nacimiento del mundo (1866) de Courbet.
El tema Waterhouse fue mal presentado. No solo en España, donde a algún medio se le olvidó explicar que no se retiraba
el cuadro de forma definitiva, sino que formaba parte de una
acción-exposición de la artista Sonya Boyce (1962). Se grabó la retirada
del lienzo y se pusieron a disposición del público post-it para que
expresara su opinión. Aparentemente también se grabaran audios y videos.
Los post-it y el resto de material, cabe esperar que con el famoso
cuadro presente, darán lugar a una exposición.
Aquí
ha de recordarse que el contenido de los museos y lo que presentan no
fue algo establecido por las tablas de la ley. Son productos de
convenciones que cambian mucho más de lo que parece. Hace poco más de un
siglo, alguien como Caravaggio estaba completamente olvidado.
Yendo a lo concreto, la acción de Boyce podía ser estupenda o completamente estúpida, innecesaria y plegada a una moda.
Boyce, una artista especializada en dinámicas participativas, puede
argumentar que precisamente se trata un tema que está en esa calle de
donde vienen los visitantes. Preguntarles directamente a ellos su
opinión sobre si ese tipo de desnudos debe poder contemplarse libremente
puede ser interesante o no, pero constituye un tipo de acción artística
que, en uno u otro formato, viene realizándose al menos desde hace
medio siglo.
Ahora sí que el tema es público, ocupando artículos de
opinión, noticias en todos los diarios, incluso sueltos en televisión. Y
el personal habla de ello, como queda negro sobre blanco en Twitter y
sobre todo en Facebook, que parece prestarse más para este caso. Por
supuesto, las opiniones no se paran ante el hecho de para muchos este
habrá sido su primer contacto con ese estilo inglés del XIX y durante
cual parece que se pintaban muchas jóvenes desnudas. Que tampoco tanto.
Por otra parte comentar que Hilas, hijo del rey Tiodamante y amante de
Hércules no acosaba a las ninfas, sino que estas le raptaron al fondo
del lago por su belleza (la de él). Al fin y al cabo eran deidades.
Menores, pero deidades.
De todas formas la ninfas de
Waterhouse son pocas y poco dramáticas comparadas con las que acumulaban
franceses algo anteriores como Delacroix en La muerte de Sardanápalo (1827) y mucho menos explícitamente sensuales que la Danae(1565) de Tiziano o el Desnudo acostado (1917)
de Modigliani. Lo curioso es que hoy en día ese problema no existe. Ya
no se hacen desnudos femeninos excepto fotografías en revistas del tipo
que sea. Los pocos pintores que siguen practicando el género son casi
una rareza. Así pues, lo que se plantea en el ejemplo de Balthus o
Waterhouse es si ha de censurarse el pasado.
Ejemplos los hay a espuertas. Fue célebre el trabajo sobre El juicio final(1537-1541)
de Miguel Angel que realizó Daniele da Volterra a la muerte del primero
y que consistió en tapar las partes pudendas de las figuras del cuadro,
lo cual le ha valido pasar a la historia con el apodo de Braghettone.
La misma iglesia católica ha basculado entre lo bastante explícito y lo
muy recatado, al igual que la sociedad. En concreto, los cuadros de
desnudos o semidesnudos con destino a iglesias (muchos masculinos, como
cientos de San Sebastianes) se llevan pintado desde el Renacimiento. Un
Renacimiento, que engarzaba directamente con la escultura y en parte con
la pintura griega y romana, cánones ideales del cuerpo que aún
funcionan.
Uno de los últimos objetivos de censura pudibunda ha sido el mencionado de El nacimiento del mundo de
Courbet en Facebook. Un tribunal francés ha ordenado que esa obra no
puede ser censurada. Por supuesto, la imagen del sexo de una mujer en
primer plano sigue siendo efectiva. Courbet sabía lo que hacía y que los
más conservadores reaccionarían airados. Por eso mismo el cuadro es
histórico. Lo curioso es que Courbet, un anarquista, fue acusado de
haber derribado por las bravas la Columna Vendome, coronada por un
Napoleon con toga imperial. En realidad Courbet, muy provisional
director de Museos durante la Comuna de 1871, había pedido que la
columna se desmontara para situarla en otro lugar. La razón es que no
podía haber un monumento al militarismo en una plaza pública en medio de
París. Bueno, algunos se pasó de entusiasmo y la columna fue derribada
por las bravas (es una columna con una vida muy agitada, de todas
formas). Parece casi una metáfora del caso actual, solo que Courbet fue
encarcelado, multado y hubo de exilarse a Suiza, donde murió.
Regresando al tema Waterhouse, es cierto que la información ha sido
mala, en primer lugar la ofrecida por la directora del museo Clare
Gannaway. En vez de exponer las cosas de forma normal, parecía que
estuviera pidiendo disculpas, no se sabe muy bien de si haber descolgado
el cuadro o porque el cuadro (con otros varios del mismo tipo)
estuviera expuesto. Una mención superficial a que la acción estaba
inspirada por #metoo acabó de confundir. El asunto olía un poco a
oportunismo que se sube al tren de una causa.
En todo
caso, incluso cuando un medio como el Telegraph o el Guardian inglés,
informa con todos los datos sobre el tema, las reacciones de los
lectores suelen hacer caso omiso a lo provisional de la acción y pasan a
condenar el nuevo puritanismo que representa la retirada del cuadro.
Analizando los titulares del caso, quiza los medios de información
estamos poniendo en circulación noticias ciertas pero complejas
priorizando la vertiente del escándalo. La línea que separa el
sensacionalismo de la información significativa que genera una conmoción
social nunca ha sido fácil. Pero en la actualidad resulta aún más
borrosa cuando los medios total o parcialmente digitales navegan en el
mismo océano de clicks que un post o un tuit. La tentación de nadar a
favor de corriente es grande y si el tema viene con un cierto tinte de
respetabilidad ideológica, la tentación es todavía mayor.
Porque incluso eso es confuso. En un caso como el de Waterhouse dos
ideologías extremas parecen buscar el mismo efecto. La condena
progresista de la cosificación de la mujer, argumento que subyace en la
acción de Manchester, es muy semejante a la condena religiosa de rebajar
a la mujer a objeto de deseo. En último término, su efecto sería el
mismo: ocultar el pasado para que se ajuste mejor a nuestra idea del
presente.
Por cierto, las informaciones locales
insinúan que quien ha decidido la recolocación del cuadro ha sido el
ayuntamiento, titular del museo, no su directora. Con ello se abriría
otro frente, potencialmente menos escandaloso: sobre la injerencia de la
política en la cultura pública. Para otra ocasión.
___________________________________
___________________________________
Considero este análisis muy necesario. En momentos de cambios radicales e imprescindibles, y sobre todo en una época donde las redes sociales presentan un panorama tan liberador de tabúes como de red de pesca humana donde podemos quedarnos atrapadas y tarados también, surgen constantemente dilemas y controversias que hace unos años sólo hubiesen existido en petit comité, de espaldas a una globalidad de opiniones que no existía, pero que hoy son el pregón universal de cualquier asunto aireado vía Faceboock - Twitter- waht's up.
No es la primera vez en estos últimos años que surge el mismo tema: ponerse de uñas colectivamente contra el arte del pasado y querer retirar de los museos unas obras que ya resultan hasta ofensivas y repugnantes para las nuevas y más sanas formas de igualdad y respeto a los derechos de diversos colectivos, afortunadamente cada vez más numerosos, sensiblizados por las desigualdades, los malos tratos e incluso por las taras sociales que la humanidad viene generando y padeciendo a lo largo de los siglos y de las que obviamente no estamos exentas ni exentos las y los seres humanos del siglo XXI.
Personalmente confieso que desde mi infancia y adolescencia me sentía incómoda y ofendida por los temas pictóricos de muchos cuadros en los que las mujeres, sobre todo, eran, a mi juicio, tratadas como animales de compañía y objetos decorativos, en los mejores casos, cuando no, de uso y abuso sexual y crueldad inocultable. Y no sólo eran los cuadros o las esculturas, cuando comencé a leer y a estudiar a fondo lo leído, me pasó algo similar con la narrativa, el teatro y la poesía de corte absolutamente masculino, casi sin autoras hasta la edad contemporánea. Pero según crecía e iba aprendiendo a conocer mi propia especie, comprendía lo que quiso explicarnos Darwin a lo largo de sus investigaciones: la evolución de las especies, en las que los humanos somos una más. No se evoluciona en la Naturaleza en tan poco tiempo como lo ha hecho la humanidad. Todas las especies llevan millones de años en ello, nosotros, sólo unos pocos miles. La causa debe estar seguramente anclada en nuestra más compleja forma de inteligencia con la que no resulta fácil manejarse ni gestionar la realidad, que a su vez viene conformada por nuestra forma de pensar, sentir y expresar ambas cosas, lo pensado y lo sentido.
Somos una especie-puente entre la animalidad y la humanidad, entre la caverna y el cielo raso, entre pulsiones y conciencia. No es que las pulsiones no sean buenas, que son geniales y necesarias, tampoco es que la inteligencia de nuestro neocortex cerebral sea mucho mejor que la de nuestro cerebro reptiliano, es, simplemente, que nuestro trabajo evolutivo consiste en armonizar ambos cerebros a base de conocer cada vez mejor y con más apertura ambas pertenencias, en el doble sentido de ser miembros de una especie a la que se pertenece y de ser soberanos de nosotros mismos y no de los demás y mucho menos de los montajes de los demás, a favor o en contra de asuntos manipulables mediáticamente, casi siempre con las mejores intenciones, cuyo error generalizado es creerse las únicas válidas, estén en el extremo que estén, algo, que paradójicamente las convierte en obstáculos para el civismo y la convivencia que todas pretenden representar en competencia con las demás, en un conflicto constante del que lo mismo podemos aprender muchísimo que degradarnos y degenerar sin darnos cuenta. Los resultados constatables en nuestros modelos de vida y sostenibilidad a todos los niveles serán siempre la prueba del nueve del experimento, que nos indicará el error, el acierto o la chapuza de las medias tintas, con su ni fu, ni fa.
Andando en ese rumbo se comprende la evolución y se deja de culpabilizar un pasado en el que, como es obvio, no pudimos estar presentes, y en el que de haberlo estado es muy posible que nuestro comportamiento y nuestra percepción de la realidad jamás hubiesen sido los que tenemos ahora.
El hecho de que en nuestro tiempo se conserven aún los rasgos patológicos de las culturas pasadas, sobre todo en los museos, en los monumentos y en la literatura como en las crónicas de la historia y del pensamiento, no tiene que significar en absoluto una justificación de las viejas barbaries, ni una valoración exagerada de los mismos legados culturales, sino el testimonio de la historia, del grado de sensibilidad social, del pensamiento y de las habilidades artísticas del pasado.
Hay que madurar colectivamente y usar la redes sociales y la comunicación por internet también para exponer argumentos que equilibren, que iluminen en vez de confundir y oscurecer lo que ya no está demasiado claro en origen, que profundicen y no infravoloren lo mejor que podemos construir: una conciencia colectiva sana capaz de asumir la realidad sin ser cómplices ni detractores violentos de lo que más daño nos hace.
Hay una sugerencia en los evangelios que tal vez nos pueda ayudar por su sencillez y porque la puede entender todo el mundo: no juzguéis y no seréis juzgados, ni condenéis si no queréis convertiros en reos de esa misma condena, porque con la medida con la que medimos a los demás, también nos medimos a nosotros mismos. Y el infierno no son los otros, como dijo Sartre, el infierno es el desajuste que crea uno mismo sumado al desajuste contagioso que crean los demás por el mismo motivo, cuando no sabemos quienes somos ni de donde venimos ni a donde vamos existencialmente, ni como individuos ni mucho menos como mogollón colectivo y enfrentado a sí mismo por cualquier motivo, siempre mucho menos importante que descubrir nuestra realidad tal cual.
La clave de ese desubrimiento imprescindible, como la belleza, que cantan en el cuento de La Bella y la Bestia, no está ni en los museos ni en los más bellos relatos de cine o narrativa ni en los versos más conmovedores, sino en el interior, no en Instagram, ni en las redes sociales. Si no la descubrimos y la reconocemos dentro, entretenidos por las charangas constantes, no nos entereramos de nada, no tendremos desarrollada la lente y la videocámara autoconscientes que la puedan ver, valorar y registrar. Entonces bailaremos dispersos al son que nos toque la primera banda de hojalatas, teleles y vapores con que nos tropecemos por el camino.
Sin la raíz interna que nos conecta con la esencia que somos, estaremos al pairo como las hojas caídas de los árboles que los vientos arrastran, amontonan y deshacen. Y al final no dejan ni una huella energética ni una respuesta en el paisaje humano, personal y colectivo. Sólo los barrenderos se ocupan de llevarlas al contenedor.
Si en la mesa de la conciencia tienes langosta riquísima y super fresca, ¿por qué ir a buscar sardinas pochas y secas envasadas al vacío?
La clave de ese desubrimiento imprescindible, como la belleza, que cantan en el cuento de La Bella y la Bestia, no está ni en los museos ni en los más bellos relatos de cine o narrativa ni en los versos más conmovedores, sino en el interior, no en Instagram, ni en las redes sociales. Si no la descubrimos y la reconocemos dentro, entretenidos por las charangas constantes, no nos entereramos de nada, no tendremos desarrollada la lente y la videocámara autoconscientes que la puedan ver, valorar y registrar. Entonces bailaremos dispersos al son que nos toque la primera banda de hojalatas, teleles y vapores con que nos tropecemos por el camino.
Sin la raíz interna que nos conecta con la esencia que somos, estaremos al pairo como las hojas caídas de los árboles que los vientos arrastran, amontonan y deshacen. Y al final no dejan ni una huella energética ni una respuesta en el paisaje humano, personal y colectivo. Sólo los barrenderos se ocupan de llevarlas al contenedor.
Si en la mesa de la conciencia tienes langosta riquísima y super fresca, ¿por qué ir a buscar sardinas pochas y secas envasadas al vacío?
No hay comentarios:
Publicar un comentario