Luces Rojas
Respeto al derecho, la línea roja entre civilización y barbarie
Publicada el 12/06/2018
Infolibre
La trampa del paternalismo asistencialista, del “humanitarismo”
El Gobierno italiano, a impulsos del xenófobo ministro Salvini, decidió ayer cerrar los puertos para impedir que atraque el buque Aquarius (fletado por MSF y SOS Mediterranée) con 620 naúfragos, que no son sólo inmigrantes, pues habrá quienes puedan y deban solicitar asilo. De ellos, más de cien menores.
Unos y otros, como tales naúfragos, están protegidos por los principios básicos del Derecho internacional del Mar reconocidos en el Convenio de Montego Bay, que impone deberes jurídicos a todos los Estados (todos los de la UE lo son), empezando por el de protección de la vida. No hacerlo efectivo, como he denunciado reiteradamente, es necropolítica. Y en eso se han convertido algunos instrumentos de la política migratoria y de asilo de la UE.
Unos y otros son titulares de derechos humanos y fundamentales reconocidos por el Derecho internacional de los derechos humanos a toda persona, y que obligan a los Estados bajo cuya soberanía territorial se encuentren.
Los inmigrantes y solicitantes de asilo son titulares de derechos específicos reconocidos en los respectivos instrumentos internacionales que obligan a todos los Estados parte en esos Convenios (Convención de derechos de los trabajadores inmigrantes y sus familias de 1990; Convención de Ginebra de 1951 y Protocolo de Nueva York de 1976).
Los menores, son titulares de derechos de acuerdo con la Convención de derechos del niño de la ONU que impone deberes correlativos a los Estados parte (todos los de la UE lo son). En la mayor parte de los Estados, hay leyes como nuestra Ley orgánica de protección del menor que dejan claro este principio jurídico prioritario: garantizar el interés del menor. Recientemente, en noviembre de 2017, los Comités ONU de derechos del niño y de derechos de los trabajadores inmigrantes han emitido dos observaciones generales que los Estados parte (todos los de la UE lo son) deben conocer y tener en cuenta.
No se trata, pues, de ser humanitarios o caritativos. No se trata de elegir entre el demagógico buenismo y el pragmatismo que nos impone la limitación de nuestras capacidades y recursos. Aquí está en juego la decisión de cumplir con deberes jurídicos elementales o saltárnoslos, cuando sus titulares no son considerados seres humanos iguales a los europeos, de acuerdo con la célebre sentencia del cerdo Napoleón en Rebelión en la granja: "Todos los animales son iguales, sí, pero unos más iguales que otros". ¿Cómo comparar a un finés, danés, belga o francés, incluso a un catalán o murciano, con una gente que viene de Nigeria, Mali, Eritrea o de dios sabe dónde?
Que quede claro: esta decisión es tan simple como la de cumplir o no con las obligaciones legales. Como la de pagar o no impuestos, pagar por una mercancía que nos gusta, o no comprarla, o robarla. Ayudar a una persona en peligro de muerte (si eso no comporta el mismo riesgo para uno mismo) o abandonarla a su suerte. Comprometerse a un pacto y decidir que ahora no queremos cumplirlo o arrostrarlo cuando nos es incómodo, porque sin la observancia del pacta sunt servanda no hay convivencia posible.
Principios claros para abordar problemas complejos
Por supuesto que, debido a la enorme complejidad de la gestión de los movimientos migratorios y de refugiados, cumplir con esos deberes no es un asunto fácil. No está al alcance de un solo país. Y los ribereños del Mediterráneo (Grecia, Italia y también España) nos encontramos en primera línea de la dificultad. ¡A buenas horas nos enteramos! Pero de lo que se trata es de que los modelos, las políticas migratorias y de asilo, tienen una línea roja que no debemos traspasar. Y lamentablemente parece que es el empeño de buena parte de los Estados de la UE. No sólo los “malos”, los más extremistas en sus posiciones xenófobas, esto es, los cuatro del Grupo de Visegrad (Polonia Hungría, Chequia y Eslovaquia). El número de los que apuestan por este giro es cada vez mayor: Italia, Austria, Dinamarca, los Países Bajos, la coalición de gobierno en Bélgica (por la presencia del ultraxenófobo N-VA, gran defensor, eso sí, de los derechos del Sr. Puigdemont): todos ellos se suman al intento de olvidar la línea roja, en aras del pragmatismo y parecen derivar hacia los extremos más rechazables del modelo australiano.
Volvamos a la historia del Aquarius. No es nueva. En 2017, L’Espresso publicó una conversación telefónica ocurrida en 2013, en la que las llamadas de un médico sirio para que atendieran a un barco a punto de naufragar fueron desatendidas en un cruce de argumentos del tipo, “no es esta la ventanilla que toca”, que acabó con 268 muertos, porque Malta e Italia no se ponían de acuerdo. Pero hay que ir más atrás. Por si no lo recuerdan, en agosto de 2001 la prensa contaba la historia del buque noruego Tampa, que cargó a más de cuatro centenares de refugiados afganos que habían naufragado cerca de un puerto indonesio. Ni Indonesia ni Australia querían hacerse cargo. Finalmente, en septiembre, la armada australiana los llevó hasta Nueva Zelanda y a las islas de Manus (Papúa) y, sobre todo, Nauru, una “república” bajo control australiano, a la que convirtió en isla-cárcel para refugiados y que tuvo que cerrar en 2009 ante las denuncias de la ONU, pero que ha reabierto y sigue funcionando como tal. La política australiana se orienta sobre todo a disuadir a los refugiados de intentar llegar a Australia, pese a las críticas crecientes que denuncian que ese modelo incumple principios básicos de Derecho internacional de refugiados, como han señalado J.Hathaway y D. Ghezelbash.
Ese parece el modelo que una parte de los gobiernos europeos quiere recuperar, externalizar los campos de retención de inmigrantes y solicitantes de asilo, llevarlos a países fronterizos con la UE (Bulgaria, Macedonia) o, mejor, al sur del continente europeo (Marruecos, Mauritania, Libia…). Ya lo intentó el Gobierno Aznar en el Consejo extraordinario de Sevilla de 2002, aunque la oposición de Francia y Suecia lo frustró. Lo intentaron Berlusconi y el propio Sarkozy. Lo acaban de proponer algunos ministros de Justicia e Interior que han bloqueado la semana pasada en Sofía la iniciativa de la presidencia búlgara de la UE para relanzar la revisión del Reglamento de Dublín y así amenazan con vaciar de contenido el sistema común europeo de asilo (SECA).
Sin duda, organizar una respuesta eficaz que no renuncie a la condición sine qua non del respeto a los derechos humanos, requiere otras políticas migratorias y de asilo, que asocien a las sociedades civiles de todos los países implicados (más incluso que a sus gobiernos, como ha explicado reiteradamente Sami Nair) en acuerdos focalizados en el desarrollo humano –que reúne desarrollo, democracia y derechos– de los países que generan los flujos de movilidad migratoria. El Global Compact for Safe, orderly and regular migration que impulsa la ONU junto al Global Compact on Refugees ofrecen buenas pistas. El Gobierno Rajoy estuvo de perfil sobre este proceso. Espero que el Gobierno Sánchez haga más que gestos simbólicos y algún nombramiento mediático. Que empecemos por el compromiso claro y consecuente con el respeto de los derechos, del Derecho, que es la barrera que separa civilización y barbarie.
Para empujar a tomar decisiones contamos con la reacción ciudadana, que ha comenzado por las autoridades municipales (Ayuntamientos de Nápoles, Palermo, Messina, Reggio, València, Barcelona) y autonómicas o regionales, las más próximas a los ciudadanos, para poner a salvo a esas personas. En el momento de redactar estas líneas, recibo la buena noticia de que, de nuevo, el Gobierno del Botánic de la Comunidad Valenciana, a través de la iniciativa de su vicepresidenta, la incansable Mónica Oltra, con la colaboración del Ayuntamiento que encabeza Joan Ribó (inequívoco en su apoyo a los refugiados), de Balearia, de la Autoridad del puerto de València y el acuerdo del Gobierno Sánchez, ha preparado todo para que esas 629 personas puedan encontrar refugio en València. Mónica Oltra (con el respaldo del president Puig) ya propuso una solución a casos similares en los peores momentos de la llegada de refugiados sirios a Grecia. La vicepresidenta Sáenz de Santamaría bloqueó esas iniciativas y sabemos el magro resultado de la política de reubicación de refugiados en España (no llegamos al 10%). Ahora, el espíritu del Botánic consigue la sintonía del Gobierno Sánchez en La Moncloa.
Esta vez, sí. Los ciudadanos –comenzando por los de València– podemos sentirnos orgullosos de nuestros gobernantes. Es una solución particular para un problema urgente y concreto, pero demuestra que si se tienen claros los principios y una firme voluntad política, otras políticas migratorias y de asilo son posibles.
El Gobierno italiano, a impulsos del xenófobo ministro Salvini, decidió ayer cerrar los puertos para impedir que atraque el buque Aquarius (fletado por MSF y SOS Mediterranée) con 620 naúfragos, que no son sólo inmigrantes, pues habrá quienes puedan y deban solicitar asilo. De ellos, más de cien menores.
Unos y otros, como tales naúfragos, están protegidos por los principios básicos del Derecho internacional del Mar reconocidos en el Convenio de Montego Bay, que impone deberes jurídicos a todos los Estados (todos los de la UE lo son), empezando por el de protección de la vida. No hacerlo efectivo, como he denunciado reiteradamente, es necropolítica. Y en eso se han convertido algunos instrumentos de la política migratoria y de asilo de la UE.
Unos y otros son titulares de derechos humanos y fundamentales reconocidos por el Derecho internacional de los derechos humanos a toda persona, y que obligan a los Estados bajo cuya soberanía territorial se encuentren.
Los inmigrantes y solicitantes de asilo son titulares de derechos específicos reconocidos en los respectivos instrumentos internacionales que obligan a todos los Estados parte en esos Convenios (Convención de derechos de los trabajadores inmigrantes y sus familias de 1990; Convención de Ginebra de 1951 y Protocolo de Nueva York de 1976).
Los menores, son titulares de derechos de acuerdo con la Convención de derechos del niño de la ONU que impone deberes correlativos a los Estados parte (todos los de la UE lo son). En la mayor parte de los Estados, hay leyes como nuestra Ley orgánica de protección del menor que dejan claro este principio jurídico prioritario: garantizar el interés del menor. Recientemente, en noviembre de 2017, los Comités ONU de derechos del niño y de derechos de los trabajadores inmigrantes han emitido dos observaciones generales que los Estados parte (todos los de la UE lo son) deben conocer y tener en cuenta.
No se trata, pues, de ser humanitarios o caritativos. No se trata de elegir entre el demagógico buenismo y el pragmatismo que nos impone la limitación de nuestras capacidades y recursos. Aquí está en juego la decisión de cumplir con deberes jurídicos elementales o saltárnoslos, cuando sus titulares no son considerados seres humanos iguales a los europeos, de acuerdo con la célebre sentencia del cerdo Napoleón en Rebelión en la granja: "Todos los animales son iguales, sí, pero unos más iguales que otros". ¿Cómo comparar a un finés, danés, belga o francés, incluso a un catalán o murciano, con una gente que viene de Nigeria, Mali, Eritrea o de dios sabe dónde?
Que quede claro: esta decisión es tan simple como la de cumplir o no con las obligaciones legales. Como la de pagar o no impuestos, pagar por una mercancía que nos gusta, o no comprarla, o robarla. Ayudar a una persona en peligro de muerte (si eso no comporta el mismo riesgo para uno mismo) o abandonarla a su suerte. Comprometerse a un pacto y decidir que ahora no queremos cumplirlo o arrostrarlo cuando nos es incómodo, porque sin la observancia del pacta sunt servanda no hay convivencia posible.
Principios claros para abordar problemas complejos
Por supuesto que, debido a la enorme complejidad de la gestión de los movimientos migratorios y de refugiados, cumplir con esos deberes no es un asunto fácil. No está al alcance de un solo país. Y los ribereños del Mediterráneo (Grecia, Italia y también España) nos encontramos en primera línea de la dificultad. ¡A buenas horas nos enteramos! Pero de lo que se trata es de que los modelos, las políticas migratorias y de asilo, tienen una línea roja que no debemos traspasar. Y lamentablemente parece que es el empeño de buena parte de los Estados de la UE. No sólo los “malos”, los más extremistas en sus posiciones xenófobas, esto es, los cuatro del Grupo de Visegrad (Polonia Hungría, Chequia y Eslovaquia). El número de los que apuestan por este giro es cada vez mayor: Italia, Austria, Dinamarca, los Países Bajos, la coalición de gobierno en Bélgica (por la presencia del ultraxenófobo N-VA, gran defensor, eso sí, de los derechos del Sr. Puigdemont): todos ellos se suman al intento de olvidar la línea roja, en aras del pragmatismo y parecen derivar hacia los extremos más rechazables del modelo australiano.
Volvamos a la historia del Aquarius. No es nueva. En 2017, L’Espresso publicó una conversación telefónica ocurrida en 2013, en la que las llamadas de un médico sirio para que atendieran a un barco a punto de naufragar fueron desatendidas en un cruce de argumentos del tipo, “no es esta la ventanilla que toca”, que acabó con 268 muertos, porque Malta e Italia no se ponían de acuerdo. Pero hay que ir más atrás. Por si no lo recuerdan, en agosto de 2001 la prensa contaba la historia del buque noruego Tampa, que cargó a más de cuatro centenares de refugiados afganos que habían naufragado cerca de un puerto indonesio. Ni Indonesia ni Australia querían hacerse cargo. Finalmente, en septiembre, la armada australiana los llevó hasta Nueva Zelanda y a las islas de Manus (Papúa) y, sobre todo, Nauru, una “república” bajo control australiano, a la que convirtió en isla-cárcel para refugiados y que tuvo que cerrar en 2009 ante las denuncias de la ONU, pero que ha reabierto y sigue funcionando como tal. La política australiana se orienta sobre todo a disuadir a los refugiados de intentar llegar a Australia, pese a las críticas crecientes que denuncian que ese modelo incumple principios básicos de Derecho internacional de refugiados, como han señalado J.Hathaway y D. Ghezelbash.
Ese parece el modelo que una parte de los gobiernos europeos quiere recuperar, externalizar los campos de retención de inmigrantes y solicitantes de asilo, llevarlos a países fronterizos con la UE (Bulgaria, Macedonia) o, mejor, al sur del continente europeo (Marruecos, Mauritania, Libia…). Ya lo intentó el Gobierno Aznar en el Consejo extraordinario de Sevilla de 2002, aunque la oposición de Francia y Suecia lo frustró. Lo intentaron Berlusconi y el propio Sarkozy. Lo acaban de proponer algunos ministros de Justicia e Interior que han bloqueado la semana pasada en Sofía la iniciativa de la presidencia búlgara de la UE para relanzar la revisión del Reglamento de Dublín y así amenazan con vaciar de contenido el sistema común europeo de asilo (SECA).
Sin duda, organizar una respuesta eficaz que no renuncie a la condición sine qua non del respeto a los derechos humanos, requiere otras políticas migratorias y de asilo, que asocien a las sociedades civiles de todos los países implicados (más incluso que a sus gobiernos, como ha explicado reiteradamente Sami Nair) en acuerdos focalizados en el desarrollo humano –que reúne desarrollo, democracia y derechos– de los países que generan los flujos de movilidad migratoria. El Global Compact for Safe, orderly and regular migration que impulsa la ONU junto al Global Compact on Refugees ofrecen buenas pistas. El Gobierno Rajoy estuvo de perfil sobre este proceso. Espero que el Gobierno Sánchez haga más que gestos simbólicos y algún nombramiento mediático. Que empecemos por el compromiso claro y consecuente con el respeto de los derechos, del Derecho, que es la barrera que separa civilización y barbarie.
Para empujar a tomar decisiones contamos con la reacción ciudadana, que ha comenzado por las autoridades municipales (Ayuntamientos de Nápoles, Palermo, Messina, Reggio, València, Barcelona) y autonómicas o regionales, las más próximas a los ciudadanos, para poner a salvo a esas personas. En el momento de redactar estas líneas, recibo la buena noticia de que, de nuevo, el Gobierno del Botánic de la Comunidad Valenciana, a través de la iniciativa de su vicepresidenta, la incansable Mónica Oltra, con la colaboración del Ayuntamiento que encabeza Joan Ribó (inequívoco en su apoyo a los refugiados), de Balearia, de la Autoridad del puerto de València y el acuerdo del Gobierno Sánchez, ha preparado todo para que esas 629 personas puedan encontrar refugio en València. Mónica Oltra (con el respaldo del president Puig) ya propuso una solución a casos similares en los peores momentos de la llegada de refugiados sirios a Grecia. La vicepresidenta Sáenz de Santamaría bloqueó esas iniciativas y sabemos el magro resultado de la política de reubicación de refugiados en España (no llegamos al 10%). Ahora, el espíritu del Botánic consigue la sintonía del Gobierno Sánchez en La Moncloa.
Esta vez, sí. Los ciudadanos –comenzando por los de València– podemos sentirnos orgullosos de nuestros gobernantes. Es una solución particular para un problema urgente y concreto, pero demuestra que si se tienen claros los principios y una firme voluntad política, otras políticas migratorias y de asilo son posibles.
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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política y director del Instituto de Derechos Humanos (IDH).
Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política y director del Instituto de Derechos Humanos (IDH).
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