La fresa en Huelva: 46 calorías por cada 100 gramos
La situación de las jornaleras marroquíes no constituye una
mala práctica aislada y puntual. No es un fallo el sistema. Es el
sistema en estado puro
Es más bien el resultado sobre territorios concretos y vidas cotidianas de un modelo productivo insostenible, capitalista y patriarcal
Es más bien el resultado sobre territorios concretos y vidas cotidianas de un modelo productivo insostenible, capitalista y patriarcal
En las últimas semanas, temporeras de la fresa en Huelva han denunciado abusos sexuales
y amenazas por parte empleadores o capataces. Se ha señalado la falta
de procedimientos y perspectiva de género, la opacidad sobre el número
de mujeres que trabaja y las condiciones en que lo hace. Siendo cierto,
creo, sin embargo, que no estamos solo ante un problema de falta de
protocolos. Es un problema structural que tiene que ver con la noción de
producción, con la trasformación de la agricultura en un proceso
industrial, centrado en la maximización de los beneficios, que explota
personas y naturaleza en un contexto patriarcal.
Esta vez el tema saltaba a la esfera pública a través de un reportaje de la revista alemana Correctiv y Buzzfeed News, que denunciaba los abusos hacia las jornaleras en España, Italia y Marruecos.
No deja de ser sorprendente que en plena efervescencia del #YoSiTeCreo y exceptuando al SAT,
las organizaciones agrarias, diversas ONG y sindicatos reaccionaron, no
exigiendo de forma inmediata la investigación de los presuntos abusos y
la protección preventiva de las trabajadoras, sino denunciarndo ante la fiscalía a quienes habían hecho el reportaje,
por si había indicios constitutivos de delito. Les preocupaba que la
generalización a todo el sector, que compite en el mercado de la fresa
con otros países, pudiese dañar al conjunto de personas que lo componen.
No es la primera vez que la situación de las jornaleras llega a las páginas de los periódicos. En 2010, un artículo titulado “Víctimas del oro rojo”,
publicado en El País señalaba que los abusos sexuales a las
trabajadoras eran “un secreto a voces”, pero constataba que “hasta ese
momento, nunca habían prosperado las denuncias contra los responsables
de una actividad competitiva en Europa.”
Yo misma
tenía experiencia directa del negacionismo sobre la situación de las
trabajadoras. Hace ya varios años, en una reunión a la que asistían
representantes de organizaciones agrarias, sindicatos, movimiento
ecologista y de la administración, expuse que las mujeres temporeras
trabajaban en condiciones de semiesclavitud. Eran precarias, trabajaban a
destajo y cobraban poco. Tan poco, que muchas trabajaban con pañal
porque no querían parar ni para hacer pis. La reacción fue similar. El
representante de la mayor organización agraria exigió muy airado que me
retractase y algunos de los sindicatos presentes me reconvinieron amable
pero firmemente diciendo que no les constaba lo que decía y que, si eso
era verdad, lo que tenían que hacer las jornaleras era denunciar.
Nadie sabía nada. Sin embargo, existe un informe realizado por un equipo de de investigación de la Universidad de Huelva,
publicado con el logo de la Junta de Andalucía que se titula “Las
mujeres migrantes, la trata de seres humanos con fines de explotación y
los campos de fresa de Huelva” que ya advierte de toda la situación que
ahora se denuncia.
¿Por qué esa resistencia a
investigar? ¿Por qué la negación? ¿Por qué denunciar a quien denuncia?
¿A estas alturas alguien tiene dudas de que es perfectamente probable
que trabajadoras extranjeras, solas y pobres, incluso aisladas
físicamente, viviendo en las fincas, entre los invernaderos, corren el
riesgo de sufrir abusos sexuales? ¿No es un hecho evidente y real que
las y los jornaleros migrantes están mal pagados, son explotados y que
de forma reiterada han surgido conflictos?
100 gramos
de fresa proporcionan 46 calorías. 46 de las 2.000 calorías diarias que
debe comer una persona adulta. Esa es su función social, esa es su
verdadera utilidad como producción. Pero para la economía, para “el
sector”, las fresas, los alimentos, no son tan importantes por las
necesidades humanas vitales que satisfacen, sino por los beneficios
económicos que generan. Como lo que cuenta, lo que tiene valor, es lo
que se factura, se termina considerando mejor y más competitiva aquella
fresa que para ser producida contamina y explota, que la que se pudiese
obtener sosteniblemente y de forma justa. Son las mismas 46 calorías por
cada 100 gramos, pero “la buena producción” es la que consigue una alta
rentabilidad económica abaratando los costes de producción (trabajo e
insumos). Los beneficios económicos no restan, sino más bien esconden el
enriquecimiento de intermediarios, el sufrimiento de las trabajadoras,
el reforzamiento de los patriarcados, desiguales pero aliados, y los
problemas de salud y supervivencia futura derivados de contaminar,
agotar bienes finitos y cambiar hasta el clima. Tal y como señala
Gustavo Duch, “el sistema en cuestión ha sido diseñado para producir
algo parecido a alimentos, a costes muy bajos, tanto económicos,
sociales como ecológicos; pero que puedan producir altos beneficios a
quienes se dedican a su comercialización. Los alimentos, lejos de ser
considerados como una necesidad y un derecho, se entienden como una
mercancía sin más”.
El no saber, el mirar a otro
lado, responde a aplicar una especie de máxima no escrita. Hay que tener
una escrupulosa cautela con la imagen del “sector” y quizás no tanta
con las personas que trabajan en él. “Ojo, que se puede poner en riesgo
un sector que factura casi 300 millones de euros”, dicen.
Desde mi punto de vista, la situación de las jornaleras marroquíes no
constituye una mala práctica aislada y puntual. No es un fallo el
sistema. Es el sistema en estado puro. Es más bien el resultado sobre
territorios concretos y vidas cotidianas de un modelo productivo
insostenible, capitalista y patriarcal.
Escondidas,
debajo del brillo de las cifras y los beneficios, están las
consecuencias ecológicas y sociales de esa forma de producir. La lógica
de la producción capitalista se apuntala sobre cimientos injustos,
patriarcales, ecocidas y coloniales. Todas esas contradicciones se
encuentran en el conflicto de las temporeras de la fresa.
Ecologistas en Acción de Huelva lleva años denunciando
que el monocultivo masivo de fresa tiene importantes consecuencias
sobre el territorio, entre otros daños se encuentran la deforestación de
grandes superficies, la contaminación de acuíferos y el uso
generalizado de pesticidas prohibidos.
En muchas
ocasiones, el cambio de uso del suelo se ha realizado sin tener el
permiso correspondiente, que se termina concediendo años más tarde bajo
la política de hechos consumados. El pacto de silencio reinante en la
zona hace que las denuncias caigan en saco roto y se trabaje con total
impunidad.
Una vez comido el terreno al pinar, la
preparación del suelo para el cultivo utiliza productos químicos de
síntesis. La “desinfección” del suelo provoca un empobrecimiento del
mismo, así como una grave contaminación de las aguas subterráneas que
afectan al acuífero 27, del que se nutre el Parque de Doñana.
En el plano social, la explotación laboral constituye una parte
indisociable del modelo. A mayor explotación, mayores beneficios. Los
bajos salarios son condición necesaria para que el sector sea
competitivo y tenga un “alto valor añadido”.
En el
inicio del despliegue de los cultivos, era población autóctona la que
trabajaba. Según fueron mejorando los ingresos dejaron de trabajar
directamente en los cultivos y fueron reemplazados por hombres
procedentes de diversos lugares de África. Desde entonces, no han sido
pocos los conflictos con los trabajadores de los invernaderos. Las duras
condiciones del trabajo provocaron conflictos, revueltas y
movilizaciones que trataban de llamar la atención sobre el salario, la
dificultad de integrarse en los pueblos cercanos y el confinamiento en
barracones y cortijos, a menudo sin agua u otros servicios básicos. Los
conflictos fueron respondidos a través de narrativas con tintes racistas
y estigmatizadores que legitimaban la explotación. Todas las tensiones
son bien conocidas y han sido reflejadas en estudios como, por ejemplo,
los del antropólogo Ubaldo Martínez Veiga. Para él, son una
manifestación del capitalismo tardío que lleva consigo una idea
abstracta del trabajo como fenómeno intercambiable que circula, con
independencia de las personas materiales de carne y hueso, entre las
diversas unidades productivas. Los efectos perversos de este proceso se
agudizan cuando los trabajadores son inmigrantes extranjeros.
Y aún se agudizan más, cuando son mujeres.
De forma más reciente, y a partir de los conflictos con los
trabajadores africanos, la contratación ha empezado a desplazarse hacia
mujeres procedentes de los países del este de Europa y de Marruecos.
Quienes contratan creen que las mujeres dan menos problemas. Para no
decir que son menos conflictivas, se argumenta “científicamente”: las
mujeres son más aptas para la recogida de la fresa porque “tienen los
dedos más delicados” - como si los hombres tuviesen dificultades
congénitas para ejercer la función prensil sin espachurrar la fresa o
las mujeres no fuesen capaces, si lo desean, de escachar con sus dedos
cualquier cosa delicada y blandita - y presentan una morfología que las
capacita genéticamente para estar más tiempo inclinadas, recolectando.
Muchísimos campesinos en todo el mundo arrancan patatas del suelo y
recolectan los frutos de plantas rastreras y matas agachados. Terminarán
seguramente deslomados y agotados pero no creo que se hayan planteado
jamás que su cuerpo está menos preparado genéticamente para adoptar una
postura recolectora, y al vivir de lo que recolectan, tienen buen
cuidado de usar sus dedos con mesura para no destruir el fruto que
recogen.
El patriarcado, otra vez más, se alía con el
capitalismo. Se contrata a mujeres pobres, jóvenes, que no estén
obesas, preferentemente casadas y que tengan hijos a su cargo, menores
de 14 años, para asegurar que vuelven a sus países. Ellas, naturalmente,
vuelven a casa si dejaron allí a seres vulnerables de los que hacerse
cargo. Parece ser que no es tan seguro que ellos lo hagan.
Y una vez aquí, solas, sin conocer el idioma, en entornos profundamente
machistas, trabajan a destajo y en condiciones duras por un jornal de
mierda. En ocasiones, acosadas por ”manijeros” y empleadores que
amenazan con apuntar menos kilos de los que recogen y despedirlas si no
consienten en ser manoseadas y abusadas. “O te dejas o te quedas sin fresas”
Las jornaleras de la fresa marroquíes enfrentan una alianza perversa
entre diversas formas de patriarcados que se refuerzan entre sí: el que
las ve como un recurso con dedos delicados, genéticamente predispuesto a
agacharse, explotables, sumisas y cero sospechosas de pretender
quedarse en España por tener responsabilidades de cuidados; el de los
capataces y manijeros, que estando también probablemente explotados,
encuentran alguien sobre quien ejercer el poder y ante quien sentirse
virilmente dominadores; y el de los hombres de sus propios países, sus
maridos, ante los que, dicen las jornaleras, deben esconder los abusos
que sufren para no ser repudiadas y poder volver a casa.
Toda esta concatenación de violencias contra los territorios y contra
las personas - de clase, de origen, de género – forman parte estructural
de una determinada forma de producir. No son casos puntuales o
aislados.
Quizás por eso hay tantas resistencias a
investigar y denunciar, quizás por eso, en lugar de aplicar el principio
de precaución y proteger a las mujeres trabajadoras, primero se duda de
ellas y se advierte de los riesgos que puede correr “un sector tan
competitivo”. Con la prioridad puesta en los beneficios, todo merece la
pena ser sacrificado con tal de que el sector se mantenga y crezca.
Es de agradecer que el SAT y otros colectivos solidarios y feministas
estén prestando atención, visibilizando, y acogiendo a estas mujeres, a
las que se trata de expulsar para que no denuncien. Hasta para poder
denunciar hace falta una comunidad que te sostenga y te apoye. El grito “no bien, no bien” expresa con claridad que las temporeras marroquíes no son sumisas ni dóciles.
Son valientes estas mujeres que denuncian, que saben que 46 calorías
por cada 100 gramos es el verdadero valor de la fresa y que su precio en
el mercado no compra ni sus dedos, ni su cuerpo.
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