miércoles, 25 de abril de 2018

Corrupción institucional

Corrupción y fraude 

Javier Pérez Royo

25-4-2018-eldiario.es

El Estado Constitucional es la primera forma de organización del poder en la historia en la que se produce la separación del poder político de la propiedad privada. El poder político había sido hasta ese momento un correlato de la propiedad de la tierra. Con el Estado se produce la separación del primero de la segunda. El poder no es de nadie. Por eso tiene que ser un poder “representativo”. Por eso se habla de Estado Representativo. Empieza siendo de unos pocos, porque el vínculo con la propiedad no desaparece de la noche a la mañana, pero la tendencia es a ser representativo de todos. El sufragio universal forma parte del código genético del Estado.
Justamente por eso, la corrupción es la patología más grave para el Estado. Porque la corrupción es la privatización del poder, la subordinación por vías soterradas y espurias del poder político a la propiedad privada. La corrupción ataca al Estado en su núcleo esencial. Lo ataca en aquello que lo hace ser tal, que lo diferencia de las demás formas políticas que han existido en la historia.
Las formas de manifestación de la corrupción son muy variadas, pero todas encajan en alguna de estas dos categorías: la corrupción personal o la corrupción institucional.
La corrupción personal, entendiendo por tal tanto la de una persona física como la de una persona jurídica (partido político, sindicato, agrupación empresarial, empresa privada que trabaja para la Administración Pública, o Empresa prestadora de un servicio público…), es la que normalmente se asocia por la casi totalidad de la opinión pública con la corrupción. Se suele entender por corrupción de manera casi exclusiva, el desvío de recursos públicos a bolsillos privados. Bolsillos insisto que no son necesariamente los de una persona física, aunque siempre hay bolsillos de personas físicas que participan en el desvió de recursos públicos hacia la caja de las personas jurídicas. Rajoy necesita a Bárcenas de la misma manera que Bárcenas necesita a Rajoy. Y ambos necesitan al PP.  Y González a Rodríguez Sobrino.  Y Granados a Marjaliza. Y Camps a Ricardo Costa y así sucesivamente. La persona física y la persona jurídica están indisociablemente vinculadas.
Pero junto a este tipo de corrupción, está la corrupción institucional, que es todavía más grave, porque pasa desapercibida, porque no es considerada siquiera como corrupción. El caso de Cristina Cifuentes salta a la vista. Han sido innumerables los comentaristas, que, en sus intervenciones públicas de estos días en prácticamente todos los medios de comunicación, hacían la salvedad al opinar sobre el polémico Máster, que realmente no estábamos ante un caso de corrupción, sino ante algo de naturaleza distinta. Intolerable, que exigía la dimisión inmediata de la presidenta, pero que no era corrupción, porque no se había apropiado de dinero público.
Resulta curioso que haya acabado siendo así, porque el término corrupción se incorpora a la teoría política para definir la corrupción institucional, para definir la “desnaturalización” de una institución como consecuencia de la forma en que se hace uso de la misma no necesariamente vinculada con el enriquecimiento personal. Son las instituciones las que se corrompen por el ejercicio desviado de la función de la que cada una de ellas es portadora. Los “burgos podridos” de la historia electoral inglesa anterior a la Reforma Electoral de 1832. O la degeneración caciquil de todo el sistema representativo de la Monarquía Española durante todo el siglo XIX y primeros decenios del siglo XX. Se desfiguran las instituciones, se las desnaturaliza. Obviamente en beneficio propio, pero no necesariamente patrimonialmente contable.
Este es el tipo de corrupción de la que ha sido, presuntamente, protagonista Cristina Cifuentes. Ha desfigurado dos instituciones directamente mencionadas en la Constitución: la Delegación del Gobierno en la Comunidad Autónoma y la Presidencia de la Comunidad de Madrid. Y ha desnaturalizado el principio de “autonomía universitaria” de la Universidad Pública Rey Juan Carlos, así como desfigurado el “derecho fundamental” a la libertad de cátedra de los profesores del Máster que ella decía haber cursado.
Cuando Cristina Cifuentes decía que había cursado el Máster era delegada del Gobierno. ¿Qué imagen pueden tener los ciudadanos de la Delegación del Gobierno si la persona que la ocupa puede hacer un Máster que exige la presencia a clase de las tardes de los jueves y viernes y de los sábados por la mañana? ¿Qué imagen pueden tener los ciudadanos de unos profesores que califican con sobresaliente a una alumna que ni va a clase, ni se examina, ni entrega trabajo de ningún tipo? Eso como se llama: ¿libertad de cátedra o prevaricación?
Cuando se ha descubierto por El Diario.es el fraude, Cristina Cifuentes era ya presidenta de una Comunidad Autónoma, que tiene competencia exclusiva en materia de educación y de la que depende, en consecuencia, la Universidad Rey Juan Carlos. ¿Qué imagen pueden tener los ciudadanos de la Presidencia de la Comunidad Autónoma, si la persona que la ocupa genera en el Rector la obligación de ordenar que se “reconstruyan actas” y de dar una conferencia televisada juntamente con dos profesores del Máster, para cubrirle la espalda con la mentira de que se ha tratado de un error de “transcripción”? ¿Qué imagen pueden tener los ciudadanos de la “autonomía” de una Universidad que acepta someterse a esa degradación?
El Máster de Cristina Cifuentes, tanto mientras aparentó que lo cursaba, como después de que se descubriera el fraude, es uno de los casos más graves de corrupción institucional que uno puede imaginarse. Porque ha arrastrado, además, a la Asamblea de la Comunidad de Madrid con una comparecencia bochornosa de la presidenta y un cierre de filas de los diputados del PP, preludio del que se escenificaría en la Convención de Sevilla el fin de semana siguiente, con defensa numantina de María Dolores de Cospedal y palabras de apoyo de Mariano Rajoy.   
El Máster de Cristina Cifuentes ha sido la expresión de una corrupción institucional de alcance general. Por las personas e instituciones implicadas y porque desnaturaliza el derecho a la educación, que constituye, juntamente con el derecho a recibir información y el derecho de participación, la tríada definidora de la ciudadanía y, por tanto, de la igualdad constitucional. El derecho a la educación es, además el vehículo institucionalizado del principio de “mérito y capacidad”, que, desde el Preámbulo de la Constitución Francesa de 1791, es lo que diferencia la sociedad del “Antiguo Régimen”, constituida en torno a la categoría de “privilegio”, de la sociedad   del Estado Constitucional, constituida en torno al principio de “igualdad”.
Dicho en pocas palabras: la conducta de Cristina Cifuentes ha sido, presuntamente, la conducta al mismo tiempo más corrupta y más corruptora de todas las que hemos tenido noticia desde la entrada en vigor de la Constitución.

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