Aux urnes, Citoyens!
Es curioso que el mejor alcalde para Barcelona sea un extranjero
que no la conoce, que apenas la ha visitado en los últimos años como
turista político o para ver jugar a su equipo de fútbol, pero todo cabe
en este mundo de fábula e ilusión en el que se ha convertido la política
El viernes, los mejores
amigos de Manuel Valls se cayeron de sus sillas al oír el anuncio de la
posibilidad de que el ex primer ministro francés se presente a alcalde
de Barcelona. Es lo que tiene ser francés, que aún tienes espacio para
la sorpresa. En España, sin embargo, los palmeros del futuro que ya casi
está aquí se mostraron inmediatamente aplomados ante la gran jugada
política del estadista del momento. Gran jugada. Enorme visión.
Magnífica idea. No sólo eso: vendrán más, estamos sólo empezando a
sorprenderos. “Sería mucho mejor alcalde que Colau”, había dicho el
preclaro Rivera, y mentada la bicha, las alianzas estaban servidas.
Curioso que el mejor alcalde para una ciudad sea un extranjero que no la
conoce, que apenas la ha visitado en los últimos años como turista
político o para ver jugar a su equipo de fútbol, pero todo cabe en este
mundo de fábula e ilusión en el que se ha convertido la política.
C’est dingue,quoi!, exclamaron hasta sus más próximos en Francia al
saberlo. Traducido: ¡es de locos, es una chaladura! Yo soy muy
afrancesada, como saben, y tiendo a verlo como ellos. Es evidente que es
una chaladura que les pilla además en la misma semana en la que Valls
ha sido protagonista de un nuevo hito del marketing político al anunciar
la separación de su mujer y a las doce horas presentar a su nueva
novia, una diputada de derechas con la que ya medio vive. La crisis de
los cincuenta se dice. No sería sino una anécdota si no fuera porque las
malas lenguas francesas ya han hecho un paralelismo entre cada uno de
los virajes sentimentales de Valls y sus virajes políticos. Parece
complicado ser regidor de una ciudad española mientras forjas tu tórrido
amor con una diputada con la que estás haciendo nido en París, pero
quizá el sino de los catalanes sean ya los gobiernos a distancia, los
exilios, que el cosmopolitismo sea su redención, o quizá lo que ocurra
es que también el resto debiéramos empezar a querer a nuestros políticos
lo más lejos posible.
Rivera, el prestidigitador. Cuando todavía nos tiene en
Madrid pendientes de su manos como un Tamariz -¡la bola de la
investidura está aquí o aquí o no está!- nos distrae aún con un nuevo
truco de Robert-Houdin y se saca de la chistera a un candidato
extranjero mientras seguro prepara, en su circo de tres pistas, algo
nuevo que echarnos a la boca para que no veamos sus trucos ni una ni en
otra.
Rivera, el que se autoproclamaba sosias de
Macron, ha fichado a su antagonista. “Ils se detèstent”, así lo resumen
los analistas franceses. Se detestan, no se pueden ver. Su único
parecido, además de tener el mismo nombre de pila, es haber sido dentro
del mismo partido jóvenes y ambiciosos y haber soñado con llegar a lo
más alto. Eso es a todas luces lo que advierte tener en común con ellos
el líder de Ciudadanos. Lo más alto. Pero Rivera desde luego no es
Macron y si se trae a alguien es a quién éste considera el traidor de la
peor estofa: “Si y’a un traître, si y’a quelqu’un qui flingue Hollande,
c’est Valls”, dijo sin ambages el actual presidente de la República
Francesa. (Si hay un traidor, si hay alguien que ha freído a tiros a
Hollande, ese es Valls). No sé yo si son las mejores credenciales para
traerse un compañero de filas.
Así que en realidad a
quien se parecía Rivera no era a Macron sino a Valls. Valls, que arroja
gasolina a los fuegos en lugar de apagarlos. Valls, el que quiere
prohibir el salafismo. Valls, que se opuso a la idea conciliadora de
Macron de recoger la especificidad de Córcega en la constitución
francesa para aplacar los ánimos de un independentismo que acaba de
ganar en las urnas de aquella isla. Valls, que no sólo votará en contra
de tal cosa, sino que ha manifestado que el idioma corso no debe ser
alentado: “El francés es la única lengua de nuestro país” y a
continuación “si la batalla cultural estuviera perdida, los que no
hablaran corso se irían de la isla y se abriría el camino de la
independencia”. Las coincidencias son grandes. No sólo la lucha por la
unidad sino la creencia de que la lengua propia de cada territorio es
una escuela de independentistas y que no debe ser estimulada, conviven
tanto en Valls como en Rivera. Lo que ya no me queda tan claro es si tal
jacobina propuesta puede servir para apaciguar algo en Cataluña ni para
hacer más habitable Barcelona.
El hombre es un
dechado de delicadeza. Enviado en febrero en misión oficial de la
Asamblea Francesa a Nueva Caledonia, donde habrá en noviembre un
referéndum sobre la independencia de Francia, se mostró abiertamente a
favor de la continuidad dentro de la República. “Valls ha cometido una
torpeza que viene a complicar aún más la situación”, así se expresó el
secretario general de Caledonie Ensemble, un partido de derecha
moderada. Un apagafuegos, vamos.
Creanme, no tengo
nada en contra de que nos gobiernen los franceses. Hubiera preferido que
lo hicieran en el XIX y así no estaríamos donde estamos sino en una
república laica sin Borbones. No fue así y nos batimos el cobre para
traernos de vuelta al felón. Esa es España. A mí lo que nunca me ha
gustado es el ilusionismo. Ni Houdini ni Uri Geller, desde niña salgo
huyendo de los magos y de los payasos. Tampoco el circo es mi fuerte.
Por eso no me gusta el espectáculo. Demasiados trucos, demasiadas falsas
verdades, demasiadas apariencias y mucho polvo de la madre celestina y
poca política real y eficiente. Ni en Cataluña ni en Madrid.
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