La República que España necesita
El 12 de abril de 1931 se celebraron elecciones municipales en toda España y las candidaturas republicanas consiguieron la mayoría en cuarenta capitales de provincia. Los partidos monárquicos únicamente ganaron en nueve: Ávila, Burgos, Cádiz, Lugo, Orense, Palma de Mallorca, Pamplona, Soria, Vitoria. Incluso aquellas que hoy consideramos atrasadas o reaccionarias como las gallegas o las castellanas votaron entusiasmadas por la República.
En palabras del ministro de la Gobernación la tarde de las votaciones, «las informaciones recibidas de los pueblos pequeños acusaban favorables impresiones, pero las de los pueblos importantes eran, como las de las capitales de provincia, desastrosas.» En Vitoria y Pamplona, donde triunfaron los jaimistas (partidarios del infante Jaime, primer hijo de Alfonso XIII), tras la proclamación de la Segunda República se repitieron las votaciones el 31 de mayo, y se obtuvieron sendas victorias republicanas. La corriente antimonárquica había triunfado en 41 capitales de provincia. En Madrid, los concejales republicanos triplicaban a los monárquicos y en Barcelona los cuadruplicaban. España se acostaba monárquica y se levantaba republicana, y así lo constató el conde de Romanones cuando aconsejó al rey Alfonso XIII que se fuera porque su pueblo no lo quería, a pesar de las consultas que aquel pretendía hacer a su Ejército.
Han transcurrido 87 años y la España que fue republicana, ilustrada, progresista, incluso socialista, acepta la monarquía, al parecer como mal menor, utilizando como chantaje la amenaza siempre presente de otra conflagración civil, cuando ninguna situación actual es comparable con la de 1936 ni existe ninguna justificación a que España, que tanto luchó por la República deba aguantar, sin esperanza de cambio, la saga de los Borbones. Al parecer hay que cumplir el dicho de que los Borbones siempre vuelven: se echó a Isabel II y regresó Alfonso XII, se echó a Alfonso XIII y aquí tuvimos a Juan Carlos I. Pero para ver la corona nuevamente reinando en España este martirizado pueblo, que, como decía Bernardo López García, “no ha tenido más verdugo que el peso de su corona”, que ha librado tres guerras civiles para acabar con el feudalismo, los gobiernos corruptos, una Administración anquilosada, el amiguismo y el enchufismo, la explotación de sus trabajadores, las desigualdades de renta y la marginación y la opresión de sus mujeres, tuvo que ser derrotado trágicamente en la última y soportar 40 años de dictadura. Para encontrarse nuevamente con el reinado borbónico que mantiene los mismos privilegios que un siglo atrás.
Las generaciones crecidas en el caldo de cultivo de la dictadura primero y de la democracia después, no solo en los colegios fascistas, jesuíticos y del Opus sino también en esta escuela pública que no enseña nuestra verdadera historia, no saben nada de lo que fue aquella heroica República y los principios que defendía y que aprobó una Constitución que comenzaba diciendo que “España es una República democrática de trabajadores de toda clase,” y cuyo artículo 3 afirmaba que “El Estado español no tiene religión oficial”. Como declaración de principio ratificaba en su artículo 6 que “España renuncia a la guerra como instrumento de política nacional”. Ya sabemos lo que duró aquella paz y cómo la traicionaron los generales que habían jurado fidelidad a la República.
Aquellos que reclaman la Mancomunidad de sus provincias bajo este Estado monárquico no parecen saber que el Artículo 10 de la Constitución republicana afirmaba que “las provincias se constituirán por los Municipios mancomunados conforme a una ley que determinará su régimen, sus funciones y la manera de elegir el órgano gestor.” Y que este mismo cuerpo legal fue el que estableció las regiones autónomas y aprobó el Estatut de Cataluña y el del País Vasco.
Esa Constitución es la primera en España que establece en su artículo 25 que “No podrán ser fundamento de privilegio jurídico: la naturaleza, la filiación, el sexo, la clase social, la riqueza, las ideas políticas ni las creencias religiosas. El estado no reconoce distinciones ni títulos nobiliarios.” Con tales principios se eliminaban las discriminaciones que sufría la mujer, los privilegios de la aristocracia, las prebendas que mantenía la Iglesia católica y en dos años suprimía el mantenimiento económico de esta, así como disolvía las órdenes religiosas.
Era la primera vez también que se reconocía la igualdad de derechos de ambos sexos en el matrimonio y su disolución por mutuo disenso o con justa causa, así como terminaba con la discriminación de los hijos según fueran habidos fuera o dentro del matrimonio. Y sabemos que en ese mismo texto legal se establecía la igualdad para el hombre y la mujer en el derecho al sufragio universal, igual, directo y secreto.
Con enorme valor que rayaba en una ingenua temeridad, la Constitución republicana se atrevía a declarar en su artículo 44 que “Toda la riqueza del país, sea quien fuere su dueño, está subordinada a los intereses de la economía nacional…con los mismos requisitos la propiedad podrá ser socializada.” Lo que permitió que antes de un año las Cortes Republicanas aprobaran la Ley de Reforma Agraria de 1932, promulgada el 9 de septiembre, que pretendía resolver un problema histórico: la tremenda desigualdad social que existía en la mitad sur de España. Pues junto a los latifundios propiedad de unos centenares de familias, casi dos millones de jornaleros sin tierras vivían en condiciones miserables. El método que finalmente se escogió para resolver el problema fue la expropiación con indemnización de una parte de los latifundios que serían entregados en pequeños lotes de tierra a los jornaleros.
Antes de ello, para solucionar la difícil situación de los jornaleros desde el primer gobierno provisional se tomaron unas medidas en los llamados “Decretos agrarios” de Largo Caballero, en los que se prohibía a los propietarios de tierras que echaran a los campesinos que las arrendaban. Se aplicaba también a los jornaleros la jornada de 8 horas ya conseguidas por los obreros industriales, se obligaba a contratar a jornaleros del propio municipio, y se obligaba a los propietarios a cultivar las tierras bajo amenaza de confiscación, para evitar que los terratenientes boicotearan a la República dejándolas en barbecho. Era evidente que la República no podía sobrevivir ante la feroz ofensiva de los latifundistas que poseían la mayor parte de la riqueza agraria de nuestro país. Y que en alianza con la banca y la gran industria financiaron el golpe de Estado y la Guerra Civil, con las bendiciones de la Iglesia Católica.
Quizá ustedes crean que en la actualidad esa cuestión está resuelta, ya que no se menciona, pero en el día de hoy el 55 por ciento de las tierras cultivables son propiedad de los latifundistas, que son los Grandes de España de la aristocracia, igual que a principios del siglo XX, y que además hoy reciben la mayor parte de las ayudas económicas de la UE en el Plan Agrario Europeo.
Por supuesto, el Presidente de la República era “criminalmente responsable de la infracción delictiva de sus obligaciones constitucionales” al que se podía acusar por la comisión de cualquier delito. La impunidad solo es privilegio de reyes.
Y sería bueno recordar cómo se escogía a los componentes del Tribunal de Garantías Constitucionales, que hoy se encuentra en estado de sospecha por su forma de elección, mientras que la República establecía una enorme variedad de participantes, desde los magistrados escogidos por el Parlamento a un representante de cada una de las regiones españolas, dos miembros nombrados por todos los colegios de Abogados de la República y cuatro profesores de las Facultades de Derecho, que hacía imposible la venalidad o la parcialidad en sus resoluciones.
Ciertamente esa República elegida en 1931 se adelantaba en medio siglo a la de muchos otros países europeos y hoy sería modelo de la que España necesita.
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