La voladura del Régimen del 78
Como no todo iba a ser llanto y rechinar de dientes, la crisis en Catalunya puede acabar logrando lo que parecía imposible: abrir los candados de la reforma constitucional, cerrada con más llaves que el sepulcro del Cid. En ese compromiso parece haber embarcado el PSOE al PP, y si finalmente es posible inaugurar un tiempo nuevo y se permite, como decía Jefferson, que los vivos y no los muertos sean los dueños del presente, la democracia española debería erigir un monumento al independentismo por los servicios prestados.
Llega tarde, quizás demasiado, pero la voladura controlada del llamado Régimen del 78 era una necesidad inaplazable. Es imposible disimilar por más tiempo los fétidos olores que se desprenden de una Constitución difunta que ya ni el formol es capaz de disimular. Se hizo vieja por falta de uso y ha terminado siendo el fortín de los privilegios de algunos y el papel mojado de los derechos del resto. Es lógico desconfiar de la voluntad real de algunos de acometer la catarsis, aunque una vez abierto el melón será difícil impedir que cada cual exija su porción del postre.
Por alguna extraña razón, modificar la Constitución se había convertido en una misión imposible, salvo para emprender esa vergonzosa reforma exprés en la que se anteponía el pago de la deuda al bienestar de la población. Todos los textos constitucionales del mundo podían cambiar menos la Biblia española, que parecía haber sido dictada por el Espíritu Santo al oído de siete señores, sus ponentes, y por eso nadie quería cometer el sacrilegio de alterar una sola coma del texto sagrado de la dichosa paloma. Cierto es que su blindaje desanima bastante. Modificar una palabra de su corpus principal no sólo requiere una mayoría de dos tercios del Congreso y del Senado sino que exige disolver las Cámaras para que las nuevas Cortes lo refrenden en idéntica proporción. De ahí que no sólo sea preciso el consenso sino hacer coincidir los cambios con el final de la legislatura por la resistencia natural de sus señorías a hacerse el haraquiri antes de tiempo.
La reforma se plantea inicialmente sobre el modelo territorial a la búsqueda de un traje de fiesta para permitir que Catalunya acuda al baile siempre que prometa regresar a casa antes de medianoche, pero forzosamente tendrá que complacer no sólo a los territorios sino también a los ciudadanos. Todo lo que no sea un verdadero proceso constituyente sonará a broma pesada. Ha de representar el fin de esas ficciones tan monas que aseguran a los parados de larga duración el derecho al trabajo y a los que viven debajo de un puente disponer de una vivienda digna. De nada vale tener un derecho que no puede ser reclamado ante los tribunales.
El objetivo inicial, por tanto, es renovar el Título VIII y acabar con ese café para todos que llevamos cuarenta años bebiendo y nos ha puesto como motos. Se verá entonces hasta dónde se está dispuesto a llegar en la descentralización y en el reconocimiento de un Estado que no puede ocultar por más tiempo una plurinacionalidad que, lejos de debilitarle, le robustece. ¿Que será imposible que el PP y la derecha en general suban a bordo en esa travesía? A veces recorriendo la frontera de lo posible se termina por poner un pie en lo improbable.
No ha de ser la única meta. Como se ha dicho aquí alguna vez, se ha de conceder a las nuevas generaciones su inalienable derecho a gobernarse, y ese es el que reclaman quienes nacieron después de 1978 y sólo han oído hablar de Fraga a Pablo Iglesias. En sus manos ha de estar, de entrada, elegir la forma del Estado, un debate que aterroriza a la monarquía mucho más que la secesión catalana.
Es legítimo dudar de que estemos ante una voluntad sincera de cambiar las cosas y que todo sea una simple maniobra de distracción. La mentira tendría las patas muy cortas. Sería el suicidio de un país que ya no se reconoce, al que hay que dar una salida y que está dispuesto a agarrar su futuro aunque sea por el cuello. De ahí el optimismo.
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