domingo, 15 de octubre de 2017

Descubriendo los límites

El reconocimiento de los límites es lo que distingue a los adultos de los niños. En el contencioso que estamos viviendo desde 2005, cuando se inició el proceso de reforma del Estatuto de Autonomía de Catalunya, han sobrado comportamientos infantiles y se han echado a faltar conductas de personas adultas
(eldiario.es)
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Oriol Junqueras y Carles Puigdemont. EFE
En el reino de la naturaleza no existe la libertad. Existen el azar y la necesidad, pero no la libertad. La libertad solo existe en la sociedad y existe porque los seres humanos necesitamos ponernos límites a nosotros mismos para hacer posible la convivencia. 
El límite es el elemento constitutivo de la libertad. Es lo que hace posible la autonomía personal con un mínimo de seguridad sin la cual no es posible la convivencia. La libertad, nos enseñó Montesquieu, es “la sensación que cada uno tiene de su propia seguridad”. Sin seguridad no hay libertad. Y sin límites no hay seguridad. De ahí la importancia de la democracia, es decir, la importancia de que los límites los impongan los propios ciudadanos directamente o a través de representantes democráticamente elegidos.
En el aprendizaje de los límites consiste el proceso educativo en toda sociedad. Cuando la sociedad está democráticamente organizada, el proceso es más complejo y más exigente. En una sociedad democráticamente constituida hay más límites que en una que no lo está. En una sociedad que descansa en los principios de igualdad jurídica y libertad personal, la complejidad de las relaciones sociales adquiere tal magnitud que únicamente un sistema enormemente sofisticado de límites puede garantizar su supervivencia. Por eso el ordenamiento jurídico de la democracia ha sido el ordenamiento jurídico más complejo que ha existido en la historia de la convivencia humana. Y cuanto más progresa la democracia, más lo hace la complejidad y sofisticación del Derecho que la hace posible.
En todo Estado Constitucional normalizado los límites son conocidos. Se sabe cómo son aprobados por el legislador y como son aplicados con carácter general por el poder ejecutivo y de forma individualizada por el poder judicial. Todos los protagonistas de la vida en sociedad, sean personas físicas o jurídicas sean los poderes públicos en todos los niveles que puedan existir en la fórmula de gobierno, locales, autonómicos, estatales o europeos, tienen que surfear en ese universo de límites. En eso consiste la libertad. 
El proceso de independencia respecto de un Estado democráticamente constituido no consiste en prescindir de los límites, sino en la pretensión de sustituir los límites actuales por otros establecidos y aplicados con carácter general o de manera individualizada por el nuevo Estado que se constituye a través de la independencia.
En este proceso también existen límites. De todo tipo. Hay límites europeos, que se están expresando de manera variada y diversa. Tanto aquellos de los que tenemos noticia como aquellos de los que no sabemos nada, que son posiblemente los más importantes. Limites estatales, que son muchos más de los que se resumen bajo la posible aplicación del artículo 155 CE. Límites autonómicos, que van dejando su huella en la forma en que se han tenido que aprobar leyes decisivas los días 6 y 7 de septiembre en el Parlament. Límites municipales, que se advierten en la división entre los municipios que colaboraron o no con la celebración del referéndum el 1-O. Límites empresariales, de los que van dando puntualmente información casi diaria los medios de comunicación. Límites individuales que se expresan en retirada de depósitos de los bancos o  de forma concertada en manifestaciones como la del pasado día 8 en Barcelona. 
Y límites dentro del propio bloque independentista que organizó el referéndum y que está dirigiendo el “procés”, que es lo que explica el absurdo de la no-declaración de independencia suspendida a continuación. Algo literalmente ininteligible y que, sin embargo, todos hemos entendido. Sin la división dentro del “tripartito” que está impulsando el “procés” y organizó el referéndum del 1-O, la no-declaración suspendida a continuación no se habría producido.
La independencia es un espejismo, es una “ilusión óptica” que tiene verosimilitud en la distancia pero que se desvanece en la proximidad. Es la ensoñación de que se vive en un mundo sin límites. Los ciudadanos del Reino Unido lo están viviendo tras el Brexit. El desconocimiento de los límites no  puede llevar más que al disparate. A su manera lo están viviendo los ciudadanos británicos. Con mucha más intensidad lo vivirían los ciudadanos de Catalunya. Porque  una declaración unilateral de independencia de un Estado miembro de la UE es un pasaporte con el que no se puede viajar ni por debajo del Ebro ni por encima de los Pirineos, es decir, un pasaporte que lleva a ninguna parte. 
No hay ninguna salida para la situación en que ahora mismo nos encontramos todos, los catalanes y los ciudadanos de las demás comunidades autónomas que constituimos España, que no pase por el pacto entre todos. Este es un límite indisponible para el President de la Generalitat. 
También para el Presidente del Gobierno de España. La impugnación de los límites a la convivencia con base en los cuales nos hemos relacionado desde la entrada en vigor de la Constitución, que ha alcanzado en Catalunya tal dimensión que se ha convertido en una problema no solo para España sino para la Unión Europea,  necesita una respuesta política. 
Y una respuesta política a estas alturas de la historia no puede ser otra que una respuesta pactada. El ejercicio de la coacción a través de jueces y tribunales o de fuerzas y cuerpos de seguridad se convertirá inexorablemente en un remedio peor que la enfermedad.
El reconocimiento de los límites es lo que distingue a los adultos de los niños y de los adolescentes. En el contencioso que estamos viviendo desde 2005, cuando se inició el proceso de reforma del Estatuto de Autonomía de Catalunya, han sobrado comportamientos infantiles y adolescentes y se han echado a faltar conductas de personas adultas.

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