Descubriendo los límites
El reconocimiento de los límites es lo que distingue a los adultos
de los niños. En el contencioso que estamos viviendo desde 2005, cuando
se inició el proceso de reforma del Estatuto de Autonomía de Catalunya,
han sobrado comportamientos infantiles y se han echado a faltar
conductas de personas adultas
En el reino de la
naturaleza no existe la libertad. Existen el azar y la necesidad, pero
no la libertad. La libertad solo existe en la sociedad y existe porque
los seres humanos necesitamos ponernos límites a nosotros mismos para
hacer posible la convivencia.
El límite es el elemento constitutivo de la libertad. Es
lo que hace posible la autonomía personal con un mínimo de seguridad
sin la cual no es posible la convivencia. La libertad, nos enseñó
Montesquieu, es “la sensación que cada uno tiene de su propia
seguridad”. Sin seguridad no hay libertad. Y sin límites no hay
seguridad. De ahí la importancia de la democracia, es decir, la
importancia de que los límites los impongan los propios ciudadanos
directamente o a través de representantes democráticamente elegidos.
En el aprendizaje de los límites consiste el proceso educativo en toda
sociedad. Cuando la sociedad está democráticamente organizada, el
proceso es más complejo y más exigente. En una sociedad democráticamente
constituida hay más límites que en una que no lo está. En una sociedad
que descansa en los principios de igualdad jurídica y libertad personal,
la complejidad de las relaciones sociales adquiere tal magnitud que
únicamente un sistema enormemente sofisticado de límites puede
garantizar su supervivencia. Por eso el ordenamiento jurídico de la
democracia ha sido el ordenamiento jurídico más complejo que ha existido
en la historia de la convivencia humana. Y cuanto más progresa la
democracia, más lo hace la complejidad y sofisticación del Derecho que
la hace posible.
En todo Estado Constitucional
normalizado los límites son conocidos. Se sabe cómo son aprobados por el
legislador y como son aplicados con carácter general por el poder
ejecutivo y de forma individualizada por el poder judicial. Todos los
protagonistas de la vida en sociedad, sean personas físicas o jurídicas
sean los poderes públicos en todos los niveles que puedan existir en la
fórmula de gobierno, locales, autonómicos, estatales o europeos, tienen
que surfear en ese universo de límites. En eso consiste la libertad.
El proceso de independencia respecto de un Estado democráticamente
constituido no consiste en prescindir de los límites, sino en la
pretensión de sustituir los límites actuales por otros establecidos y
aplicados con carácter general o de manera individualizada por el nuevo
Estado que se constituye a través de la independencia.
En este proceso también existen límites. De todo tipo. Hay límites
europeos, que se están expresando de manera variada y diversa. Tanto
aquellos de los que tenemos noticia como aquellos de los que no sabemos
nada, que son posiblemente los más importantes. Limites estatales, que
son muchos más de los que se resumen bajo la posible aplicación del
artículo 155 CE. Límites autonómicos, que van dejando su huella en la
forma en que se han tenido que aprobar leyes decisivas los días 6 y 7 de
septiembre en el Parlament. Límites municipales, que se advierten en la
división entre los municipios que colaboraron o no con la celebración
del referéndum el 1-O. Límites empresariales, de los que van dando
puntualmente información casi diaria los medios de comunicación. Límites
individuales que se expresan en retirada de depósitos de los bancos o
de forma concertada en manifestaciones como la del pasado día 8 en
Barcelona.
Y límites dentro del propio bloque
independentista que organizó el referéndum y que está dirigiendo el
“procés”, que es lo que explica el absurdo de la no-declaración de
independencia suspendida a continuación. Algo literalmente ininteligible
y que, sin embargo, todos hemos entendido. Sin la división dentro del
“tripartito” que está impulsando el “procés” y organizó el referéndum
del 1-O, la no-declaración suspendida a continuación no se habría
producido.
La independencia es un espejismo, es una
“ilusión óptica” que tiene verosimilitud en la distancia pero que se
desvanece en la proximidad. Es la ensoñación de que se vive en un mundo
sin límites. Los ciudadanos del Reino Unido lo están viviendo tras el
Brexit. El desconocimiento de los límites no puede llevar más que al
disparate. A su manera lo están viviendo los ciudadanos británicos. Con
mucha más intensidad lo vivirían los ciudadanos de Catalunya. Porque
una declaración unilateral de independencia de un Estado miembro de la
UE es un pasaporte con el que no se puede viajar ni por debajo del Ebro
ni por encima de los Pirineos, es decir, un pasaporte que lleva a
ninguna parte.
No hay ninguna salida para la
situación en que ahora mismo nos encontramos todos, los catalanes y los
ciudadanos de las demás comunidades autónomas que constituimos España,
que no pase por el pacto entre todos. Este es un límite indisponible
para el President de la Generalitat.
También para el
Presidente del Gobierno de España. La impugnación de los límites a la
convivencia con base en los cuales nos hemos relacionado desde la
entrada en vigor de la Constitución, que ha alcanzado en Catalunya tal
dimensión que se ha convertido en una problema no solo para España sino
para la Unión Europea, necesita una respuesta política.
Y una respuesta política a estas alturas de la historia no puede ser
otra que una respuesta pactada. El ejercicio de la coacción a través de
jueces y tribunales o de fuerzas y cuerpos de seguridad se convertirá
inexorablemente en un remedio peor que la enfermedad.
El reconocimiento de los límites es lo que distingue a los adultos de
los niños y de los adolescentes. En el contencioso que estamos viviendo
desde 2005, cuando se inició el proceso de reforma del Estatuto de
Autonomía de Catalunya, han sobrado comportamientos infantiles y
adolescentes y se han echado a faltar conductas de personas adultas.
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