Lo más cruel de una guerra es no poder disfrutar de la vida. De la rutina, la familia, la normalidad: la vida en mayúsculas.
Antes
de que arrancase el conflicto en Siria, las hermanas Siham y Hamida, de
82 y 76 años, solían visitarse cada semana en el campamento de
refugiados Ein el Tal, al norte de Alepo, donde ambas vivían. Llegaron
allí en 1948, después de huir de su hogar en Palestina y, desde
entonces, nunca se habían separado.
Hasta el día en que la vida dejó de ser vida.
Llegaron las bombas y el campamento quedó sepultado por la
violencia. Las dos huyeron y se refugiaron en dos casas distintas de las
que apenas han podido volver a salir. Son mayores, se mueven con mucha
dificultad y la calle adquiere para ellas el peligro de una trinchera.
Hace unas semanas nuestros compañeros en Siria organizaron en Alepo un evento diseñado para estimular la memoria colectiva y
animar a las personas mayores a compartir sus experiencias para tratar de mitigar el impacto del conflicto.
Siham y Hamida no lo sabían, pero las dos estaban allí. Después de más
de un año sin verse, las dos estaban allí. Se abrazaron, lloraron y en
ese momento, quizás, recuperaron el trozo de vida que la guerra les
había arrebatado.
Queríamos compartir contigo su historia porque, en momentos como este, todo nuestro trabajo cobra sentido.
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